Las excavaciones no habían dado resultados satisfactorios durante varios meses. Mientras en la superficie los operarios continuaban trabajando, en el sótano, una eternidad permanecía tras los muros, ante el espanto de gritos y lamentos suspendidos. Sólo unos labios inmutables seguían en el correr del tiempo bajo esa memoria de huellas. Entonces, Eduardo G. P., el geólogo, dio un grito desgarrador ante el hallazgo de restos óseos. Por su mente volvieron a pasar esas atroces imágenes que lo sacudieron nuevamente hasta el vómito. Después de varias pericias, los resultados confluyeron en una misma persona: el coronel Prats, quien había perdurado junto a la rigidez de tantos otros cuerpos, bajo una boca cóncava de odio, compartiendo ese mismo e irónico espacio desértico de almas. Con los días, innumerables esqueletos fueron encontrados, testigos de la tortura y la masacre. Así, el objetivo había llegado a su fin bajo excelentes pruebas, análisis acabados y datos precisos.
En la soledad del cuarto, una mirada continuaba aún perdida tras el tiempo, recordando el bosquejo de voces allegadas. Eduardo Gonzáles Prats, se levantó temprano esa mañana, y mientras recorría las marcas que atestiguaban aquel dolor, el espejo volvía a iluminar la imagen de su padre uniformado. Después, sus pasos lo dirigieron como un zombi hasta las excavaciones, para perderse en el hedor de los escombros. El estallido de la bala despabiló algunos transeúntes, antes que su cuerpo cayera agónico, como un nuevo e invalorable aporte a la justicia. Todavía nada se sabe del resultado de la autopsia, aunque dicen las nuevas autoridades policiales, en conjunto con algunos diputados, que llegarán hasta las últimas consecuencias del caso...
Ana Cecilia.
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