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Es diciembre y en la calle estamos a dos grados bajo cero. Lo pone en la pantallita del salpicadero del coche. Pero aquí dentro hace mucho calor. El taxista lleva la calefacción demasiado alta. Dejo de abrazar por un instante a Diana y me quito la bufanda de cuadros oscuros. Tengo el cuello ligeramente sudado. Paso de nuevo mi brazo alrededor de su cuerpo. Apoyo mi cabeza en su hombro derecho; se está cómodo en esta postura, pero el abrigo me araña un poco. Me incorporo y me froto la cara porque la lana me produce picor. — Ya estás como siempre— ríe ella — Si, pero merece la pena. Diana es guapa. Muy guapa. Tiene una pequeña cara redonda, grandes ojos verdes y unas pestañas interminables. Como patas de araña. Todo el mundo en la fiesta nos miraba. En realidad la miraban a ella. Yo me limitaba a presentársela a mis compañeros de trabajo y Diana se encargaba del resto. Es muy extrovertida. Tenía más cosas de que hablar que yo con ellos. Y eso que me paso ocho horas en la oficina. O quizá por eso. La fiesta ha estado bien. Como todas las cenas de navidad de empresas. Nada espectacular. En vez de emborracharse uno y cantar Vivir así es morir de amor de Camilo Sexto en el karaoke, se emborracha otro porque el primero no quiere volver a ser el blanco de las bromas hasta el verano. — ¿No le parece a usted?— Me pregunta el taxista que no ha parado de hablar desde que nos hemos montado en el coche. — Hombre… bueno… si quiere que le diga la verdad… — No, no se preocupe— se disculpa—. Como va usted vestido así pensé que quizá sí. Olvídelo. No era mi intención molestarle. ¿Qué no era su intención? Si es lo único que lleva haciendo toda la noche. No para de hablar, tiene la calefacción que ni en el mismísimo infierno se lo permitirían y para colmo acaba de poner un CD de villancicos. Campana sobre campana. Estupendo. Me separo de nuevo de Diana y me quito la gabardina. Llevo un traje oscuro, camisa a rayas y corbata beige. La americana es un número mayor al de los pantalones. Para disimular la barriga. Siempre me lo echaba en cara mi exmujer. Decía que pasaba demasiadas horas en el bar cuando salía de la oficina. Yo la intentaba convencer de que me quedaba acabando un informe. Nunca me creyó. Hay veces que ni decir la verdad te sirve. Diana nunca me ha dicho que estoy gordo. Dice que para tener medio siglo estoy bien. “Ya les gustaría a muchos de mi edad tener ese cuerpo”me dice. Y luego añade: “Tú si que llevas con arte la curvita de la felicidad”. Sé que lo dice para que me sienta bien. Y lo consigue. Yo en cambio se lo digo porque es verdad. En la cena mis compañeros me cogían del brazo y me apartaban del resto para decirme: — Chico, de dónde has sacado a semejante niña. Esto es lo que me ha dicho el primero. A medida que el alcohol iba haciendo su efecto, han empezado a subir de tono los comentarios hasta que el último, que además es de contabilidad y apenas lo conozco, ha bramado: — ¿Pero a tu edad aún puedes cabalgar con semejante jaca? Naturalmente le he mandado a la mierda. Pero no he montado ningún número. He sido bastante discreto. Quiero de verdad a Diana. No me importa que pudiera ser mi hija. No busco un físico bonito. Lo que aprecio de ella es que puedo conversar sobre prácticamente cualquier tema. El conductor sigue hablando sin descanso. Habla tan deprisa que se atasca. De vez en cuando mira por el espejo retrovisor y, o bien yo, o bien Diana, asentimos con la cabeza o dejamos escapar un “Sí, sí. Claro”. Está preciosa esta noche. Lleva un vestido de seda negra con un gran escote en la espalda. Su pelo negro está recogido en un moño de fantasía, dejando a la luz su cuello de cisne. Para tapar esa desnudez, lleva dos grandes pendientes de plata que le regalé para esta noche. — ¿Puedo fumar?— le pregunta al taxista de repente. — Sí. Yo lo estoy haciendo. Acompáñeme. Diana saca de su pequeño bolso un móvil, un paquete de kleenex, un corrector de ojos, una agenda, una barra de labios roja, las llaves de su casa, y, por último el paquete de tabaco. Saca un cigarrillo, se lo lleva a la boca y lo enciende. De un momento a otro el humo invadirá todo el coche. Hace rato que mi corbata descansa en el bolsillo izquierdo de la gabardina, la americana reposa ya sobre mi regazo y llevo la camisa remangada a la altura de los codos. sigue haciendo mucho calor. Me separo de Diana y me pego a la ventanilla. Está empezando a nevar. Es casi insólito. En realidad es aguanieve. No cuajará. Pego mis manos a la fría ventanilla. Después me las paso por la nuca. Las orejas me palpitan. Pego media cara a la ventanilla. Nada. Sigue haciendo mucho calor. En la calle apenas hay nadie. De vez en cuando algún grupo camina bajo las aceras heladas. Con los cuellos de sus abrigos levantados, las bufandas tapándoles la boca y la cabeza metida entre los hombros. Caminan encogidos; cabizbajos. Pasamos por delante de un termómetro que marca menos cinco grados. Comienza a sonar El tamborilero. Diana me mira y se ríe: — Es nuestra canción. Hace un año fui a “El corte Inglés” a comprar los regalos de reyes a los niños. Diana se encargaba de la sección de juguetes. A Laura le compré el último modelo de la Barbie y un gran coche rojo descapotable para que la paseara. Con Adrián la cosa era más difícil. Sabía que quería un videojuego y que su consola era la Playstatión dos. — Espera que te lo apunto— me dijo— que sino me vas a comprar uno de la X-box y no voy a poder jugar con él hasta que lo descambie. Busqué a un dependiente para que me ayudara a escoger que juego era el mejor para regalar. Quizá fuera un pensamiento machista pero cuando Diana me preguntó que si podía ayudarme en algo dudé un instante: —Verá es que quiero un juego para la Playstation dos… —Sígame por favor. Cogió tres juegos de coches y me hizo una exhaustiva comparativa. Al final me dijo que, aunque el “Gran turismo 4” era el más vendido en estas navidades, el “Need for speed underground” tenía mayores opciones y mayor jugabilidad. Me lo llevé. Mientras me envolvía los juguetes en ese odioso papel de regalo verde y caqui comenzó a sonar El tamborilero. Hice un par de comentarios acerca de la Nochebuena, en la que saldría una vez más Raphael acompañado de amigos de la farándula cantando villancicos en TVE y, por supuesto, cantaría su Tamborilero. Reímos. La invité a un café cercano muy tranquilo a la salida del trabajo y después llegó el resto. Iba a visitarla con cualquier excusa: un cumpleaños de un sobrino, un complemento para la Barbie de Laura, una comunión. En marzo comenzamos a vernos con cierta frecuencia, fuera de su horario de trabajo quiero decir. En julio dejé a mi mujer. Ahora tenemos pensado alquilar un apartamento juntos cuando pasen las navidades. No puedo aguantar más. Bajo la ventanilla. Una rendija nada más. Un aire seco y cortante se cuela en el taxi. Recorre mi cuerpo. Me produce un agradable escalofrío. — ¿Está usted loco?— Dice el taxista— Haga el favor de subir la ventanilla. — Quite los villancicos primero. — Joaquín haz caso al taxista. Ahí fuera está helando. Miro a Diana. Lleva el abrigo puesto y abrochado hasta arriba. La bufanda le da dos vueltas alrededor del cuello y los guantes siguen protegiendo sus delicadas manos. Subo la ventanilla. Llegamos a su casa. Bajamos del taxi. Le digo al taxista que espere. Acompaño a Diana hasta el portal de su casa. Una gran cristalera con barrotes negros de hierro forjado que cuesta mucho abrir. Pesa una barbaridad. Beso a Diana en los labios. Me separo rápido. — Será mejor que lo dejemos. Lo nuestro no funcionaría.— Digo — ¿Por qué? — Créeme, es mejor así. Silencio. No dice nada. Me mira fijamente a los ojos. Con súplica. Pidiéndome una explicación. Está a punto de romper a llorar. Hasta ahora solo unas débiles lágrimas recorrían su rostro. Desvío la mirada hacia una cruz verde que parpadea de forma intermitente, indicando que la farmacia está de guardia. Oigo un leve gemido de Diana. No quiero seguir allí de pie, el uno frente al otro, por más tiempo. La beso de nuevo, esta vez en la mejilla, que la tiene roja por culpa del frío y del maquillaje. Regreso al taxi y le indico al taxista la dirección de mi casa. Arranca. Echo una última mirada a través de la luna trasera. Está empañada. Quito el vapor con la bufanda. Haciendo un pequeño círculo en el cristal. Ahí está ella, en su portal, con la cabeza agachada y sonándose con un pañuelo. Nos alejamos. |
Texto agregado el 29-01-2005, y leído por 133 visitantes. (0 votos)
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