Fernando era un hombre corriente: de esos que todos los días (muy de mañana) se levantan, preparan el desayuno, se bañan y se organizan para una larga jornada de trabajo. En la oficina, él iba y venía de un lado para otro llevando y trayendo encominedas para su jefe: "¡Fernando! ¡Llévele estas facturas a Martha, la secretaria!", "¿Ya tiene listas las facturas?", "Llámeme inmediatamente al Dr. Ramirez"...

Cuando llegaba a su casa en la noche, descargaba su maleta, se quitaba el saco y la corbata... Se ponía cómodo para ir a ese lugar mágico, encendía su tocadiscos y se sentaba en su sillón preferido, el verde, el más grande, el más confortable. Allí, acompañado por su soledad y la melodía de su tocadiscos, dejaba libre toda su imaginación para que volara al compás de la canción que escuchaba.

Esa noche, como todas las noches, seguía la rutina... sonaba la flauta -zzz,zzz...zzz,zzz- ¡pach! ¡qué sorpresa!. Un crauch, crauch interrumpía la monotonía. Eran unos ruidos extraños... Crauch, crauch... como si el músico, en lugar de estar tocando suavemente su instrumento musical, estuviese "rallando" un trozo de madera en un rallador de cocina... -zzz,zzz...zzz,zzz-... ¡pach! Crauch, ckauch... ¿Qué podría ser? -se preguntaba Fernando-. Y como la curiosidad es propia del ser humano, concentró todos sus sentidos hacia donde provenían tales sonidos... ¡Ahh! Lo tengo... ¡La puerta!. Se paró de su sillón, se dirigió a la puerta y la abrió. Los rayos del sol golpearon sus ojos y el viento acarició su rostro. No vió a nadie ahí en frente. -Sll, sll- Una baba en su pantalón... -Sll, sll-...¡Era su perro!.