Mirando a través del espejo me di cuenta que todo había fallado. Desde la primera noche en que nos vimos nos habíamos dado cuenta que algo andaba mal. No éramos compatibles. Sin embargo, el afán de escapar a la soledad nos llevó a la desesperada intención de seguir adelante.
Con una copa de champagne por delante, nos contamos todas nuestras vidas, tan distintas la una de la otra, la trayectoria de nuestros sueños no tenían nigún punto en común que nos diera una mínima esperanza.
Después de la cena y con una nueva cita fijada para el viernes me despedí de él con suave beso en la mejilla. No me atreví a más, era inútil.
Caminé hasta mi casa bajo una noche fresca de verano. El cielo estrellado me hacía suspirar pensando en la llegada de un príncipe azul que me salvara de la nueva cita con el idiota ése. Llegando a mi puerta sentí el alivio de estar nuevamente en casa, mi refugio del hostil mundo exterior.
Santiago dormía y yo seguía despierta viendo televisión. De canal en canal no encontraba nada interesante. Pretendí entonces dormirme, pero había algo que me impulsaba a seguir despierta. Un antojo de comida china me hizo ponerme un abrigo y salir a comprar a la esquina. Y allí lo vi.
Sentado en una banca, con un libro de Coelho entre sus manos, hacía que todo a su alrededor se detuviera para admirarlo aunque fuera sólo un instante.
Inhalación profunda.
Traté de hacerme la interesante sientiéndome completamente ridícula en mi interior. Por supuesto, ni siquiera notó mi presencia. Una orden de chop suey, arrollados primavera y arroz chaufán me acompañaron en mi viaje de regreso.
Él ya no estaba, de seguro la hora ya no era adecuada para seguir leyendo en el parque.
Treinta pasos más y me lo topé en la puerta de mi edificio, sin llaves. Iván, el atento conserje, dormía plácidamente sin escuchar el timbre de auxilio.
Con una sonrisa le abrí la puerta, y la perfección en persona me dio las gracias.
En compensación a mi acto de caridad se ofreció a ayudarme con los minúsculos paquetes hasta la puerta de mi departamento.
Por dentro me criticaba el no haber intentando jamás conocer a los vecinos de tan pequeño edificio. Con una sonrisa, y sin poder resistir mis impulsos, lo invité a pasar y compartir mi sencilla cena.
Doy gracias a Dios que me haya aceptado.
Conversamos de todo. Desde nuestra familia y nuestras patéticas vidas, hasta el misterio de “La última cena” de Leonardo Da Vinci. Viajes, experencias y extravagantes gustos nos hacían complementarnos de una manera exquisita.
Terminando, se ofreció a lavar los platos. Me resistí, pero el insistió tan deliciosamente que no pude negarme. Recogió las mangas de su camisa hasta los codos y entonces mi cuerpo no pudo resistir más a la conciencia moral que mi mente le imponía.
Me acerqué por detrás, lo abracé y le di un suave beso en la mejilla. Él se volteó y me besó de tal manera que todo el mundo se moriría de celos. Luego todo rodó, y sin darnos cuenta despertamos abrazados en el sofá, yo en pijamas y él sin camisa. El agua del lavaplatos aún corría en la cocina.
A pesar que mi conciencia me lo propuso, no pude sentir culpa. Siempre había sido una señorita de primera, jamás había osado a acercarme a ningún hombre.
Todas mis citas habían sido con gente que mi madre o amigas me presentaban. El único novio que había tenido era hijo del jefe de mi padre.
De inmediato, y tratando de no despertar a mi amor, cogí el teléfono y llamé al idiota de la noche anterior. Sin pensarlo dos veces cancelé de inmediato la cita, el otro aceptó sin ninguna objeción.
Con el agua aún corriendo, lavé la loza y dispuse la mesa. Preparé un desayuno de lujo, de esos de ensueño cuando estás a dieta.
Él aún dormía en el sofá cuando una congoja me recordó que no sabía su nombre; nunca nos habíamos presentado.
Me acerqué cariñosamente y lo desperté con un beso. Y con una hermosa sonrisa me respondió diciendo que jamás había soñado nada tan lindo como yo. Algo sonrrojada y con una bandada de mariposas revoloteando en mi estómago lo invité a desayunar.
Hambrientos, devoramos hasta la última tostada con mermelada, la cena de la noche anterior había quedado completamente en el olvido. Con deleite lo había observado saborear cada bocado. Amaba su obsesión de apreciar cada detalle, de agradecer cada gesto. Había caído en un hoyo negro del que no lograría escapar jamás: estaba enamorada.
Le pregunté por qué leía a Coelho y respondió que porque le relajaba el alma. No podía dejar de mirarlo, era realmente hermoso. Y sin poder resistirlo más le pregunté que opinaba de mí y qué sería de nosotros.
Me respondió que jamás había estado tan en blanco sobre una persona, para él lo era todo, y a la vez era nada, en resumen un misterio, que le encantaba. Sobre nuestro futuro, dijo que no se atrevía a predecir nada, pero que le encantaría tener la posibilidad de pasar juntos el resto de nuestras vidas.
Confundida por lo primero, y eufórica por lo segundo, lo abracé y le llené de suaves besos el rostro.
En Santiago el sol estaba pegando fuerte, eran las diez de la mañana. En mi departamento dos almas se había unido para no separarse jamás.
Mis sueños de cabra chica afloraron en mi mente con palabras como “compromiso” y “matrimonio”, pero la felicidad del momento impidió que cobraran real importancia.
Entonces recordé mi inquietud de la mañana y le pregunté su nombre, me respondió... |