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Un día cualquiera, normal, se apareció ella. Hacía poco había cumplido diecisiete años y todos en su familia se hacían cábalas y alimentaban sueños alrededor del ingreso a la universidad y de lo que consideraban como promisorio futuro para ella.

Sin embargo, no era un arribo como el de costumbre. Hasta entonces, tornar al pueblo enclavado en las montañas de la cordillera oriental seguía siendo su mayor anhelo y compartir con su madre y abuela, un programa ideal tras de algunas semanas de clases. No. En esta ocasión su visita era para notificar a todos en la casa y en el pueblo de la transgresión de un principio sagrado: que no era virgen y que sus relaciones sexuales tenían como corolario un embarazo.

Nunca supe con qué esperanzas lo hizo, tal vez ni ella misma llegó a saberlo. La avalancha de pasiones, expresiones, orgullos heridos y epítetos lo cubrió todo y, todo, ya no obedeció más que a esa dinámica.

Lo que si sé es que lo hizo porque el principio, aún quebrantado, era también de ella y creyó tener en ese momento la fuerza o los motivos suficientes para soportar la sanción respectiva, la que fuera. Y la que fue consistió nada más ni menos que en quedarse sin familia. Teresa con un incipiente embarazo, causa última del embrollo y suceso agravante de la infracción concretada una vez más, pero ahora por la nueva generación de niñas, hubo de marcharse con quien sin significar nada bueno para su vida apareció como lo único a lo que pudo recurrir.

Después de eso ya no supo cual dolor era mayor. Al de saberse infractora y señalada socialmente con un embarazo no deseado, le siguieron las insoportables tareas rutinarias de la casa que jamás le habían impuesto los suyos, el arroz por ejemplo, nunca dejó de ser sopudo y crudo, la atormentaron los abismos de demencia por los que deambulaba su suegra y desde entonces no pasa un día sin que la asalte la idea de la posible transmisión genética en su crío. Desde luego nunca faltaron las borracheras y los golpes que a bien tuvo propinarle su “tabla de salvación” fundados siempre en el “usted que puede hacer”, “ni siquiera para su familia usted importa”!.

Con el paso de los días, Teresa quien en verdad era digna hija de Rosaura, sacó fuerzas para deshacerse de sus tormentos y salir adelante con su pequeño hijo. Logró estabilizarse en un trabajo e iniciar en jornada nocturna una carrera y aunque puede decirse que en líneas generales normalizó su vida, las heridas recibidas la dejaron hondamente marcada siendo que no llegaba aún a la tercera parte de lo que probablemente irá a vivir.

Fue para Teresa un trecho demasiado largo que duró hasta aquella tarde, tan propia a las de clima templado en donde predomina el aroma profundo de la guayaba y hasta el carácter de los hombres, se halla penetrado de la reciedumbre de sus breñas. Aquella tarde de junio, en la que descifró el vínculo indisoluble entre el giro triste de sus días y ese principio férreo cultivado por su madre y reforzado tantos años por el resto de la familia, desde cuando apenas había abandonado el dulce elixir de la leche materna, y al que desde entonces denominó maldito prejuicio. Por su parte Rosaura, Madre de Teresa, desgarrada, casi inconsolable, se halló de pronto conque el norte de su vida, su hija, ya no estaba. Ahora continuaba con su ardua labor de maestra para tratar de sobrevivir a la tragedia que la devoraba.

En sus largas noches de insomnio repasaba su vida tratando de hallar una explicación a la deshonra de Teresa. Por momentos no supo si el culpable de todo fue el bellaco ese, proveniente de la Costa Atlántica y que para su infortunio tuvo por esposo.

En otras ocasiones el problema lo explicaba en la raza heredada por la niña, es que para ella lo putas lo llevan las costeñas en la sangre. Su laxitud al educarla sin la presencia de un hombre en la casa, fue otro pretexto edificado en las madrugadas y en fin, vivió un infierno tal, un maremagnum de sinrazones que no la enloquecieron porque ha mujer brava que es. Si el temple de que está hecha hubiese habitado los espíritus de la clase dirigente del país, éste no sería el mismo.

Nunca imaginó ni podía hacerlo, que se habría podido ahorrar años de dolor, tampoco, que el costo asumido por la defensa de un prejuicio siempre será demasiado y la obstinación por considerarlo principio, de quienes así lo creen, los predispone a hacer los más irreparables sacrificios con tal de mantenerlo en pie. Hasta perder a un hijo, a una tierna adolescente de 17 años.

Texto agregado el 27-01-2005, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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