Estábamos merendando mi amiga y yo en la orilla del río, si es que los ríos tienen orilla, cuando vimos pasar transportada por la corriente a la mujer-ahogada. Era una mujer joven y bella, como es típico en los cuentos. Llevaba un vestido lleno de volantes y vuelos que emitía destellos de oro, y entre las manos sujetaba un ramo de flores que al irse deshojando dejaba un rastro policromático, si es que esa palabra existe. Al pasar por el tramo del río en el que mi amiga y yo estábamos merendando, giró su bello rostro hacia nosotros, nos guiñó un ojo y nos dedicó una sonrisa de carnaval. La vimos perderse tras un recodo del río, pero su larga cabellera roja, como el rastro de un cometa, continuó a la vista durante un buen rato.
Luego el mundo tembló como si lo hubieran metido dentro de un bafle. Al instante se nos presentó, del otro lado del río, una reata de hombres a caballo. Uno de ellos, con aires de principe y un bigotillo de gato que indicaba las cuatro menos veinte, oteó el horizonte protegiendo sus ojos con una mano y después dio una voz. De nuevo, entre retemblores, se nos quedó el paisaje limpio y cristalino; y el sol se sonrojó al rozarse siquiera con las montañas que delimitan el horizonte.
Vi una mosca acercarse por estribor.
-Esa es para ti –le dije a mi amiga dándole un golpecito disimulado con uno de los codos de mi anca.
-No me hagas la rosca que no te voy a besar, no sea que me salgas bigotudo –contestó mi amiga.
|