conejo Rosa
Un conejo quiso una vez casarse con una hembra de su especie. Ella, muy engreída, le cerraba el violáceo ojo derecho en cada perfumada mirada. Lo esquivaba. Él se sentía atraído instintivamente por ella. Un día ambos se encontraron; se dijeron múltiples flores letradas y juntos danzaron los más lindos compases. Entonces, él quiso aprovechar la ocasión para dejarla suya por siempre; ella se había ido. Volvió a su cueva escupiendo palabras hacia el contorno de su sombra.
Pasaron días y meses; se volvieron a encontrar. Él se pegó una firme palmada en la cola y dijo –ahora sí-. La sedujo nuevamente y luego dijo ¿te gustaría estar por siempre a mi lado? Digo... ¿Casarnos? Ella ya se había marchado. Él, extrañamente angustiado; pero muy excitado, se aseguró –no volverá a ocurrir, mis palabras la convencerán-.
Por última vez la vio y le dijo –ahora sí que no te arrancarás-. Le sujetó firmemente el brazo y susurro de una forma malévola, casi romántica –te gustaría estar conmigo hasta la eternidad- tosió –casarnos- volvió a toser –y pasar una vida llena de alegría-. Ella no omitió ninguna palabra. Sólo advirtió un gemido como el que el triste y desgraciado conejo rosa escuchaba por las noches en su cueva. Ella jamás volvió a musitar una palabra. Estaba en las plumas del tiempo. En la eternidad. Luego él se percataría de que si ella se iba antes de cada conversación era para terminar el nido almidonado que edificaba para su pronto casorio con el conejo de sus sueños: Él.

Entonces, él rió.