Los primeros días tardaron en traerme la comida y yo creí que me dejarían morir allí de frío, inanición o locura. Pero no fue así, había perdido la noción del tiempo cuando escuché un golpe y la puerta se abrió. Un encapuchado dejó junto a mi cama un cubo con comida y agua y se marchó sin pronunciar palabra. Desde entonces, he aprendido a racionar mi comida, no me la traen de forma regular. Por lo general, ya me he hecho al lugar, hasta me he acostumbrado a mear y defecar en un cubo incrustado en mierda, que me cambian cuando no da para más. Algunas noches, el frío y el dolor me clavan a la cama y, horrorizada, observo las cucarachas pasear sobre mis piernas. Soy consciente de que cada vez me asemejo más a un animalillo salvaje. Ya no soy más que estos cinco metros cuadrados que me rodean, no recibo más sensaciones que las desprendidas de las paredes podridas y, una vez aprendido de memoria el colchón agujereado y lleno de chinches, la mesa coja y las cinco tablas y media de madera maloliente que cubren el suelo, todo lo que me quedan son recuerdos pastosos y humedecidos. Siento como si el mundo fuera un enorme ser vivo y yo un miembro suyo arrancado a desgajo y tirado con desprecio por el wc. Desconozco el motivo de mi encierro y si moriré aquí, en esta cloaca echa a medida. Sería lo mejor, morir pronto. Aislada soy inútil.