La sangre fluía por mis venas de forma desaforada; a cada golpe del corazón, el color rojo del líquido parecía inflamarme más y más, pujando hacia arriba hasta inundarme el cerebro. Sentía que mi cabeza podía estallar en cualquier instante como si toda su carne fuese un gigantesco gong golpeado, latiendo, contrayéndose y expandiéndose cada vez con más fuerza. No me veía en ningún espejo, pero si lo hubiese podido hacer hubiese observado mi rostro mudado de cólera en un vertiginoso vaivén, impulsado por cientos de corrientes de acalorada persistencia. La garganta, anudada de forma que ningún líquido pudiera transitar a través de sus entrañas, creando una extraña carraspera, como si millones de alfileres hubiesen atravesado el esófago clavándose en la nuez e impidiendo su normal movimiento oscilante. El rostro se me había agarrotado en un siniestro tic que negaba cualquier otra sensación que no fuese la ira. Las palpitaciones iban incrementando el ritmo, amoratando la expresión de mi faz que había quedado atenazada. Los labios estaban ya de un color lúgubre, rozando la tirantez, ocupando los tonos violáceos de la escala de colores, impidiendo que el sano pigmento de la piel mantuviese su tersura. Los poros de mis mejillas exhibían su compresión, reventando en manchas negruzcas, convirtiendo el semblante general en una gigantesca diana cuyos aros concéntricos se veían surcados de puntos abiertos de grasa. Poco a poco, la piel se fue llenando de una pátina resbaladiza, de un tacto cetrino, como si el tejido hubiese sido untado previamente con brea a fin de ser quemado con posterioridad, convertido en un apéndice emplumado como sucedía en algunos salvajes castigos de nuestros ancestros. Las orejas se elevaban hacia el cielo en un sufrido ataque de locura, segregando sus humores amarillos, ahogadas por un reguero de úlceras cubriendo su superficie. La frente ya manaba sudor y, a cada palpitación, las gotas caían en cascada impulsadas por la fuerza del movimiento, creando una corriente continua de líquido que aprovechaba la vertiente nasal para impeler su prolongada caída hacia el infinito. Los ojos, de mirada fija y fulgente, se encontraban centrados en el mismo punto, ocupando la labor de una imaginaria mira, focalizada en un aspecto del espacio de cuyo movimiento no tenía constancia. En este estado enfebrecido en el que incurría mi cuerpo sin que yo pudiese evitar su crecimiento ni impedir su pujanza, fue como si la bestia que todo hombre esconde en su interior se agazapase para salir a través de la piel, desbordando todos los estadios de consciencia. Fue la misma sensación que sienten las fieras cuando se ven amenazadas. En cualquier momento, pensé que mi cuerpo se iba a vaciar, viendo cómo había reaccionado hasta ese instante, dejando fluir todos los humores de mis oquedades. Me sentí más bestia que persona, más líquido que carne, más aire que tierra, más energía que materia y a la mente vino una imagen en la que dos perros se enzarzaban en una pelea con sus miradas, vaciando sus entrañas de miedo o rabia. En ese instante, yo creí que a mí me iba a ocurrir lo mismo, al sentirme incapaz de retener el esfínter o colapsar el ano que empezaba a regurgitar su materia obscura a punto de liberar el espacio.
Si la ira había sido capaz de provocar esas sensaciones en mí sin que ni un ápice de lógica pudiese impedir aquel auge de potencias incontroladas, me preguntaba qué forma tenía yo de poder reprimir mi propia desazón sin reventar los resortes que el cuerpo disponía para su liberación. Fuese del modo que fuese, el objeto de mis iras se encontraba delante de mí, escrutándome, analizando cada uno de los cambios que me acaecían en el cuerpo. Daba la sensación de que la situación iba a llegar a un punto sin retorno, que todo se iba a desatar de forma que la parte más obscura de cada uno iba por fin a imponerse. Fue ése, el instante decisivo, la última vez que conscientemente supe a quién tenía delante; luego algo me cegó del todo impidiendo que recuerde lo sucedido. Al rato, su cuerpo yacía en el suelo y un reguero de sangre, fino como un hilo, recorría su frente manando sin prisa hasta alcanzar la comisura de los labios que parecía haber adoptado un mohín de beso. Su cuerpo sin vida era un relato sin final que justificaba la actual mansedumbre y la vuelta a un estado donde la lógica retomaba las riendas del comportamiento. Miraba su cadáver sin rabia, sabiendo que la muerte de aquel ser, ya extinto, justificaba suficientemente la existencia de un diario que llegaría a titular: Cuaderno de la ira.
Desde aquel momento han variado bastante los objetos de mi cólera y el cuaderno ha ido adquiriendo la consistencia de un libro. Ahora, que la edad me ha permitido reposar los instantes y que las reacciones tienden a la afabilidad, siento que todo pierde consistencia, que quizás el odio que me invade tiene una razón de ser y que la racionalidad me impide expresarme de forma similar a la primera vez. Lamentablemente, la ejecución de mi obra se ha hecho cada vez más difícil. El bastón ha substituido al puño y la astucia, a la fuerza.
Sentado en un sillón, contemplo la biblioteca que ocupa todas las paredes de la habitación y la vista se entretiene unos instantes en una estantería cubierta toda ella de libretas que encierran el contenido de mi vida. Y aletargado en la actual posición, las hojas se escurren de las manos y el hálito me abandona en un postrer suspiro mientras el cuaderno que lleva el número doscientos cae al suelo.
Luis Vea García,1999 ©
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