“Apegada a mis brazos como una enredadera.
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma”.
Pablo Neruda, Poema 6
UNO
Raíces y alas. Dos cualidades del árbol sobre la tierra.
A treinta años del milenio, Protea se debatía entre dos proyectos antagónicos: la sangre de los intolerantes versus la sangre de los profetas.
Por aquel entonces, al árbol de Esteban le faltaban raíces y era muy pequeño, todavía, para tener alas.
Era el otoño. Lluvioso casi cotidianamente. Esteban, despertaba. A su familia no le faltaban las alas. Por eso, el niño carecía de raíces desde su torrencial primer llanto. Tres ciudades y varias mudanzas en pocos años. Del país de los precipicios del cielo al corazón de las sierras sublevadas. Desde allí, a la tierra de las aves primigenias. Lluvia, motín y vuelo fueron los primeros elementos de su raza.
Cuando Esteban cumplió cinco años, sus raíces empezaron a crecer. Allí se quedó hasta que tuvo veintiún otoños y volvió a andar. Para esa última edad, las alas mostraron una enorme fuerza en ideales.
Alas y raíces. Raíces y alas. Son los dos componentes que forman a los hombres y a los árboles. En el medio, la savia y la sabiduría. La lucha y el desencanto. La euforia y la borrasca. El suave aliento de la vida que sube y el viento huracanado que arranca de cuajo personas y plantas.
Esteban asistió a la Diseo de Ulises, un escuadrón de adiestramiento cerebral de finales del siglo XXI. Sus oscuros pasillos nos recuerdan, aún hoy, después de la Victoria de Esdrelón, la voluntad impulsiva de los axiomas pasados. El dogma, la regla, la tradición, el sentido del deber a costa de la felicidad de todos. Esta fue la cuna del niño.
Plagado de colegiales que hacían bullicio durante los cortos recreos, Esteban aprendió que la salud del propio pellejo depende de cómo uno se las ingenie para cuidar el pellejo ajeno.
Una tarde de noviembre, casi al finalizar el segundo ciclo de adiestramiento, Diseo le otorgó la primera lección de supervivencia. Habían terminado la clase de núcleo ínfimo, cuando Esteban recordó una pesada práctica que evaluaba los contenidos aprendidos. Se lo recordó en voz alta, sin ninguna mala intención, al tutor del grupo.
— ¡Buchón!
— ¡Enfermo!
— ¡Hijo de mala madre!
— Te hacemos pedacitos a la salida... –dijo uno, en voz muy baja.
Sus compañeros, defraudados, habían creído que pasaría inadvertida la difícil prueba. El tutor podría haber dejado pasar la ocasión cuando advirtió las miradas amenazadoras.
Tomó el examen. Finalizada la jornada de aprendizaje, Esteban recibió una fuerte paliza de sus pares. Diseo, la escuela antigua, galardonada por los valores que desde sus claustros se mamaban, había enseñado una de las reglas más importantes que sería, con el correr de los años y llevada a su máxima expresión, la causa primera de la destrucción de la polis: la complicidad en la mentira, la corruptela.
Se tarda en recuperarse de estas cosas. No duele tanto lo propinado en golpes como el alma. Se lleva a la espalda, como una pesada mochila, durante mucho tiempo. También yo he demorado en reponerme de un suceso parecido.
Ocho, nueve, diez, once. Se cumplen los otoños. ¡Vaya si no es así! Se afianzan las matrices en las que crecemos y, por providencia, aumentan los ideales.
Al cumplir doce, Diseo terminó de moldear el tronco del primer árbol. El vástago que velaba por su crecimiento vertical, ya no permitiría que se desviase. Es una pena crecer en línea recta y hacia arriba. Te hace igual al resto, normal. Te socializa. Ya estás listo para ser uno más. Siete ciclos de adiestramiento no son poca cosa. Es el principio. Sólo el principio.
De esta génesis procede Esteban. El árbol de raíces pequeñas y alas enormes.
En Protea, por aquella década, la sangre de los proyectos encontrados, abría paso a una nueva etapa de la historia. De aquellas batallas, de toda esa sangre que puedes ver sembrada, germinó el horizonte que se aproxima... aunque también, por aquel entonces, tuvo su origen el devastador, el llamado ‘Utopovíboro’...
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