JOTA SIROCO
CUENTOS DE SANLUCAR
A Liliana que aún cree en los sueños
EL CAMINANTE (Prólogo)
Erase una vez un hombre que llevaba en su frente las huellas de todas las batallas y por eso ansiaba la paz, tenía en sus ojos el resplandor triste de la soledad y por eso buscaba hombros en los que apoyar su cabeza cansada, guardaba en sus manos las líneas de todos los destinos y quizá por eso desconocía su propio futuro.
Cubrían sus hombros las alas de todas las aves, brillaban en su costado las escamas de todos los océanos y sacudían sus pies el barro de todos los caminos.
Guardaba sus espaldas con ajadas sedas de la India, su pecho con pieles de Irán, sus piernas errantes con paños de Granada y nada había en él que invitara a la palabra, ni siquiera la sonrisa que dejaba extraviarse entre las mesas de todas las tabernas, porque aunque nadie conocía los caminos que había recorrido, ni por qué perdidos senderos conduciría sus pasos, todos sabían sin embargo que aquel hombre no era un enigma más de la ciudad.
Nunca nadie le acompañaba porque la gente lleva escrito en la sangre el sitio donde quiere morir y por eso no se atreve a soñar lejos de su tierra, pero aquel hombre guardaba todas las patrias en su corazón, todas las banderas en sus manos, todas las tumbas en su rostro, aunque a ninguna cosa amaba tanto como a sus recuerdos.
Narraba, a cuantos quisieran detener sus pasos para escucharle, imposibles leyendas nacidas en los cuatro rincones del mundo, de las cuales la mitad no eran verdad y la otra mitad eran sólo fruto de su fantasía.
En su voz cascada los príncipes se convertían en mendigos, los tullidos en atletas, en doncellas los muchachos, en rosas las heridas, en sangre el vino y en carne el pan; la noche en alba, en amor la soledad, en gritos el silencio y en máscara la luna. Sólo una reolina multicolor señalaba la vida o la muerte.
Cuentos que jamás de los jamases historiador alguno había reseñado, pero que todos los niños habían soñado alguna vez.
En sus huesos de papel se escribieron las imaginarias verdades de esta ciudad recóndita que le acogió amable en su desaliento.
A la luz de un agónico rescoldo yo fui transcribiendo sus palabras, consciente de que algún día, muchos siglos después de esos momentos, otro anónimo caminante vendría a explicar cómo aquella misteriosa aparición nos había devuelto al mundo de la niñez y de la inocencia.
1.- EL RATON DEL PALACIO
Debió ser allá por el año 1639, a cierta edad comienza a gastar bromas la memoria, cuando D. Gaspar, el IX Duque de Medinasidonia, dio por concluidas las obras del Palacio.
Colocó, en el que con el tiempo se vendría en llamar “Salón de Embajadores”, adornados asientos de cuero repujado, lujosos muebles de caoba con delicadas incrustaciones de nácar, originales jarrones chinos, ricas alfombras de Persia, irrepetibles tapices de Toledo... pues no en vano era allí donde, entre sonadas fiestas, suculentos banquetes y desbordantes saraos, se llevaban a cabo los más importantes negocios de la época.
Más de una noche habíanse reunido en aquellos suntuosos aposentos: melosos asentadores de especias de Damasco, majestuosos mercaderes de sedas venecianas, hieráticos orientales traficantes de oro y plata, embajadores de los distintos reinos europeos... que buscaban en el lujo de la casa ducal consuelo para sus haciendas.
Aquella tarde, cuando ya parecía imposible alcanzar un buen acuerdo, observó D. Gaspar cómo, bajo el asiento del embajador de la lejana Arabia, un pequeño ratoncillo de los que llaman “coloraos” seguía atentamente la discusión y cómo, con su rabillo tieso, parecía querer indicar que el árabe sentado sobre su escondrijo era la persona más adecuada para cerrar el trato que se debatía.
Aún no están claras las razones, pero lo cierto es que hizo caso D. Gaspar a su inesperado socio roedor y no anduvo desacertado. Fue tal la bondad de los productos comprados en aquella ocasión que a partir de ese día no hubo príncipe europeo que dudara en adquirir las mercaderías del Duque.
Nunca erraba el ratoncillo en su elección y siempre acertaba a situarse bajo el comerciante que presentaba la mejor oferta, de tal forma que la prosperidad alcanzó al Ducado y con él a todo el Señorío y a sus gentes.
Pero como suele suceder pudo más la envidia que la lealtad y así, movidos por la codicia, los reyes castellanos hicieron llevar preso a la ciudad de Toledo al bueno de D. Gaspar, para que allí en la soledad de una fría y oscura mazmorra descubriera los secretos que guiaban su continuado acierto en los negocios.
Sólo le era permitido salir de su terrible encierro cuando mercaderes de las indias llegaban a la ciudad imperial, con el fin de que, gracias a su probada perspicacia, llenara de oro las arcas castellanas, pero, o bien D. Gaspar había decidido no seguir el juego a sus captores o bien su prolongado encierro había apagado sus afamadas luces para el trueque, lo cierto fue que cualquier negocio en el que participaba terminaba convirtiéndose en el más estrepitoso de los fracasos.
Habían pasado ya dos años, cuando, viendo los reyes castellanos la inutilidad de aquel prolongado encierro, devolvieron a D. Gaspar a su palacio sanluqueño, enviando con él toda suerte de espías, con el fin de que vigilaran sus andanzas día y noche e intentaran descubrir los trucos que sin duda habría de utilizar para recuperar su arruinada hacienda.
Los abandonados jardines de su alcázar sanluqueño se habían convertido mientras tanto en un agreste campo de jaramagos y los otrora luminosos y brillantes salones del palacio languidecían cubiertos de polvo y de humedad.
Cual si de un milagro se tratase, nadie puede asegurar que su vecina la Virgen de la O no le echara una mano, pocos meses después, el Ducado de Medinasidonia recuperaba su pasado esplendor. Don Gaspar veía cómo de nuevo llamaban a las puertas de su palacio los más ricos comerciantes del mundo y cómo bajo sus asientos el ratoncillo “colorao” volvía a indicar al Duque con la flecha de su rabito, cual de aquellos comerciantes portaba el mejor cargamento.
Una vieja sirvienta, que venía observando las ratoniles correrías, intentaba en vano acabar con él persiguiéndolo con una escoba.
Al darse cuenta, el Duque habló así a la criada: “Debes saber que en algo tan diminuto como este ratón, se asienta el esplendor de esta casa. Aunque pocos llegan a descubrirlo, las grandes empresas siempre se apoyan en pequeños detalles, por eso desde hoy quiero nombrarlo Asesor Ducal con los beneficios, prebendas y dignidades que tal cargo conlleva, entre las que no se cuentan el ser perseguido con una escoba.”
Nadie supo nunca, ni siquiera los espías del Rey, que aquel ratoncillo había llegado a los muelles de Bonanza en las bodegas de un viejo carguero que, tras recorrer los puertos de todos los continentes, había terminado recalando en el Señorío de Sanlúcar trayendo las especias más aromáticas, las más ricas sedas, las maderas más nobles y que su olfato, acostumbrado a estos aromas durante tan largas travesías, sabía distinguir, por el olor que desprendían las ropas de los comerciantes, la calidad de sus mercaderías.
2.-EL SALON ROJO
Un buen día los Duques de Montpensier, huyendo quizá de las calores sevillanas, decidieron abandonar su Palacio de San Telmo y trasladar su corte a Sanlúcar.
Eran dados los Duques a organizar ricos bailes de máscaras en los que el noble convertíase en villano, el rico en pobre, en mujer el hombre, en fraile la doncella y en princesa la criada, de tal manera que nadie podía saber quien era aquella persona con la que compartía sus secretos.
Andaba el Duque achacoso de un tiempo a esta parte, ya que no en vano un mal reuma le tenía mordida su pierna izquierda desde que llegara a los humedales de Sanlúcar y eso que buen cuidado ponían sus lacayos en mantener encendidas las chimeneas del Palacio durante los dañinos relentes del atardecer y hasta bien entrada la primavera.
Pero si el dolor apenas le permitía moverse no bien se iban a dormir en la bocana negra del Guadalquivir los maravillosos crepúsculos, muy distinta era la agilidad de su corazón, que parecía trotar apenas un aroma, la dulzura de una voz o el misterio de una mirada se cruzaban en su camino.
Más de una vez, en aquellas bulliciosas fiestas de las que hablamos, la clandestinidad de los disfraces había permitido efímeros pero intensos amoríos, que todos conocían, pero que nadie se hubiera atrevido a denunciar, quizá por tratarse de quien se trataba, quizá porque la mayoría de los asistentes terminaba por caer también bajo las mismas flechas de Cupido.
Bien pudiera decirse que la adolescencia volvía a renacer en la frescura de aquellos arcos de mármol rosado, en los secretos rincones de los corredores y entre la seda roja de los salones.
No podría indicar con exactitud en que año sucedieron los hechos que voy a contar, pero sí puedo asegurar que tendrían lugar a mediados de marzo, porque ya de los jardines que rodeaban el palacio subía el olor a azahar, a jazmín, a madreselva, a dama de noche, porque miles de pajarillos multicolores coronaban las eternas araucarias y porque la seria familia de los dragos comenzaba a albergar en sus ardientes fauces insomnes salamanquesas.
Sí podría también certificar que aunque el Duque pasaba ya de los sesenta, aún seguía esperando con ilusión de adolescente las delicias del amor.
Había brotado la voz de una ágil silueta cubierta con una hermosísima túnica de seda negra, que en sus rijosos pensamientos él imaginó hábito de inocente clarisa; le había sonado tan suave como el terciopelo; además el perfume que su cuerpo exhalaba podría considerarse como la quintaesencia de todos sus jardines.
El Duque observó cuidadosamente cada uno de sus movimientos, la finura de sus manos, la endiablada profundidad de sus huidizos ojos, el perverso movimiento de sus caderas, el ritmo cada vez más ardiente de sus bailes... y olvidando el disfraz intentó descubrir cuanto antes a la mujer que lo portaba.
Acercándose a la altura de la enigmática y atractiva “religiosa” díjole con cierta sorna:
-Madre, necesitaría de su consuelo espiritual...
-No es este el lugar más adecuado, le contestó una voz dulce y misteriosa, pero si así lo deseas podremos vernos más tarde, cuando todos los invitados se hayan ido.
-Podría ser arriesgado, los criados.... la duquesa.... ¿No me querrías acompañar ahora al Salón Rojo? Allí … a solas…
-Si así lo prefieres, dentro de un cuarto de hora allí estaré.
-¿No te arrepentirás?
-Nunca falto a ninguna de mis citas. Sin embargo tu sí estás aún a tiempo de arrepentirte, quizá cuando nos veamos de nuevo ya sea demasiado tarde.
Aficionado como era al mundo de los arcanos, el Duque se quedó pensativo ante estas últimas palabras, pero como siempre pudo mas el deseo que la duda.
Esperó con impaciencia el paso del tiempo pactado y cuando en el reloj sonaban las doce, con todo el sigilo imaginable, se encaminó hacia el Salón Rojo.
Ella, como había prometido, le esperaba:
-Ahora, querida, debes cumplir tu promesa ¿Quién eres?. ¡Déjame descubrir tu rostro!
-Espera por favor y antes abrázame fuerte, amor mio, pronto sabrás quien soy, porque hoy vine sólo por ti.
-¡Te pido por lo que más quieras que no me prives más de tu belleza!
Apenas si la desconocida alzó la sedosa toca que cubría su rostro apareció bajo ella la sórdida calavera de la muerte.
Al punto, como si de una señal convenida se tratase, cesó la música, se apagaron las lámparas, cayeron al suelo las máscaras y una procesión de esqueletos llevó al Duque, Cuesta Belén abajo, hasta la misma cripta de La Merced.
3.- EL ANILLO Y SU SECRETO
En la fría vega burgalesa de Covarrubias un hombre, aún joven pero ya carcomido por las madrugadas, miraba con desesperación las sedientas cepas, los polvorientos racimos, que últimamente venían dando un vino especialmente áspero para su gusto y lo que es peor para el paladar de sus escasos compradores.
Lo cierto es que en la última cosecha, el bueno de Benigno, que así se llamaba el viticultor y que por su carácter solía hacer honor a su nombre, había perdido gran parte de su hacienda.
Clamaba a los cielos con la esperanza de que un buen año de lluvias pudiera serenar aquel mosto que más pareciera sangre del diablo.
Su hija a la que llamaba cariñosamente “manzanilla” por el rosado y brillante color de su piel, miraba inocente, desde la breve altura de sus siete años, la preocupación de su padre.
Su mujer, aunque intentaba consolarle con su eterno “Dios proveerá”, también se veía venir la ruina de la casa si el mosto de la nueva cosecha volvía a presentar la misma dureza que el de las anteriores y en el silencio de la noche pedía a Dios un milagro.
Habían intentado retrasar la recolección con el fin de esperar las lluvias del otoño, pero la necesidad acuciaba y en septiembre, como todos los años, comenzó la vendimia.
Días después, cuando Benigno en compañía de su hija pisaba la uva, notó de pronto la niña que algo se le clavaba en la planta del pie. Al principio pensó que era la seca raiz de una vieja cepa, pero, cuando bajó su mano, en el fondo del lagar encontró un anillo.
No era Benigno demasiado entendido en joyas, pero aquella pieza brillaba ante sus ojos como el oro. Así que la guardó en sus bolsillos para examinarla con detenimiento una vez acabada la jornada. El anillo efectivamente era de oro macizo y engarzada en su parte más alta resplandecía una gran esmeralda. “Esta es sin duda la señal que estábamos esperando”, pensó.
Pero aún mayor fue su sorpresa al comprobar que la piedra preciosa cedía a la presión de sus dedos y que debajo de ella aparecía un pequeño hueco donde se ocultaba doblada una nota. La abrió temblando y en ella de forma rudimentaria aparecía dibujada la desembocadura de un rio y una leyenda: “Luciferi”.
Jamás había salido Benigno de aquellas tierras, pero le daba el corazón que en ese lugar, aún desconocido, se encontraba su felicidad y la de los suyos.
Durante meses buscó en los mapas que fue encontrando por acá y por allá sin hallar respuesta alguna al enigma. Pensó en el Rio de la Plata donde tantos paisanos suyos habían hallado la paz y la fortuna, pero tan aventurado le pareció el viaje y tan lejanas las tierras que ni siquiera tuvo el valor para comentárselo a su esposa.
Sin embargo días después, cuando vendimiaba con un andaluz a quien sus pasos habían llevado por aquellas tierras, se quedó escuchando atentamente la copla que salía de sus labios: En el sur el vino es río de oro del campo andaluz.
Sorprendido le preguntó:
- ¿De qué rio habla esa copla?¿Sabrías decirme dónde se encuentra?
- Aunque está muy lejos de nosotros, siempre está muy cerca de mi.
- ¡Dime dónde por lo que más quieras!
-Junto a las puertas de mi pueblo, en la barra de mi querida Sanlúcar.
Benigno no lo dudó un instante, vendió sus tierras, guardó como amuleto el rico anillo y partió hacia la misteriosa Luciferi, llevándose algunas cepas como recuerdo y con ellas la ilusión de convertir en oro líquido su simiente.
Cuando Benigno probó el primer mosto de las viñas sanluqueñas, dijo: “Hija mía, Dios grabó un rasguño de oro en tu pie para indicarnos el camino hacia la felicidad, por eso a este vino le llamaremos como a ti: “manzanilla” y haremos de él el mejor vino del mundo”.
…Y así fue. Aun hoy dan fe de ello los poetas en todas las tabernas...
4.- EL CORAZON DE LAS DESCALZAS
Sólo contaba trece años cuando una toca blanca cubrió su rostro y sus pensamientos. Se llamaba Ana, aunque en el convento de las Descalzas todos la conocían como Sor Teresita.
Dos primaveras habían pasado desde su entrada en religión cuando, en el silencio de su celda, comenzó a escuchar voces, música y ruidos que provenían de la calle y a los que nunca hasta entonces había prestado atención.
Pero aquella noche, quizá porque acababa de cumplir los quince años y porque notaba como su sangre saltaba a borbotones en sus venas, pudo más la curiosidad que la obediencia. Acercó un pequeño taburete al ventanuco de la celda e irguió cuanto pudo su cuerpo hasta alcanzar la tenue línea de luz que llegaba desde el exterior.
Acostumbrada como estaba a la serenidad del convento observó con cierto temor el bullicio que la rodeaba. Miraba a los niños que parecían buscar su rostro oculto en la oscuridad del interior, miraba con cierta envidia a las jóvenes madres que los atendían sintiendo por primera vez la soledad de su cuerpo joven, miraba ¿por qué no? a los muchachos que, sentados alrededor de pequeños veladores, hablaban, cantaban y reían sin tener que cubrir sus labios como era norma entre las Descalzas.
De pronto sintió que alguien desde la taberna había descubierto su escondrijo. Ella se quedó prendida de unos ojos que la observaban, que se habían quedado suspensos ante su aparición. Por un momento se sintió desnuda. Bajó como pudo del pequeño asiento en el que se había subido y azorada se sentó sobre el catre que le servía para el descanso.
Apenas si habían pasado cinco minutos, que a ella se le hicieron siglos, volvió a acercar su cara a la pared sin atreverse a asomarse de nuevo, quizá sólo por sentir la vida que corría a su alrededor y que a ella desde niña le había estado vedada.
Pero esa noche... cuando Sor Teresita creía dormir, escuchó en el muro tres leves golpes y el corazón le dio un vuelco, sabía que era él.
Tras dudarlo un instante decidió responder a la llamada con otros tres golpes más leves todavía, pero hizo el pudor que no se atreviera a asomar su cabeza.
Cinco días después, los golpes se repitieron. Esta vez Ana sí se hizo ver. Los ojos prohibidos la miraban...
-Te esperaba desde el otro día.
-¿Por qué has venido? Sabes que no puedo hablar contigo.
-Será un momento, sólo un momento, después si quieres me iré para siempre. Quería decirte que nunca había visto unos ojos tan dulces como los tuyos, tan limpios, tan hermosos. Debes saber que ya nunca podré olvidarlos.
Quizá fuera la cotilla de la Madre Portera, no lo sé, pero alguien tuvo que enterarse de esta conversación, porque al día siguiente unas rejas de afilados pinchos fueron colocadas en el pequeño ventanuco, con la firme intención de evitar una nueva visita del enamorado.
Pero de madrugada volvió a escucharse la señal. Ana esta vez no lo dudó. Colocó el taburete junto al muro y fue ella la que dijo:
-Te esperaba.
-Ya lo saben ¿verdad?, dijo él señalando los barrotes.
-Si. Tenemos muy poco tiempo, si nos descubren podrían mandarme a otro convento y ahora, dijo recalcando esta palabra, ahora no querría irme de aquí.
-Yo tampoco quiero que te vayas. Tras unos segundos de silencio, ella continuó:
-¿Cómo es el mar, dime?
-El mar tiene el color de tus ojos.
-¿Cómo es la arena, dime?
-La arena es tersa y suave como la piel de mis manos.
-¿Cómo es un beso, dime?
-Un beso tiene la frescura de la fruta y la dulzura de la miel.
-¿Y el vino?
-Es ardiente y cálido como tu mirada.
-¿Cómo son, dime, las canciones de mi pueblo?.
El comenzó a cantarle al oído la más hermosa copla de amor.
Apenas si Ana acababa de cerrar sus ojos para escucharle, se oyó un gran estrépito en la calle, después gritos, carreras y por fin un espeso silencio. Se asustó.
A la mañana siguiente un corazón atravesado en la reja de la celda seguía latiendo al ritmo acompasado de un mirabrás.
5.- LA PALOMA Y LA HIGUERA
Nunca se llegó a saber qué aventurero bretón fuera su padre, pero a Antoñito Lapieza se le conocía en el pago como “El Panocha” por el color rojizo de su pelo.
Tampoco que se sepa había marchado voluntario a combatir al infiel, ni siquiera había conseguido en ninguna famosa batalla la gloriosa manquedad cervantina.
Lo que sí se puede afirmar es que Antoñito Lapieza, alias “El Panocha”, fue raptado en los pinares de la Algaida por orden del Rey Nuestro Señor y enviado a galeras acusado de andar en amores con la mora Fatima allá por las revueltas del Callejón del Truco y sobretodo por robar pescado en la lota como ofrenda a su bella enamorada.
Como algo sabía del arte culinario, que buenos guisos preparara las pocas veces que se embarcara como marmitón en los frios muelles de Bonanza, fueron su primer destino los fogones de “La Imperial”, una vieja fragata que acompañaba, como si de su sombra se tratara, al buque insignia de la escuadra española camino de Lepanto.
En las noches de luna, cuando sus ocupaciones se lo permitían, se sentaba a solas en la popa del barco para recordar en silencio sus noches de amor y para pedir a los cielos su pronta vuelta a Sanlúcar.
Si en alguna ocasión llegaba a imaginar con nitidez los ojos de Fatima, se llenaban los suyos de lágrimas y sólo una soleá le permitía recuperar el resuello y la dignidad.
Quisieron los conjuros que, apenas si las escuadras habían entrado en combate, fuera su flamante fragata a buscar caracolas al fondo de los mares y afortunadamente quisieron también que él se enrolara como único e improvisado grumete en un viejo perol, en cuya negra panza consiguió bogar hasta los arrecifes de Orán.
Una vez desembarazado de tan extraño navío, se vio rodeado de tal algarabía que más que en tierra de salvación pensó haber desembarcado en las mismas puertas del infierno. En reata, con otro grupo de españoles famélicos, que habían conseguido también salvar el pellejo, fue llevado a una sórdida prisión, donde sólo le hacían compañía: el eterno recuerdo de su amada, una paloma gris que le ofreció su amistad a cambio de las escasas migas con las que cada día le regalaba y las ratas que habían conseguido escapar a los palos de la chiquillería.
Cinco largos años duraba ya su cautiverio cuando una mañana en la que la luz de la primavera llenaba los cielos de Argelia recibió la visita inesperada de una mujer, bella y azul como el Mediterráneo, en la que descubrió los rasgos de su adorada Fatima, al extender sus manos para tocarla, lo que parecía real se había convertido en una sombra.
El “Panocha” supo que Fatima había muerto y que esa sombra era la última visita de su espíritu. Alzó los ojos hacia la reja de su celda y pidió hasta al mismísimo Alá que le permitiera volver a su tierra para enfrentarse a solas con su pena y para dejar que sus huesos descansaran con los de su amada.
Y así sucedió. Unos días después, el feroz guardián que frente a su reja ejercía de indómito cancerbero, gritó su nombre y mientras él salía de aquel lóbrego calabozo, un padre mercedario, que horas antes había llegado desde el convento de Sanlúcar, le sustituía en su rincón y en su desconsuelo.
Tres meses duró la travesía y, cuando por fin volvió a atracar en los muelles de Bonanza, vio entre las lágrimas del alba que la fiel paloma de su celda le había acompañado en su regreso.
Dirigió sus pasos hacia el Convento de la Merced por agradecer a la Virgen y a los monjes su liberación y después salió a buscar como mejor pudo el rastro de Fatima.
Supo que había sido enterrada bajo una higuera por el pago de Monteolivete. Allí una vez hallado el santo suelo, subióse en la rama más alta y tronchó su cuello con la soga más recia que pudo encontrar. Dicen que durante dos dias y dos noches su cadáver, movido por el levante, dobló a muerto sobre el cuerpo callado de la mora.
La fiel paloma veló durante ese tiempo el fúnebre vaivén de su despedida y, tras la muerte de Antonio, guardó en el secreto de su pico algunas semillas de la horca para plantarlas ya de madrugada en el tejado de la Merced.
Muchos años más tarde creció allí una higuera silvestre en la que vivieron, unidas para siempre, las almas de los dos enamorados.
6.- LA SOMBRA DE LA TRASCUESTA
Corría el año del Señor de 1593 y era ella esbelta y rubia como una espiga. Quizá por haber nacido una mañana de primavera en el mismo seno azul del río, entre las playas de la “otra banda” y Bajo Guía, sus padres habían decidido ponerle por nombre Marisol.
En su pequeño ranchito de arena y caña había crecido la niña cuidada como una rosa y libre como los flamencos que primavera tras primavera visitaban la marisma.
Durante los diez primeros años de su vida no había conocido la pena, ni había sentido curiosidad por el llanto.
Pero, aquella noche en la que quiso la naturaleza que dejara grabado un clavel en la nieve de sus sábanas, pasó lo que nunca debiera haber ocurrido. Había salido su padre a pescar con su viejo y pequeño cascarón hasta la que llaman Punta del Malandar, cuando le sorprendió la bicha del destino en forma de tormenta dejando su cuerpo para pasto de camarones.
Aún hoy en las puestas de sol la magia de su espíritu verde flota sobre las aguas en compañía de las almas de todos los ahogados y su voz aterida parece gritar a las mareas el nombre de su niña, pero desgraciadamente jamás nadie ha podido escucharle.
Su dulce madre, la que siempre había llenado su infancia de mimos y caricias, enloqueció de dolor y vagaba por los muelles de Bonanza procurando favores a marinos borrachines y a aventureros sin escrúpulos.
¡Cuantas noches se vió Marisol en la necesidad de recogerla en las oscuras tabernas del puerto, cuando ya nadie intentaba acercarse a su derrota! Ella, que había nacido para ser feliz, se encontró de pronto con una soledad de peso excesivo para sus leves fuerzas.
Pero a veces parece querer enderezar el diablo lo que Dios creara torcido y así quiso la mala suerte que una mañana el Duque, quizá fuera el VIII al que llamaban D. Manuel, nunca me ha preocupado certificar estos detalles, pasara de cacería por cerca de su abandonado cuartucho y, habiéndose fijado en la necesidad y sobretodo en la belleza de la joven, ordenó que entrara a su servicio en la mancebía de la calle Trascuesta.
Ibase su cuerpo desgarrando en cada uno de los no deseados encuentros con el anciano noble y a la par se evaporaban sus sueños de encontrar el amor, cuando un día apareció en el zaguán de la Trascuesta un joven al que conocían por el nombre de Jerónimo y que como tantos otros había venido desde las lejanas costas de Bretaña a buscar fortuna en el entonces próspero Señorío de Sanlúcar.
Sólo contaba ella dieciocho años y algunos más contaba el visitante. Verse y enamorarse fue todo uno, que bien es sabido cómo tiembla a estas edades la sangre y lo imposible de poner freno a la pasión.
Celoso el Duque, apenas si se enteró de los amores de su pupila, quiso impedir con dádivas y regalos la boda de los jóvenes, pero era tal la decisión de los mismos, que al final sólo pudo evitarla mandando al destierro a Jerónimo y ocultando a Marisol tras las paredes de su propio Palacio.
Parecían sus ojos el inagotable torrente de Las Piletas y era tal su pena que con el paso de los días sus palabras se convirtieron en un triste quejido.
De pronto en aquellos fastuosos salones recordó su pobre casita marinera y-¡Ay, Dios nunca debió permitirlo!-la pócima que con tagarninas y huevos de serpiente su padre le enseñara a preparar para eliminar las alimañas.
Buscó en el jardín del Duque lo que necesitaba y una tarde, nunca pensó que tuviera el valor necesario para hacerlo, llegó al amor a través del camino de la muerte en el propio salón de la mancebía, donde el Duque, sin que ella pudiera imaginarlo, la había citado para darle por fin su consentimiento.
Aún estaba amaneciendo... cuando ya Marisol corría, camino de la playa, abrazada a la sombra que todas las noches solía merodear por las secretas esquinas de la Trascuesta.
7.- LA SANGRE DEL CAUTIVO
Antonio “El negro” se vio arrojado sin demasiados miramientos en el calabozo llamado de “la ballesta”, el más lóbrego de la Plaza Alta.
No era un criminal, pues nunca sus manos se habían manchado de sangre, pero muchas veces el hambre le había obligado a arramplar con más de una gallina ajena por los corrales del Albaicín y con algún cargamento de lechugas que milagrosamente, según confesaba, se le solía pegar a las manos. Los que sabían de su necesidad y la de los suyos, que eran muchos y desarrapados, no tomaban demasiado a mal estos pequeños hurtos, porque la mayoría en similares circunstancias habría hecho lo mismo y porque era de cristiano no perseguir al menesteroso, que no otro vicio mas que el de la miseria cargaba Antonio sobre sus espaldas.
Pero quiso la mala fortuna que, tras haber aprendido a cazar pájaros y otros pequeños animales con perchas y ligas, más por cambiar de dieta que por otra cosa, que nunca al “negro” se le hubiera ocurrido negociar con sus presas, una mañana se dirigiera hacia Doñana por ver de conseguir algún alimento, con la mala estrella de que en el coto se estaba celebrando una cacería real, para la que él, como se puede suponer, no tenía invitación.
Dada la mucha vigilancia que la presencia de tan altos personajes exigía, apenas si había puesto el pie en los cienos de la Plancha, donde miles de “bocas” saludan al visitante extendiendo su brazo descomunal, una pareja de guardias que por allí hacía la ronda le dio el alto, acabando así con su libertad y haciendo más penosa su miseria.
Pasaban los años y parecía que desde el Alcaide hasta el último guindilla se habían olvidado de su existencia. Perdió por ello la confianza en los hombres, llevándole la soledad y el abandono a refugiarse en la fe que perdiera por los caminos del hambre y una vez al año, allá por los comienzos de abril, cuando el olor a incienso cruzaba los barrotes de la prisión, volvía a encontrar en su aroma consuelo a sus pesares.
Aquella noche, había pedido permiso al Alcaide para poder asomarse al paso de la procesión y por primera vez en tres años se lo habían concedido.
Pusiéronle unas esposas de acero y lo colocaron junto a los barrotes que daban a la Plaza de Arriba. Abrazado a la reja vio como, entre cirios de jazmín, se acercaba la estremecida imagen de El Cautivo. Notó su mirada perdida frente a la muchedumbre silenciosa, advirtió cómo la sangre manaba de sus muñecas trabadas y por un momento pensó que él mismo era ese nazareno maniatado y roto que parecía mirarle desde el paso.
Cuando los costaleros detuvieron la imagen frente a la cárcel, Antonio “el negro”, no pudo evitarlo y una saeta larga y honda, que se escapó de su garganta, cruzó las retorcidas calles del Barrio Alto hasta fundirse con las lágrimas del sagrado preso.
No podría jurarlo, pero sintió la mirada del Cristo clavada en sus ojos. Bajó “el negro” la suya como muestra de respeto y cuando sin querer la fijó en los grilletes que aprisionaban su propio esqueleto notó que por sus muñecas, como por las del Cautivo nazareno, resbalaba la sangre, mientras que una golondrina había trenzado en su frente una roja corona de claveles.
8.- LA SIRENA DE PIEDRA
Erase una vez una sirena que siempre dormía junto a “La Salada”, la barquita azul y blanca de su marinero, para así velar sus sueños, calmar su fiebre o distraer sus insomnios.
Pero el mar, quien sabe si arrastrado por el monstruo verde de los celos, se había ido retirando de los viejos muros y ya en el crepúsculo, cegada por el sol, casi ni conseguía distinguir el límite dorado de Puerto Lucero. Cada vez estaba más lejos el fondeadero del Alcázar y ella dormía a solas en la mar.
A la linda Ondina no le pesaba el tiempo, pues habían visto sus ojos pasar por aquella embocadura los ricos navíos del Reino de Tartessos, los pesados cargueros fenicios, los delicados veleros de oriente, los lujosos galeones de indias cargados de plata y oro, y a todos había acompañado hasta los arenales de Bonanza y a veces incluso hasta las mismas puertas de Hispalis; a la linda Ondina le pesaba la soledad pero necesitaba la mar, de la misma manera que la ansiaban las costas en las que se refugiaba cuando soplaba furioso el levante o cuando la bajamar llegaba a dejarla varada bajo las almenas del Castillo.
Cuando llegó a sus oídos que él también lloraba en silencio la separación a la que el retroceso del mar les estaba condenando, decidió que nunca más dormiría sola y que sería eterna para el timonel de la “Salada”.
Inquieta esperaba las primeras luces del alba para verlo salir por la bocana camino de las rocas de la barra. Le señalaba a veces el peligro de los bajíos, otras el afilado mástil de una embarcación hundida que hubiera podido partir las redes. Conversaba con él como sólo las sirenas saben hacerlo: jugando con los ojos, silbando viejas canciones de amor, regalándole caracolas de nácar, atigrados langostinos, acedías de plata y esperando temerosa que el sol volviera a ocultarse camino de la noche.
Pero aquella tarde el mar se enfureció como nunca antes lo había hecho, rugió con el mugido de cien toros, con el aullido de mil lobos, con el “quejío” de todos los flamencos, pareciera que la tierra quisiera comerse al mar y que el océano quisiera devorar a la tierra, nadie, ni siquiera los más viejos marineros del Malandar, pudieron llegar a explicarse nunca el origen de unas olas tan gigantescas.
Días después, preocupada por la repetida ausencia del marinero, Ondina pudo oír que alguien contaba cómo la “Salada”, empujada por el vendaval, había acabado estrellándose contra el muro de piedra del Alcázar.
No se quedó en el mar para esperarle, pues bien sabía que nunca habría de regresar, esa noche se agazapó como pudo en las redes de un juanelo y se dejó llevar hacia la sequedad del muelle bretón.
Nadie se dio cuenta, por eso no lo narran las milenarias leyendas locales, pero Ondina, enloquecida por la soledad y la amargura, se lanzó en una vertiginosa carrera, que nadie hubiera podido detener, y dejó que su cuerpo se estrellara sobre los contrafuertes calizos del Palacio.
Duerme desde entonces en Las Covachas un sueño eterno de amor del que nunca ya nadie podrá despertarla.
9.- LA BUENAVENTURA
Se llamaba María Zalea y era una gitana rubia de la Fuente Vieja, allá por los arrabales de la Puerta de Rota.
Guardaba en sus ojos los misterios indios del bronce y leía en las líneas de la mano lo que nunca aprendiera a leer en los pergaminos.
Cuentan que a un visitante portugués, al que el destino había guiado sus pasos por aquellos andurriales, le anunció la canina en el terrible terremoto de Lisboa, y leyó en la mano de un vecino que sólo la Virgen del Sudor podría salvarle de la peste.
A más de una joven gitana había predicho amores y descendencia sin jamás errar en sus vaticinios, por lo que se había convertido con el paso de los años en consejera y sacerdotisa del clan.
Pero no siempre se debe agradecer a Dios el don de la videncia, pues un mal día, aun los que la conocieron lo recuerdan como las horas más negras de la historia, su propia hija extendió ante su madre las palmas inocentes para que en sus naturales garabatos leyera su destino.
De los ojos de Maria Zalea manó un raudal de lágrimas y sus labios guardaron un silencio más hondo que la seguiriya.
Hablaban sus manos de una corta vida, de horribles sufrimientos y de un amor desgraciado. Ella sabía la terrible verdad que se escondía en aquellos renglones torcidos y sabía también que sólo cambiando su natural dibujo podría rehacer la marcada senda del sino.
Supo de un gitano viejo, pintor de vírgenes, que tenía un pobre taller junto al Baluarte del Miradero, muy cerca del mar, y allí se dirigió llevando a su niña de la mano.
El viejo Zalacaín parecía esperarla, pues antes de que ella llamara ya estaba abierta la puerta de su casa:
-Te ofrezco, primo, todo lo que soy y lo que tengo a cambio de un dibujo.
El gitano que hacía tiempo conocía de sus artes le dijo.
-María Zalea, hermana, toda mi vida ha estado perseguida por el desamor y el mal fario. Sé a qué vienes y sé que tu visita hará que se cumpla mi destino y se cambie el de tu hija.
Ni siquiera ella que tan experta era en los augurios, hubiera podido explicar aquellas palabras. El gitano continuó:
- Hace ya muchos años, quizá tu no lo recuerdes porque eras muy niña, leíste mi mano, como si de un juego se tratara, y me dijiste : ”Pintarás muchas vírgenes hermosas, pero ninguna de ellas será tu compañera. Sólo un día antes de tu muerte una gitana rubia con ojos de esmeralda te dará su amor y a cambio tu dibujarás las más hermosas manos que jamás un pincel imaginara. María Zalea, tu mirada me dice que ese momento ha llegado .”
Tomó el gitano entre las suyas las manos de la niña y, sin temblarle el pulso a pesar de la edad, trazó con hilos de oro una larguísima línea de la vida y una hermosísima línea del amor, trocando así los caminos de sus manos.
Cuando acabó su obra supo Zalacaín que había llegado la hora del oráculo. María Zalea abrazó al gitano y amó su cuerpo de bronce, hasta sentir que su alma de espuma resbalaba como un pez de entre sus brazos camino del Guadalquivir.
10.- EL VELO DE LA LUNA
Fijaos si venía de lejos que ni siquiera recordaba el nombre de su país.
Jamás nadie pudo descubrir a través de qué extraños caminos llegó a aquel lugar y sólo su corazón sabía que llevaba diez largos años aguardando el momento de volver a encontrarla, porque a ella nunca la había echado en el olvido.
Aquella noche, como tantas otras, hacía guardia en la llamada Torre del Homenaje. El Castillo de Santiago parecía dormir; veinte antorchas de brea ponían en fuga a las sombras, a las ratas y a los malos deseos, mientras mil perros famélicos velaban sus sueños de hueso y pan.
Distraido pensaba una vez más en las inquietantes leyendas de Evora, en los espíritus que al atardecer aullaban en las oscuras cuevas de su seco acantilado, en los murciélagos que llevaban grabados en sus capas el nombre de todos los ahogados y el horror de todos los suicidas...cuando de pronto entre el dorondón de la marisma vio aparecer la luna llena más hermosa que nadie jamás hubiera imaginado.
Quizá fuera por el frescor de la noche, quién sabe si por un inconfesable pudor, el caso es que parecía avanzar hacia la garita cubriendo su rostro de harina y sal con una especie de velo transparente.
Había participado en cientos de batallas sin dejar escapar jamás un lamento, había soportado las más duras heridas y las más crueles torturas sin lanzar al aire el mínimo gemido, había soportado el hambre y la sed sin levantar su voz hacia los cielos, pero cuando la luna se acercó a su puesto de guardia y el descubrió bajo aquel manto de aire y luz el rostro de su amada, el llanto convirtió sus mejillas en un afluente más del Río Grande.
Parecía que pudiera tocarlo con sus dedos, pero aquel rostro inolvidable le miraba desde tan lejos que ni siquiera la elevada altura de la torre en la que se encontraba hubiera podido acercarlo a su sonrisa, auparlo hasta sus labios.
Sacó de su faldriquera el pañuelo que antes de la partida ella bordara con las iniciales de su nombre y como si de un beso se tratara lo ondeó en el viento. Nadie lo hubiera creído, pero al gesto de su enamorado respondió la luna con una emocionada y pícara sonrisa, para después colgar en las perchas del aire el velo con el que cubría su desnudez.
Conforme los celos del sol hacían huir a la noche por las fantasmales sombras del Espíritu Santo, el guardián vio como, flotando en el cielo, venía hacia él una cálida niebla de seda, una mariposa de luz, que ya para siempre acompañaría sus sueños y su soledad. Ya al alba... la luna, roja de amor y despedidas, bañó su apasionada redondez en las frescas aguas del Atlántico.
11.- EL CABALLO DE FUEGO
El, aunque nunca nadie le explicara las razones, se llamaba Ezequiel Isaías y vivía en las alejadas soledades de La Algaida; ella se llamaba Azul Celeste, quizá por el color de su mirada o porque así cariñosamente la llamaba el abuelo; el caso es que cuando por la mañana abría sus ojos lo primero que veía, recortándose en el resplandor de la ventana, era la roja figura de un caballo.
Los dos, desde niños, habían recorrido a su grupa todos los caminos de la Colonia y casi mejor que ellos conocía “Fuego” los atajos para llegar en las calurosas tardes del verano a los arenales de la playa y los rincones donde refugiarse del viento y de la lluvia cuando la mano helada del invierno acariciaba la tierra.
A Azul Celeste le tenía prometido Ezequiel Isaías que, en las carreras de Agosto, “Fuego” atravesaría en primer lugar la línea de meta llevando trenzado en sus crines el pañuelo que ella le había regalado y después, dibujando tres cruces sobre la boca, había jurado que tras la victoria subiría a la roca más alta para pedirle delante de todo el mundo que fuera su esposa. Al noble bruto parecían crecerle alas en los cascos cuando recorría al galope los kilómetros de playa que separaban la ermita de la Virgen de Guía y la Barra del fantasmal castillo; fueron tantas las veces que juntos recorrieron ese camino que al final del invierno jinete y caballo eran una sola figura y una sola sombra .
Pero no siempre la realidad coincide con el deseo y tan es así que, pocos días antes de la esperada carrera, a Azul Celeste se le llenaron los ojos de fiebre y las manos de un frío temblor. Ezequiel Isaías se hundió en la más profundas de las tristezas y sólo soñaba con ver a su novia recuperada; era tal la desesperación que incluso habría abandonado sus promesas, si no hubiera sido por los sabios relinchos de “Fuego”, quien con tesón y paciencia le hizo ver que sólo la victoria sacaría a Azul Celeste de las gélidas garras de la muerte.
Pero llegó el verano y a pesar de la dulzura de las madrugadas, a pesar del aroma curativo de los jazmines, a pesar del silencio sedante de la noche, Azul Celeste seguía regando la seda de sus pañuelos con lágrimas de fiebre.
Como a buen pura sangre, a “Fuego” le aguijoneaba el espacio en los cajones de Bajo Guía y únicamente pensaba en volar sobre los desmenuzados ostiones de la playa. Era leve el peso de Ezequiel Isaías sobre su lomo, era ardiente el roce del pañuelo de Azul Celeste sobre su crin, por eso, cuando vio descender ante sus ojos el banderín de salida no sintió el escozor de las espuelas, ni el sabor agridulce del castigo.
Trotó como un rayo entre los asustados correlimos, que huían temerosos al escuchar el repiqueteo de sus herraduras de viento, y ante la mirada estupefacta de las sorprendidas gaviotas.
Fue tal la rapidez de sus pasos que ya llegaba “Fuego” a la última curva de la playa cuando aún el resto de los caballos trotaban por la primera.
Fue entonces cuando Ezequiel Isaías recordó su segunda promesa y sabiendo que, aunque se subiera en los derruidos torreones del Espíritu Santo, Azul Celeste no llegaría a verlo, azuzó a su caballo y este continuó majestuoso su carrera a través del aire hasta colocarse en el centro mismo del Sol .
Cuando Azul Celeste vio recortada en la puesta la brillante figura de jinete y corcel, recordó los amaneceres de su infancia, olvidó fiebre y males, puso flores de novia en su cabello y subiendo por una escala de luz cabalgó en la ardiente grupa del caballo de fuego.
12.- LA MIRADA
El ganadero sevillano había conseguido pintar de verde los ojos de sus toros, no en vano Sánchez Mejías era poeta y echaba en falta el brillo de un zafiro en la marisma.
Le estaba señalando con la pica y él le observaba con el terror grabado en sus pupilas, cuando por fin escuchó decir al mayoral “¡Este!”, supo que había llegado su hora y que caería como caen los valientes: cantando y sin soltar el hilo de la vida.
En los corrales de El Pino cruzaban los toros sus miradas ofreciéndose en silencio su mutua compasión, sólo “Vengador” parecía entero, miraba con desplante a quienes desde el tejadillo le observaban, aun sabiendo que de poco habría de servir ya su altanería.
“Eran las cinco en todo los relojes, eran las cinco en punto de la tarde...”, escuchó temblando el frío recorrido de los cerrojos, los golpes del monosabio en las puertas del toril, las coces de pavor de “Bandolero”, con el que siendo erales tanto había correteado por la dehesa de Pino Montano, con el que tantas veces había pensado saltar la cerca y con el que aprendió el olor acre y generoso de una becerra en celo.
“Vengador” odiaba aquella música porque anunciaba el triunfo del arte sobre la fiereza, pero el pasodoble repetía incesante el estribillo y él, por más que intentaba tapar sus oidos con los recuerdos, escuchó el alarido final y lo que es peor escuchó el terrible grito del silencio, el horror de las palmas y el frío siseo del cuerpo roto de su compañero entre el cascabeleo de las mulillas.
Cantaron los clarines. Lo habían ensayado muchas veces, que siempre el ganadero les decía que eran los mejores, que tenían que dar muestras de su gallardía y que era su obligación dejar bien alta la enseña que ondeaba en su morrillo, como siempre lo habían hecho sus castas, pero a “Vengador” le temblaban los remos como si de repente hubiera descubierto su futuro.
Sobreponiéndose al terror, saltó al albero con la decisión del mártir, vio una sombra granate en su camino y cegado por la luz del coso hizo lo que pudo para sortearla, para no llevarse por delante la figura que, de rodillas, parecía pedirle perdón por lo que iba a suceder; la gente aplaudió hasta ensordecer sus oídos la valiente puerta gayola, iba el astado a saludar, cuando vio al torero haciendo lo propio y comprendió entonces que no eran para él las palmas, ni el triunfo.
Fue en la segunda tanda de naturales. Hasta ese momento no había cruzado sus ojos con los del Faraón. El viejo maestro, confundido por el verdor marino de aquellas inmensas pupilas, pensó: “Yo no puedo matar esta belleza”, al tiempo que el dolor de una aguja de marfil parecía querer atravesarle el corazón.
Su rostro había adquirido de pronto el color de la cera. Los aficionados del Pino comenzaban a moverse nerviosos en sus asientos, algunos empezaban a gritar irreproducibles insultos a su hombría, pero el Faraón tan sólo escuchaba a sus sentimientos y a su silencio.
Miró a Vengador, él pareció sonreírle, y arrojando el estoque sobre la arena, se dirigió en calma hasta la puerta de cuadrillas. Aunque no sonaron los clarines, Vengador, cuando de nuevo comenzaron a sonar los gritos, se arrojó el suelo y jugó con la muerte hasta que la plaza se quedó tan silenciosa como una siesta.
13.- LA DAMA BLANCA
Justo cuando el viejo galeón cargado de oro de las Indias decidió tomar baños de luna en los arrabales de la Barra, un velo de sal cubrió el medallón de plata que presidía la estancia donde hacía años aguardaba su llegada.
La blasfemia había sonado demasiado hiriente hacia los cielos. El viejo Marqués, asomado a la espadaña que dominaba los océanos, creyó por un momento en su poderío y cuando vio entrando en la bocana el barco cargado de tesoros sintió la necesidad del reto: “Quiera Dios o no quiera, ya soy rico”.
Perdió el desafío. Segundos después la proa de su buque insignia bailaba sobre los ostiones del castillo y su sangre pintaba de azul las piedras de la hacienda y la seriedad de sus blasones.
Años después de los hechos narrados, el huraño Ibrahim atusaba una tarde su blanca barba en el lóbrego local del Callejón de los Perros.
La ruina del de Arizón había arrastrado consigo a muchos indianos que basaban sus riquezas en los negocios del Marqués y el viejo judío había sabido reservar sus doblones para trocarlos por tan jugosa ruina.
En un arcón de cuero repujado guardaba, entre legajos que demostraban su noble procedencia, magníficos engarces de zafiros, collares de esmeraldas, adornos de oro y de marfil, gemas de todos los tamaños y colores, pero quizá fuera aquel medallón el que había conquistado sus sueños.
Todas las noches antes de dormir aterrorizado en su jergón de usurero, admiraba la delicada belleza de la dama enmarcada en el interior del medallón como si de una reliquia se tratara, parecía aguardar el momento de escapar de entre aquellos arabescos de plata para tomar posesión del palacio que el Marqués le había prometido. Bien sabía Ibrahim que no fue el oro perdido la causa de tan gran desgracia en el marquesado, bien sabía que fueron aquellos ojos azules como las mareas de Santiago, los que habían envenenado el alma del comerciante.
En el frío corazón de aquel engaste se guardaban los secretos del amor y los ardores de la última pasión.
No lo había notado antes, pero una noche al observar con detenimiento las filigranas que adornaban la tapa del medallón, descubrió, como si de un dibujo más se tratara, una fecha: 15 de agosto de 1712.
Al principio no le dio importancia, pareciera que el artífice de aquella joya hubiera querido dejar junto a su firma el día de su terminación. Pero aquella fecha se le había quedado grabada en su pensamiento. Miró al calendario que adornada su angosto despacho y sintió un sobresalto: estaban precisamente en la noche del 15 de agosto.
Corrió hacia el arcón tropezando con los cientos de cachivaches que había ido amontonando en los distintos cuartuchos de su cubil, lo abrió sin poder disimular su excitación, al levantar la tapa que cubría el hermoso retrato se le escapó un grito de terror. El rostro de la mujer había desaparecido.
Subió temblando al más alto torreón de su casa, desde donde podía divisar, acunado por el viento de levante, el ahora sombrío caserón del desaparecido cargador de Indias y al punto, como si de un gato acosado se tratara, sus hirsutos cabellos se erizaron: al ver como, tras los raídos visillos del salón de baile, la silueta de una dama vestida de blanco llenaba de sombra y luz con el resplandor de una trémula vela los oscuros rincones del abandonado palacio.
14.-BODA EN LA CATEDRAL
El portalón se había cerrado de un golpe seco tras las encorvadas espaldas de Sebastián.
El ya achacoso guarda de la Arboledilla dirigió cansinamente sus pasos hacia la pequeña garita que le servía como refugio en las noches de lluvia y como observatorio de cuantos movimientos pudieran producirse en la vasta nave.
La madrugada se presentaba tranquila, como casi siempre, encendió el último cigarrillo, repitiéndose entre dientes que el maldito tabaco le estaba matando, y cuando la ceniza, esparcida sobre su camisa, le indicó que el vicio se había consumido, de un seco soplido dio las buenas noches a la luz del farol y colocó el chuzo muy cerca de su diestra, por si las moscas.
Llamaban a la bodega la Catedral del Vino y bien que llevaban razón los paisanos, a veces incluso durante las visitas de los turistas sonaba entre las botas el aliento majestuoso del gregoriano, como si todo un coro de cartujos, ebrios de manzanilla, quisieran llenar de misterios las arcadas del casco mayor.
Pero aquella noche se notaba en la bodega un movimiento especial, “Chispa”, la vieja perra ratonera, más que vigilar parecía ir avisando a quien la quisiera escuchar que todo estaba en calma y que podía empezar la fiesta, y es que aquella iba a ser una noche especial, no en vano, al menos en la invitación así lo decía, había sido la elegida por Tina y Tino, los ratoncillos del vino de la cuarta hilera, para prometerse su amor.
El coro de grillos se había colocado estratégicamente sobre las botas del oloroso y mucho me temo que más de un trago se habían echado ya al gollete, dado su curioso sentido de la afinación; las cigarras le hacían el contrapunto justo a los pies de una garrafita de moscatel que algún chipionero despistado había olvidado en la bodega y por sus extrañas contorsiones tampoco debían irles a la zaga; las arañas habían tejido para la ocasión una hermosísima alfombra de cristal y seda; lentamente, como es natural, se iban aproximando los camaleones, que ejercían con su lengua pegajosa el viejo oficio de guardaespaldas, pues no hay nada peor para el buen orden de una boda que las bandadas de mosquitos no invitados; “Lorenzo”, el orondo siamés, también había recibido su invitación, pues bien es sabido que sólo ante los humanos, y por aquello de conservar el puesto, existe algún tipo de enfrentamiento entre roedores y felinos, en fin que allí estaba tumbado sobre un cálido esterón de esparto; las hambrientas gallinas de Sebastián andaban también por allí intentando picar algo; pero como es lógico el grueso de los invitados lo conformaba una larga hilera de ratoncillos que saludaban sonrientes a la concurrencia.
Cuando Tina hizo su entrada en tan singular capilla, no pudo reprimir sus lágrimas, se acercó a Tino que le esperaba junto a la cueva del mosto y le abrazó frente a los ojos acuosos de “Chispa” que aquella noche dirigía el ceremonial.
Apenas si sonó el “sí quiero” el coro de grillos inició las primeras notas de la Marcha Nupcial, las cigarras desde la esquina opuesta parecían hacer la segunda voz, la “Catedral” se llenó de música, de gritos y de aplausos.
Más de tres horas duraron las celebraciones y ni los ratones más viejos del lugar recuerdan una fiesta como aquella.
A la mañana siguiente cuando hacía el guarda su ronda habitual encontró junto a la escalerilla de la quinta hilera un minúsculo ramo de jazmines. Sebastián sonrió.
15.-LA MAGIA DE LAS PILETAS (Epílogo)
A Leopoldo, acostumbrado como estaba al trajín de los niños, no le sorprendió la llegada de aquel personaje vestido de escamas y plumas, tampoco que saludara ceremonioso a Esculapio como solían hacer los borrachos que se acercaban a su reino de sombra y agua, menos aún que iniciara el paseíllo por la balaustrada que rodeaba la fuente, si le sorprendió que flotando en el aire se sentara sobre el brocal del agua milagrosa.
De pronto notó que el plácido paseo se había ido llenando de seres y objetos de la más extraña ralea que acompañaban al extraño caminante, siguiendo el compás bailón de unos palillos de conchas, desde los arcos de Bajo Guía; miró el aguador de reojo hacia su castora de manzanilla, estaba llena, nadie podría acusarle de andar viendo visiones. Pero un sonriente ratón con el rabillo enhiesto seguía mirándole a los ojos, la fría máscara de la muerte continuaba preguntándole por un Duque de extraño apellido, un anillo intentaba encontrar un dedo en el que engarzarse, mientras que a su lado un joven corazón latía a ritmo de mirabrás. Leopoldo tomó entre sus manos un generoso puñado de altramuces y se los ofreció a aquellos disfraces como regalo y como señal de despedida, pero ninguno de ellos se movió de su sitio, mientras que con sus gestos seguían señalando hacia la fuente.
Esta vez la castora dejó caer su líquido de oro en el gaznate reseco del guarda. Ante su vista, como si de una mágica procesión se tratara, apareció una paloma cubierta con un turbante, la sombra de una virgen, un nazareno coronado de claveles, una sirena de piedra con cara de enamorada, una gitana rubia que prometía cambiarle el destino, miró hacia el fondo del pozo y en él nadaba, aun siendo de día, una luna transparente como velo de seda.
A punto estaba de echar a correr cuando un caballo de en llamas hizo su entrada entre los eucaliptos llevando a la grupa una dama de hielo, a Leopoldo le fallaban las piernas, pero quizá podía más la curiosidad que el terror.
Sin embargo, cuando vio llegar hasta su imaginaria barrera de macetas a un toro negro con los ojos más verdes que los juncos del diablo, brincaron sus piernas camino del barco de arroz que emergía como un fantasma entre los hundidos arrecifes, al tiempo que un sin fin de ratoncillos ebrios daban buena cuenta de la manzanilla que había derramado en su alocada carrera.
Fue entonces cuando el caminante alzando su cabeza canosa sobre las humedades del brocal llamó a cada uno de los personajes por su nombre y, con más cuidado del que sus manos de sarmiento parecían a simple vista prometer, guardó a aquellas menudas marionetas en una dorada caja de sorpresas.
En ella duermen un sueño mágico del que sólo la mirada de un niño podrá un día hacerlas despertar. |