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JOTA SIROCO

CUENTOS DE CÁDIZ

(Recordando a Fernando Quiñones)

1.- LAS COSAS DE HERCULITO

Es que los antiguos, como bien es sabido, eran bastante cabezotas y cuando se les metía una idea entre sien y sien no había quien se la sacara de las entendederas, ni quien les bajara del burro, fuera este alado o no, que de todo había en aquellos tiempos.

El caso es que los fenicios llegaron a nuestras costas allá por el año 1100 a.c., somos así de viejos por más que siempre intentemos restarnos algunas primaveras, y tanto les gustaron que quisieron llevárselas a su tierra, sería porque los pobres no tenían tiempo para quedarse, o quizá porque se les había pegado el arroz en las cocinas de Tiro.

Pues eso, que el Capitán de las naves miopes, que bien abiertos llevaban en proa los ojos sin llegar a ver un gato de yeso, tuvo la desastrosa ocurrencia de ordenar al más zoquete de la marinería “que ya podía estar cargando la Caleta porque se la llevaba puesta y que había prisa.”

Al zoquetón le llamaban entre mofas el “Herculito”, porque intentaba imitar al conocido héroe y a veces se ganaba la vida en las ciudades fenicias descargando barcos en un santiamén ante la estupefacción y el aplauso de sus paisanos.

En fin, que no era Cádiz entonces tal como la pintan los grabados que todos conocemos, sino que, aún adolescente, marcaba curvas de roca y sal; y en esto que comenzó el bueno de Herculito a plantar sus callosos pies sobre la mar océana; la huella del primer pisotón hizo crecer una inmensa bahía allá por Los Puercos y la frágil cintura de Cádiz encogió su abdomen de algas para no hundirse bajo el pisotón del descomunal fenicio. Enfadado por la inesperada treta, agarró con sus manos por donde él consideraba la parte más blanda, por las costillas de marisma y estero, y levantando la tierra como si de una alfombra con las que comerciaba se tratara dijo, “esto es fácil”, pero qué va, la húmeda figura volvía a caer sobre el fondo de los mares y se pegaba a ellos como un erizo y al gigantón se le resbalaba la arena entre sus dedos.

Sin embargo en la segunda embestida a punto estuvo de conseguirlo y el orondo Capitán sonreía pensando que estaba a punto de conseguir sus deseos, pero la tierra se estiraba como si de goma fuera y todo lo que consiguió el inevitable eunuco fue un larguísimo istmo que a punto estuvo de convertir en isla el mínimo reino que acababan de conquistar.

“Si no es nuestra de nadie será”, exclamó el celoso y ebrio capitán, “Rodearé la ciudad de rocas y piedras, para que nadie pueda robar este tesoro, a partir de ahora se llamará Gadir”. Y así se hizo.

De lo que sucedió con Herculito mejor ni hablar, que a lo mejor estais comiendo.

2.- EL REFUGIO DE FATIMA

El cuándo sucedió nadie lo sabe, el cómo casi tampoco, aunque muchos intenten explicarlo para darse fuste, es decir, para que la gente vea las muchísimas cosas que conocen. Yo lo único que puedo deciros es lo que me contaron y como los que lo hicieron no eran ni ministros, ni concejales, puedo creer en sus palabras sin ningún problema de conciencia.

...Pues bien, dicen que hace muchísimos años, a lo mejor mas de doscientos o más de quinientos, que eso nunca se sabe, una mora más pícara de lo habitual escapó de los brazos de Alí, su marido, más celoso el hombre que el propio Otelo, que la obligaba a andar de cobijada por las recónditas calles de la hermosísima Vejer, para que ni los vientos rozaran su hermosísimo rostro.

Deambuló durante largos días por las balaustradas, los tajos, los barrancos y los arcos de la villa, esperando que el fuerte levante obligara a los guardias a recluirse en su garita.

Como siempre sucede, dio la espera su deseado fruto. Al final encontró camino libre por la Puerta de la Segur que contaba, al menos ese día, con menos vigilancia de lo habitual y además la poca que había parecía más enfrascada en el rito del vidrio que en la obligación de evitar escapadas.

Lo cierto es que desde que días antes llegara a sus oidos que en la fortaleza de Wubira, tras su ocupación por las tropas de Alfonso XI, se daba asilo a las que huyendo iban de sus maridos, dibujó en la palma de su mano el mapa de aquella tierra de promisión: Los montes de Lijar, de Zaframagón y la cinta de plata del Guadalporcún.

Aunque sentía aterrorizada el paso de alimañas en torno a la pequeña hoguera que durante la noche le servía de defensa, esperó cautelosa el paso de las horas y al primer rayo del alba tomó sus sandalias en la mano para no dejar huellas de sus pasos y recogiendo la túnica limpió su piel de recuerdos en las frescas aguas del Guadalmanil.

Cuando al amanecer vio recortarse en el horizonte la torre del castillo de Olvera, no sabía si pedir protección a Alá o al Dios de los cristianos, pero apenas se grabó en sus pupilas esa silueta de piedra alas parecieron crecerle en los pies y supo que llegaba a un lugar de paz, al menos eso ponía en el escudo que sobre la puerta daba entrada a la villa:”De mi sale la paz”.

De rodillas subió hasta el portalón de la Iglesia de la Encarnación, de rodillas lloró de agradecimiento ante la imagen de la virgen y de rodillas junto al altar se quedó dormida por el cansancio de tan larga caminata.

Cuando despertó un soldado miraba sus ojos asustados y una sábana de seda recubría su cuerpo de oliva.

3.- EL MURCIELAGO DE ARCOS

Todos sabían que no tenía vocación de pájaro.

A él lo que de verdad le tiraba era ser cura de Santa María, que no en vano había sido monaguillo durante siete largos años, justo hasta que pasó lo que pasó. Y es que la sangre en primavera llega a alcanzar una velocidad imprevisible y sentimientos que ni el mejor de los profetas hubiera vaticinado jamás. Esto lo sabemos todos y no son necesarias ni más pruebas, ni más palabrería.

El caso es que a Nazarías, con ese nombre podría sucederle cualquier cosa, le temblaban las piernas cada vez que la veía y la verdad es que no era para menos, que ¡vaya, vaya con la niña del boticario!.

Quizá fueran los aires de la sierra, quizá los alocados levantes del cercano mar, quizá quien sabe si los propios ardores de las sulfúreas redomas, lo cierto es que Aurora había pintado su piel con un tono moreno que traía locos a los muchachos de la callejuela y más aún al ya citado sacristán.

Fue enterarse D. Jesús y entrarle los diablos en el cuerpo, pues si pocos eran los llamados, más escasos eran aún los elegidos y así no había forma de trabajar en la Parroquia. Primero lo intentó con buenas palabras, después con sabios consejos, pero cuando ya no quedaba más camino que el de la amenaza, al senecto presbítero no se le ocurrió otra cosa que hacer ver a Nazarías lo duro que sería dejarse caer por el tajo a causa de unas simples fiebres amorosas.

Tras semejante vaticinio, como no podía ser menos, le crecieron un palmo las uñas y se le quebraron dos dientes del tembleteo que el terror suele producir, pero no se amilanó y plantándose frente al cura dijo: “O Aurora o nada”.

Llevaba en sus ojos escrita la decisión del héroe, en su ánimo el terror de los toreros y en sus bolsillos algunas piedras que habrían de facilitar su más pronta caida.

Pasó por delante de la blanca botica, miró hacia el cierre de cristal y forja, pero Aurora, habituada ya semejante espectáculo, pues era el quinto en una mes, había optado por no correr los visillos.

Intentó el anciano párroco, todo hay que decirlo, retenerlo segundos antes, pero nada pudo hacer para evitar el salto y cuando ya esperaba el ruido sordo que suelen hacer los huesos de monago al chocar contra la roca, se escuchó en la sima el sedoso aleteo de un murciélago más negro que capa de deán. Vive desde entonces en la insondable hendidura del balcón atento a la caida de cualquier corazón enamorado, para evitar con el algodón de sus alas que las rocas destrocen los sueños que les hacía palpitar.

4.- EL VAPORCITO DEL PUERTO

... Al Adriano III no le dejaba el levante avanzar hacia las sombras calladas del Guadalete y el Patrón andaba rezando a la Virgen del Carmen para que no se le aguara la fiesta.

Ya veía a lo lejos los guiños del faro, pero cuanto más quería acercarse, como si de un disparo se tratara, más parecía retroceder hacia la bahía que segundos antes dejara atrás.

Y es que la milenaria ciudad andaba celosa pues cada noche fiel a su cita volvía el vaporcito a la ensenada del Puerto y así no había manera de vivir un romance.

Por eso aquella tarde se había empleado a fondo y llamando en su ayuda al viento enloquecedor de las azoteas quiso amarrar sus cadenas de aire en la popa del barco para así impedir su marcha. Ah, pero no contaba la vieja dama con la coquetería de las sirenas, ni con la juguetona fortaleza de los delfines, el caso es que cuando ya parecía que al vapor comenzaban a fallarle las fuerzas definitivamente, “cinco delfines remeros” comenzaron a hacer de las suyas ante la sorpresa y la admiración de Ondina, Delfina, Espuma, Estrella y Lunar, las cinco rubias sirenas que cada tarde acompañaban su rastro de espuma.

Tiraban ellos de tal forma y ellas jaleaban de tal manera que a saltos parecía avanzar el vaporetto y al patrón no le quedó más remedio que levantar sus ojos a las nubes para reconciliarse con los cielos y para hacer la firme promesa de creer en los cuentos.

Apenas unas millas faltaban para llegar a las aguas del rio del olvido cuando de entre las aguas se alzó una gigantesca figura, que, armada con una especie de tridente de sierpes marinas, jaleaba a delfines y a sirenas, al tiempo que les cantaba coplas que sólo ellos podían entender.

Hizo con su melena blanca una cadena de seda y atando sus cabellos en las anclas que adornaban la proa del Adriano, arrastró el barco hasta las arenas de Menesteo.

Nadie lo vio, al menos nadie hasta ahora lo ha contado, pero lo cierto es que aquella noche en la cálida sombra de una perdida arboleda delfines y sirenas cantaron al inesperado marinero las más dulces canciones de amor y de retorno.

A la mañana siguiente un reguero de coloreadas palomas picoteaban un rastro de salitre y lágrimas que alfombraba el camino de vuelta a la bahía.

5.- POR BULERIA

A guasa le sonaba el nombrecito con el que le había bautizado que el mayoral, “Maestoso”, justo como se llamara el legendario modelo de los puros andaluces, y el aunque no era la imagen viva de “rocinante”, tampoco se sentía un top-model del mundo equino, para portar tan ampuloso nombre. Ni tenía papillo y verruga como los cartujanos, ni nadie le había propuesto nunca para mostrar sus habilidades en la Escuela de Viena, algo con lo que soñaba desde hacía tanto tiempo, pero no era menos verdad que por sus venas no corría sangre de caballo de tiro, pues su abuelo bien había defendido los intereses de la Corona en Flandes, cuando ser caballo era algo más que adorno de noble y bailarín de encargo.

Sabía “Maestoso” a través de las viejas leyendas familiares de la heroicidad del abuelo, nadie sabe si sobre sus lomos montaba el caballero que puso la famosa pica, lo que sí se conoce es que derramó su sangre por el Emperador, sin recibir a cambio mas que el recuerdo de sus castas.

Se había criado el rocín en las callejuelas del barrio de Santiago repartiendo en invierno leña para los pobres infiernillos de los gitanos, y nieve en verano para refrescar el vino en las juergas de agosto, y como quien no quiere la cosa movía sus patas a compás de bulería ante el asombro de vecinos y foráneos.

Era por eso por lo que soñaba que, aun a pesar de su más que discutible pureza, alguien se acordara de él para enseñar a los príncipes extranjeros el arte de la ciudad, que no está la sabiduría en la cuna, ni se aprende la gracia en las escuelas...

Una tarde en la que atravesaba el Arenal camino de la Cartuja con el fin de buscar leña seca en los descuidados cauces del río, hete aquí que dio con cruzarse con una yeguada que hacía sus ejercicios en la vera.

Pidió con sus ojos al arriero que lo desjaezara del carro y así lo hizo el buen hombre que sabía de su antiguo deseo. Libre ya de correajes se acercó al grupo que le recibió con la vacua superioridad del señorito y colocó sus deformados trancos junto a la esbelta figura de una yegua torda que se movía entre la sorna y el estupor, pero no bien comenzaron los ejercicios alas parecieron crecerle a Maestoso en las pezuñas y volar parecía sobre la pradera.

El viejo maestro de doma pidió a los cartujanos que dejaran solo al “novicio” y ante la mirada asombrada de los potros y enamorada de las yeguas, ofreció “Maestoso” el más hermoso de los bailes buleros justo hasta que el sol bajó a beber en las turbias aguas del Guadalete.

6.- SANLUCAR
O LA BODA EN LA CATEDRAL

El portalón se había cerrado de un golpe seco tras las encorvadas espaldas de Sebastián. El ya achacoso guarda de la Arboledilla dirigió cansinamente sus pasos hacia la pequeña garita que le servía como refugio en las noches de lluvia y frío.

Llamaban a la bodega la Catedral del Vino y bien que llevaban razón los paisanos, a veces incluso parecía sonar entre las botas el aliento majestuoso del gregoriano, como si todo un coro de cartujos, ebrios de manzanilla, quisieran llenar de misterios las arcadas del casco mayor. Pero aquella noche se notaba en la bodega un movimiento especial, “Chispa”, la vieja perra ratonera, más que vigilar parecía ir avisando a quien la quisiera escuchar que todo estaba en calma y que podía empezar la fiesta, y es que aquella iba a ser una noche especial, no en vano, al menos en la invitación así lo decía, había sido la elegida por Tina y Tino, los ratoncillos del vino de la cuarta hilera, para prometerse su amor.

El coro de grillos se había colocado estratégicamente sobre las botas del oloroso y mucho me temo que más de un trago se habían echado ya al gollete, dado su curioso sentido de la afinación; las cigarras le hacían el contrapunto justo a los pies de una garrafita de moscatel que algún chipionero despistado había olvidado en la bodega y por sus extrañas contorsiones tampoco debían irles a la zaga; las arañas habían tejido para la ocasión una hermosísima alfombra de cristal y seda; lentamente, como es natural, se iban aproximando los camaleones, que ejercían con su lengua pegajosa el viejo oficio de guardaespaldas, pues no hay nada peor para el buen orden de una boda que las bandadas de mosquitos no invitados; “Lorenzo”, el orondo siamés, también había recibido su invitación, pues bien es sabido que sólo ante los humanos, y por aquello de conservar el puesto, existe algún tipo de enfrentamiento entre roedores y felinos, en fin que allí estaba tumbado sobre un cálido esterón de esparto; las hambrientas gallinas de Sebastián andaban también por allí intentando picar algo; pero como es lógico el grueso de los invitados lo conformaba una larga hilera de ratoncillos que saludaban sonrientes a la concurrencia.

Cuando Tina hizo su entrada en tan singular capilla, no pudo reprimir sus lágrimas, se acercó a Tino que le esperaba junto a la cueva del mosto y le abrazó frente a los ojos acuosos de “Chispa” que aquella noche dirigía el ceremonial.

Apenas si sonó el “sí quiero” el coro de grillos inició las primeras notas de la Marcha Nupcial mientras que las cigarras desde la esquina opuesta parecían hacer la segunda voz.

A la mañana siguiente, cuando el viejo guarda hacía su ronda habitual encontró junto a la escalerilla de la quinta hilera un minúsculo ramo de jazmines. Sebastián sonrió.

7.- LA GAVIOTA DE TARIFA

Bueno, aquí sí que han inventado mis predecesores todo lo que han querido y más, cuando bien sé yo lo que sucedió, no porque estuviera allí, que por supuesto podría haber estado, sino porque quiso el azar que un buen amigo mío, a la sazón tataranieto de aquel Guzmán, me lo contara con pelos y señales. Y yo le creo, no sólo por la nobleza de su estirpe, sino porque después de tantos años no vendría al caso mentira alguna sobre el tema.

El caso es que los moros no salían de su asombro ante la cabezonería de aquel señor de horca y cuchillo y por más que elevaban preces a todos los Alás que por allí pasaban ninguno de ellos terminaba por echarles una manita y es que no debe uno propasarse pidiendo cosas sobre hechos históricos cuyo desenlace era bien conocido incluso antes de empezar, que bien lo repetían machaconamente los libros de Historia.

Si ya repetidamente había prometido por el propio Santiago Matamoros que no entregaría la plaza, era poco respeto la insistencia bereber, pero ya eso de que raptaran a su hijo, que también es mala cabeza con lo que estaba cayendo salir de la fortaleza a dar un paseito, para pedirle a cambio la rendición de la plaza, se pasaba de castaño a oscuro.

Así que cuando Guzmán el Bueno, que no el Tonto oiga, escuchó semejante propuesta a punto estuvo de ofrecer un caballeresco corte de mangas al tal Alí al–Mamún que le había hecho tan desafortunada propuesta; se contuvo pues no quería pasar a la Historia por semejante ordinariez y antes de que el árabe terminara de colocarse el turbante, que se le echaba continuamente hacia atrás de tanto mirar hacia la torre, vio cómo volando por el aire se acercaba el cuchillo de plata del Guzmán camino directo hacia su corazón, que lo de la famosa frase, todos sabemos de buena tinta, lo inventó sobre la marcha tras fallar el golpe. En fin que hasta aquí la historia, sin embargo no es esta la verdad.

¿Y cual es la verdad, listo?, me preguntará usted. -¿Y cual es la verdad, listo?

Pues lo cierto es que aquella daga nunca llegó al corazón al que iba dirigida porque en su caida una hermosísima lengua de viento la transformó en gaviota y claro es que entre el negro corazón de Al-Mamum y el limpio azul del mar optó por el segundo destino.

Así es como sucedió y si algo de lo dicho fuera falso que el propio Alá me arranque la lengua en pedacitos, dicho sea con todos los respetos y los dedos cruzados en la espalda.

8.- SUEÑOS DE ALMADRABA

La sombra negra del Cabo Trafalgar se erguía enhiesta sobre el Atlántico... (no me digan que este comienzo no augura un cuento cargado de misterio)... y cada vez se recortaba más lejos en el horizonte la línea blanca de Los Bateles.

Manolito “El Colorao” había ocupado en la misma frente de la proa su puesto habitual para la travesía, no en vano ejercía desde años atrás como cronista de a bordo y como poeta oficial de la marinería.

El banco no tardó en aparecer, demasiado pronto para su gusto, pues ni siquiera se habían separado unas millas de la costa y por tanto tampoco le había dado tiempo de enhebrar los sueños de piratería que le persiguieran desde la niñez.

Aquella tarde andaban bravías las aguas del Estrecho y podían verse las blancas espumas rompiendo en los farallones de los Caños, desplegándose como cola de seda en las calladas dunas de Bolonia y alzándose hacia el cielo entre los levantes de Tarifa, allí en el cascarón que le transportaba, como una isla mínima frente a todas las costas, comenzó a sentir el olor de la sangre. Los juanelos una vez creado su líquido coso marinero rodeaban a la manada que intentaba escapar de sus redes lanzando alaridos a Neptuno sin conseguir a cambio mas que certeros arponazos en su lomo de charol.

“El Colorao”, como tantas veces, ebrio de color en aquel estanque de sangre, iba arrojando sobre la cubierta de los barcos a los enloquecidos animales que parecían con sus gritos de horror pedir su compasión, pero no estaba permitida la pena, ni la misericordia, pues no entiende el hambre de perdones.

Sin embargo, quiso la mano del destino que entre aquellas redes se fijara el “Colorao” en un pequeño atún que le observaba lloroso desde sus dos ojos en los que a pesar del granate color del agua se veían con claridad las lágrimas y el miedo.

Pocos días tendrían que haber pasado desde su nacimiento pues aún los negros martillos del lomo no alcanzaban casi a asomarse crecidos sobre la línea negra de su piel y el “Colorao” por primera vez en su vida sintió pena.

Esperó a que el patrón estuviera distraido en otras más importantes capturas y cuando eso sucedió abrió la red y gritó al pez:”márchate, escapa”.

El pequeño atún, sin siquiera dar las gracias, dio un respingo justo enfrente de sus narices y se perdió haciendo cabriolas camino de la libertad.

9.- EL TEMBLOR DE BAELO

En el foro no se hablaba de otra cosa y es que desde la anunciada visita de Claudio en el 52 nunca se habían preparado en Baelo semejantes fiestas: No todos los días se celebra el cuarto centenario de la fundación de una ciudad.

El Templo del Capitolio aparecía engalanado con nardos traidos de Híspalis, el de Isis con jazmines de Gades, la Curia parecía cubierta de sangre, oculta como estaba con las sedas enviadas directamente desde Roma, en el teatro colgaban caretas plateadas que trajeran los barcos de Britannia, las Termas adornaban sus aguas con anémonas de la oscura Germania, la muralla, las calles y el acueducto con velones de Orán, que desde la lejanía daban un aire fantasmagórico a la ciudad.

En el mercado se preparaban desde hacía tiempo los mejores salazones, que eran muchas las autoridades que habrían de llegar a la ciudad, y en las lejanas piscinas los pequeños toninos crecían sin saber que unos meses después serían el mejor plato para los generales expresamente llegados de la metrópoli.

En la parte alta de la ciudad, los artesanos se afanaban en teñir las telas que para la ocasión habían regalado las provincias africanas, los sastres no cejaban en su empeño de renovar el vestuario de todos aquellos que pudieran pagarlo, los maestros dulceros ideaban fórmulas que aprendieran en los confines más remotos del Imperio, y sobretodos ellos los expertos en garum intercambiaban sus secretas fórmulas para que ninguno de los patricios que asistieran a la cena encontraran repetido el sabor de sus salsas.

Aquella noche de julio del año 180 bailaban las Puellae Gaditanae sobre los relucientes mármoles de la escena.

De pronto, justo en el instante en el que las bailarinas unían sus crótalos para dar por finalizada la actuación se escuchó un tremendo estruendo en las negras fauces del mar, pareciera que las teas, que por miles luchaban contra las sombras, hubieran despertado al monstruo que todos los océanos guardan en sus entrañas y un terror frío recorrió las venas de los asistentes.

El palco desde donde los generales admiraban el espectáculo cayó al suelo como si de una construcción de arena se tratara, el capitolio, el templo de Isis, la basílica, las termas, hasta las fortificaciones, se desplomaron en segundos sobre la tierra.

Los atunes lanzaban gritos enloquecidos en las cerradas almadrabas queriendo escapar de la muerte.

A la mañana siguiente los ojos ateridos de los soldados intentaban desatar las almas de sus caballos atrapadas entre las ruinas de las murallas.

10.- TELON DE CARNAVAL

En el Barrio la Viña olía a erizos, salazón, piriñaca y manzanilla, pero a la gente no se le pasaba por la cabeza la grosería de irse a dormir.

Ni al fenicio que andaba por allí en taparrabos devorando una fiambrera de pimientos “asaos” mientras cantaba coplas que ya nadie recordaba y andaba tropezando con todas las aceras, porque, según decía, le había caido mal el vinagre de jerez.

Tampoco el cartaginés que con su sólo correaje y su sucias mallas producía más hedor que las ventrescas de los atunes tiradas al sol en la hora de la siesta y es que en Cartago no les habían enseñado a contener el vómito de tinto peleón en los límites del esófago africano.

Ni siquiera el patricio romano que cantaba tangos interminables en su biga de cartón piedra dorada con zumo de margaritas parecía dispuesto a despojarse de su incómoda túnica de seda bermellona para convertirse en expectante dormidor del alba.

Bueno el moro es que no era capaz de mantener enhiesta su chilaba que no iba la ley seca de Mahoma con sus ansias de noche y que no estaba Cádiz orientada hacia La Meca y por tanto nadie podía ver sus resbalones por los alrededores de La Caleta, ni tampoco sus pecados en el Pópulo, donde se unían a la fiesta piratas, falsos cojos, monjas vestidas de rameras y rameras de sores.

Sólo un normando, que sin saber de fechas ni intereses, había comenzado la fiesta tres días antes, intentaba, desorientado, buscar el camino hacia la barcaza que le había traido, sin encontrar más senda que la mar en cada una de las esquinas, ni mas compañía que la de un grupo de esclavos nubios que maldecían su mala suerte y su descalabro.

Por la Puerta de la Rosa, por la del Mar y por la de Tierra vociferaban inútiles goliardos, clamando contra la depravación en el nombre de Alfonso X, pero ni los gatos abandonaban su espina, que mucho trabajo y dedicación les había costado encontrar el rincón adecuado.

En el Fuerte de Santa Catalina, sin que nadie se hubiera percatado de su presencia, habían colocado los franceses su bandera, y las gaditanas los miraban esperando el momento de saltar sobre sus pelucas y arrastrarlos al fondo de los mares.

A la mañana siguiente el Quiñónes, que llevaba como sólo él sabía hacerlo una mojarra en la cabeza, esperaba sentado en la Plaza de las Flores la “tostá” de la resaca, mientras la historia dormía a pierna suelta en las arenas de la Bahía.

Texto agregado el 28-01-2005, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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