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Inerte

La escuela, además de estar en precarias condiciones, estaba ubicada lejos de vínculos culturales. En la zona sólo existían viejos y niños; al salir de la escuela, cerca de los diez años, comenzaban a trabajar junto a sus padres en tareas de cultivos, actividad que daba cierto prestigio y sustento al pueblo.
Mientras las cosechas escaseaban por el clima y los miles de rostros que muestra día a día, los cuales creemos aún poder adivinar, se llevaban a cabo las clases que, más que respuestas, dejaban dudas. “Así debería ser la vida” argumentaba el profesor que impartía, de una forma más angustiada que humilde, clases en la escuela rural. Se angustiaba él al saber que no existían jóvenes y que el desarrollo intelectual y cultural en la zona, ya no se apoyaba.
En una de las infinitas clases un alumno dudó debidamente de sus palabras titubeando: -¿cómo sabe que es así?-.

-porque así lo dicen los libros- respondió firmemente el profesor, con una voz que resaltaba orgullo y seguridad. El tono de su habla buscaba indicar la obviedad.

-¡Ah, es que ahora los libros hablan!- dijo el alumno con un tono formal, aunque riendo ingenuamente y dirigiendo su mirada hacia el techo. La clase estalló en inocentes risas.

-no seas bromista Alberto, es obvio que eso no ocurre, ellos no hablan- exclamó el profesor al mismo tiempo que terminaba la clase y el tema desarrollado. Todos se retiraron riendo hacia sus hogares, pero la sonrisa más marcada fue la del profesor, porque denotaba victoria. El alumno se fue tranquilo, a terminar con su niñez y comenzar su adultez.

Una vez sumergido en el plácido y solitario aroma de su hogar, el profesor recordó el episodio vivido. Entonces nuevamente una sonrisa atravesó de lado a lado su rostro pálido, logrando ensancharlo por un momento. Olvidado ya el episodio, despertó. Tomó entonces uno de sus deshojados y magistrales libros y separó sus tapas. Comenzó a narrarle la conversación sostenida con su alumno; él atento lo escuchaba. Salieron carcajadas desde el interior del libro. Luego, el profesor se dispuso a explorar el contenido del libro; se dio cuenta de que todas su páginas estaban en un nítido, y a ratos monótono, color blanco.

Recordó entonces que los libros no decían nada, sólo de él se reían. De él mismo brotaban las montañas de letras, los paraísos de ideas. Que sus ojos las proyectaban sobre las tristes e inertes páginas emblanquecidas. Así, éstas se repletaban y tomaban vida, pero sólo por un momento; hasta que el profesor juntara las tapas nuevamente y se sumiera en la más absoluta soledad.

Entonces vio florecer la inocente sonrisa del alumno que, a lo lejos, participaba en las siembras y cosechas de su familia.

Texto agregado el 26-01-2005, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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