La vida era dura para él, siempre tuvo que luchar contra el rechazo a sus obras, él siempre pensó que no todo era tan malo, no tanto para ser rechazado tan odiosamente, jamás se imaginó que podría ser apreciado, ya que simplemente nadie parecía capaz de comprenderlo.
En su vida su frustración más importante fue sentirse solo, sin nadie que pudiera sentir un poco de lo que el mismo sentía, sólo algunas personas que por unas amistades muy fuertes con él, comprendían o al menos condescendían en simular gusto, solo una niña en la iglesia miraba extasiada los iconos religiosos mientras escuchaba su música, esa música incomprendida, tachada por los críticos como exagerada, desmedida, y solo esa niña (que dicho sea de paso era una pordiosera), iba allí con puntualidad a escuchar los ensayos en los que el aprovechaba el gran clavicordio de la catedral para darle rienda suelta a su imaginación.
No sobra decir que nació una extraña complicidad entre el músico y la niña, la cual era inmisericordemente echada de la iglesia cuando alguno de los sacerdotes de la gran catedral la hallaban en el sagrado recinto, hasta que día empezó a ser admitida allí como escucha gracias a la intervención del músico de nuestro cuento.
La niña se hizo casi un icono de la catedral, tan característica como el manto de oro de la virgen, o la gran cruz del altar mayor, y ya los sacerdotes no sentían por ella aversión alguna, pero ellos no sabían que lo único que ella quería era estar cerca de los sonidos que surgían poderosos de aquel que ya entrando en años, dejaba volar su imaginación y sus manos por encima de la gran catedral.
La niña un buen día dejó de ser niña y se convirtió en mujer, pero a causa de su pobre vida, un día como cualquier otro dejó de ser vista en la catedral.
Allí mismo fue el gran funeral con música justo como ella hubiera querido, nuestro músico murió poco tiempo después pues ya no tenía sentido vivir con una musa incomprendida, ya que después de muerta la niña se sintió sólo, y más incomprendido que nunca.
Se marchitó nuestro amigo y murió, grandes multitudes que parecían comprender en un instante lo que no comprendieron en toda su vida siguieron el cortejo fúnebre de Johann Sebastián Bach.
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