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[C:82003]

LA GLORIA.

Lucio Sergio Greco vio en su infancia cómo el poder de su patria crecía sin límites y las legiones ampliaban el agro público. Él fue educado refinadamente como cualquier hijo noble de la gran Roma. Yo, su preceptor, le instruía como buen griego en las artes de la oratoria y la retórica, pero sin descuidar su formación física y militar. En el entorno de Escipión Emiliano, halló el bienestar intelectual y unas inmensas posibilidades de promoción en su incipiente carrera política.
A los veintidós años, los dioses le brindaron la oportunidad de cimentar su gloria. El cónsul Lúculo alistó dos legiones con el objetivo de realizar una expedición de pacificación por tierras hispanas. Greco, beneficiado por las influencias en la plebe de Escipión Emiliano, había sido proclamado por el pueblo de Roma como tribuno militar al mando de una cohorte. En el puerto de Ostia, él soñaba con el triunfo, ver sus vestidos teñidos de púrpura y que su nombre figurara en los anales de su ciudad, ensalzando aún más el honor de su noble familia. Sus ojos brillaban y miraban más allá del inmenso azul del mar. De éste provenía una ligera brisa, que mesaba sus cabellos y calentaba su cara por el fuego, en el que el flamen de Neptuno sacrificaba a un becerro para apaciguar la ira del dios marino, y purificar a su vez la flota. Al acabar el ritual, los augures escudriñando en el vuelo de las gaviotas, determinaron que los signos eran propicios para iniciar la travesía hacia Tarraco.
Greco con el tono afable, aunque firme, que le caracterizaba, organizó el embarque de su cohorte en las tres trirremes y la liburna que le habían sido asignadas. En orden y sin ningún incidente, salvo la disputa entre un siracusano con un latino por un sitio en la proa, concluyó nuestra subida a bordo. Yo, que le acompañaba como ayudante, asesor e historiador de sus futuras victorias, cargaba en la liburna sus pertenencias, y cuando el último legionario hubo embarcado, lo hizo Greco. Su padre, un noble senador, y junto a éste, Escipión Emiliano, vieron en la distancia cómo el joven tribuno los miraba y despedía orgullosamente desde la cubierta de la embarcación, como solo un hijo de Roma podía hacerlo. Dejamos de divisar el muelle, y las gaviotas escaseaban ya alrededor de la flota, cuando Greco me pidió que le entregara su pergamino de la Política de Aristóteles. Al recibirlo se sentó en la proa y tras observar desafiante el horizonte marino durante unos instantes, se perdió en el estudio.
Finalizó la lectura y me entregó el texto. Greco, estaba sentado dentro de su pequeña tienda en una gran explanada en un recodo del río Anas. Meditaba en los meses anteriores, desde nuestro desembarco en Tarraco, a las ordenes de Lúculo. En ellos había tenido que cometer múltiples felonías y había sido testigo de la insaciable ambición y crueldad del cónsul. Éste, no contento con masacrar a los celtíberos a los que se suponía debía pacificar, llevó a cabo una incursión en tierras vacceas y arrasó todo su territorio y riquezas.
Greco daba gracias al gran Júpiter por encontrarse ahora a las ordenes del procónsul Galba, cuyos planes para pacificar a los bárbaros le parecían mucho más dignos de Roma que la crueldad sin límites de Lúculo. Debía preparar unos habitáculos donde albergar a los lusitanos, que acudirían allí al día siguiente para recibir tierras de cultivo a cambio de una paz duradera entre los dos pueblos. Greco se enorgullecía de volver a representar un papel respetable en la labor civilizadora del mundo, que llevaba a cabo su patria. Tras terminarse de un trago la copa de vino que había degustado mientras leía a Aristóteles, se ciño la espada que le traje, y salió al exterior a supervisar la construcción de las cercas con un gesto altivo, como si fuera el mismo Rómulo edificando Roma.
Al atardecer llegó a su tienda un emisario de Galba con una misiva para él. Con el mensajero, venían los dos centuriones de confianza del procónsul. Greco ofreció asiento, comida y vino a sus visitantes, que aceptaron gustosos el gentil ofrecimiento de mi amo. Hasta que éstos no se hubieron sentado, él no abrió la misiva. Mientras los recién llegados comían y bebían, Greco leyó con un inmenso desprecio las nuevas órdenes del procónsul. Desde lo más profundo de sus entrañas le vinieron unas enormes náuseas, pero eso no era nada comparado con lo que sentía su corazón. Todos los discursos en el foro, todas mis enseñanzas, las tertulias en las termas con Escipión Emiliano y Polibio sobre la moral y lo cívico y las arengas de su padre sobre el honor que todo romano debe tener, aún más él procediendo de tan digno linaje, se emponzoñaron en los veinte segundos que tardó en leer las nuevas órdenes. Galba le ordenaba exterminar a todos los lusitanos que acudieran al encuentro, para que no quedara ninguno que pudiera guerrearles en el futuro.
Uno de los centuriones le preguntó riéndose: -¡Tribuno¡ estás más blanco que la sal, ¿acaso has visto un muerto?- y siguió riendo, mientras engullía un trozo de pan. No había visto uno, sino miles pensaba Greco. –Estamos aquí para asegurarnos que cumples con las órdenes.- le dijo en tono más serio y formal el otro centurión. Esta última intervención acabó por soliviantar aún más a Greco, que le tiró la carta a la cara y empezó a gritar: - Me ordena cometer una tropelía sin parangón, y no contento con mancillar mi nombre y honor, me manda a dos inútiles para hacerme cumplir sus órdenes, ¡Por Júpiter¡ ¿En qué se está convirtiendo Roma?- Con las venas a punto de explotarle arrojó de su tienda con insultos y empujones, a los que no hacía ni cinco minutos había recibido como si fuera el mismísimo Anfitrión.
Le rogué encarecidamente que se serenase y tomase asiento. Escancié un poco de vino de la crátera y tras verterla en una copa, se la ofrecí a mi amo para que bebiera un poco. Greco seguía furibundo, preguntaba a los dioses por qué le presentaban tales pruebas, a él, que siempre había sido justo con los mortales y destacaba entre los mismos por su devoción hacia los inmortales. Yo le exhortaba a que cumpliera con lo que el procónsul requería de él. Le decía que si no acataba los mandatos de Galba sería ajusticiado con la pena capital. Para aplacar a mi amo, que no aparentaba estar dispuesto a cometer tal crimen y estaba dispuesto a pagar incluso con su vida la desobediencia, le decía que ya habría tiempo para denunciar la actitud de su superior ante el senado. Tras unos momentos de reflexión, Greco dio su brazo a torcer. Su rostro se había vuelto taciturno, y su mirada ya no desprendía aquel brillo, que había en sus ojos marrones en el puerto de Ostia. Me espetó en un tono malhumorado unas cuantas órdenes, como nunca antes había hecho, porque aunque era esclavo de su familia desde las campañas de su padre por Grecia, lo había criado y educado y jamás me había tratado con desdén hasta esa fecha. Me mandó que me encargara de que cavaran unos fosos alrededor de las empalizadas y tras llenarlos de brea, los volvieran a tapar; y también me ordenó que por medio de los legionarios que tuviera a bien disponer, durante la carnicería que se avecinaba perecieran los dos centuriones que había enviado Galba, pero que librara de tan fatal destino al emisario. Con el gesto cabizbajo por el trato recibido, y decepcionado por el atisbo de crueldad de Greco, salí a disponer todo tal y como lo deseaba mi amo. Cuando abandoné la tienda, el tribuno desesperanzado por lo que el destino le deparaba, se sumergió en el análisis de los textos aristotélicos intentando hallar una salida en ellos.
Recogí el pergamino de la Política del regazo de Greco. Morfeo le sorprendió en su lectura y le sumergió en lo que, por sus inquietos movimientos y murmuraciones pareció una larga noche de pesadillas. Tras recoger el texto desperté a mi amo con sumo cuidado. Seguía de tan mal humor como cuando salí a cumplimentar sus ordenes la tarde anterior. Mientras le colocaba la armadura y las glebas, le dije que ya se contaban por miles los lusitanos en el campamento. Éstos dejaban sus armas en las entradas de las empalizadas, y acto seguido penetraban en ellas a esperar el reparto de las tierras prometidas. Le ceñí la espada y cuando le entregaba su casco, me miró a los ojos, esperando que le diera la solución para no tener que hacer lo que le habían ordenado. Sus ojos húmedos y lánguidos pedían a gritos ayuda. Después de unos segundos que parecieron una edad de los hombres, no fui capaz de decirle nada que sosegara su espíritu. Greco, una vez perdida la esperanza de que le salvara como cuando era más joven, me preguntó si había arreglado todo tal y como me lo pidió. Al ver mi respuesta afirmativa, se colocó su casco y tras realizar unas plegarias a los dioses salió de la tienda.
Al salir de la tienda, observó el gigantesco campamento con las cincuenta empalizadas, todas de unos veinte pies de alto. Éstas estaban casi totalmente repletas de pobres campesinos, los cuales diferían mucho de los feroces guerreros bárbaros de los que Greco había oído hablar. Sólo la aparición de los centuriones de Galba evitó que mi amo abortase el plan. Los gritó que se alejaran de él, y les ordenó que dijeran a los legionarios que supieran lusitano, que a su señal les pidieran a los bárbaros que se alejaran de las puertas para poner una mesa, en la que se sentase el cuestor que les repartiría las tierras. La rabia e impotencia que sentía Greco al ver que no podía detener la situación, crecían cada vez más, sobre todo cuando reparaba que él era el que tenía el mando, y que podía salvar la vida a toda esa pobre gente con un solo gesto.
Greco explotó de repente, empezó a gritar ordenes totalmente fuera de sí. Los legionarios totalmente sorprendidos por el cambio de su tribuno, obedecían corriendo por temor a posibles represalias. Una tropa de soldados auxiliares embadurnaban de brea pestilente las empalizadas. Otra tropa de auxiliares tensaba sus arcos y sacaban de su carcaj varias saetas, que clavaban a sus pies para disponer de ellas con mayor rapidez llegado el momento. Greco hizo la señal y los soldados intérpretes lograron apartar de las puertas a los lusitanos. El joven tribuno miró dubitativo a la tienda en la que yo asomaba la cabeza y clavando su mirada enloquecida en mí, dio la orden de cerrar las empalizadas. Al cerrarse las puertas, los legionarios empezaron a reírse y hacer escarnio de los enjaulados lusitanos. Las flechas empezaron a llover dentro de las empalizadas a una señal suya. Los gritos de los bárbaros martilleaban la conciencia de Greco, que sentía la desesperación de los pobres campesinos como suya. Con lágrimas en los ojos, mi amo mandó prender la brea. Las empalizadas se convirtieron en un instante en enormes piras funerarias.
Una vez empezado el genocidio, Greco lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Dispuso que en grupos de cincuenta legionarios se entrara en las empalizadas y acabaran con los supervivientes. Él, personalmente, comandó la que entraba en una de ellas. Se abrieron las puertas y parecía que entraban en el Hades. Había fuego, muertos y sangre por doquier. Sus hombres pisoteaban cadáveres que se consumían en la brea ardiente mientras degollaban sin compasión a los indefensos campesinos. En medio de la confusión reinante, un lusitano se plantó delante de Greco. Éste se admiró al ver su porte. Creyó ver al mismísimo Hércules en aquel gigante barbado con una tosca manta de lana y una vieja y mellada hoz en la mano derecha, en vez de la piel del León de Nemea y una clava. A duras penas Greco pudo esquivar el envite del lusitano con la hoz, que le segó el penacho del casco. No se había incorporado del todo, cuando un legionario acuchilló en la pierna al gigantón que se disponía a atacar por segunda vez al tribuno. El gigantón se tambaleó y Greco hundió su espada en el vientre del desesperado campesino, que había plantado cara a Roma con una hoz. El lusitano cayó sobre mi amo y ambos cayeron al suelo. En su agonía y con los ojos llenos lágrimas, el bárbaro decía algo en una lengua ininteligible, de la cuál, Greco solo entendió sus últimas palabras en un rudimentario latín. El campesino en su último suspiro le echaba en cara que no tenía honor.
Las frases del gigantón lusitano acabaron por derrumbar a mi amo, que sin fuerzas en el espíritu, necesitó la ayuda de dos legionarios para poder quitarse de encima el cuerpo del campesino y poderse levantar. A su alrededor no había ni un solo bárbaro vivo, y los soldados se entregaban al saqueo y a la rapiña de los cadáveres. Greco recogió la vieja y mellada hoz, que casi le envió al más allá, y se la colgó de la cintura. Pareció recobrar nuevas fuerzas por la cólera con la que sacó a los legionarios de los restos de la empalizada.. –Fuera de aquí, malditos buitres. Dejadles algo de honor por lo menos. Os juro, por las barbas de Júpiter, que pagará con su vida el que saquee a estos muertos- Gritaba mientras agitaba la espada de un lado a otro como poseído. Al salir bajo la incrédula mirada de todos sus legionarios, recorrió despacio todo el campamento, mientras recibía la noticia de que los centuriones de Galba eran las únicas dos víctimas romanas del enfrentamiento. Dejó al mando de todo a un centurión, despachó al emisario del propretor con una carta para él, informándole del éxito de la misión y entró en la tienda.
Lanzó su casco rompiendo la crátera de vino y derramándolo todo al suelo. Se arrojó al suelo de rodillas y comenzó a llorar. Me preguntaba constantemente, por qué no había parado toda aquella locura. Yo no sabía que decirle, le levanté del suelo e intenté abrazarle, pero Greco me apartó diciéndome que estaba sucio, que no lo tocara. Se quitó la armadura que le ahogaba y la arrojó al otro lado del tienda. La sangre del gigantón lusitano habían teñido de púrpura sus vestidos, lo que le llenó de ira. Llevado por la misma, comenzó a redactar una carta a Escipión Emiliano y otra a su padre. En ellas les contaba en lo que se había convertido su querida y glorificada Roma. Les narraba del alfa al omega todo cuanto había visto y hecho. Finalizaba su epístola exigiendo una serie de medidas para cercenar la corrupción y la falta de honor en los magistrados y generales romanos. Intenté convencerle de que no enviara la carta, pero todos mis ruegos fueron desoídos. Me pidió una copa de vino y se perdió en la Política de Aristóteles, buscando respuestas que allí no se hallaban, mientras acariciaba la vieja y mellada hoz del heracleo lusitano.

Texto agregado el 27-01-2005, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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