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El ave
Planeaba en los cielos. Surcaba el aire con su collar de plumas. Se dejaba llevar por los remolinos de ensueño que, encorvados, le hacían gemir una breve risa. Volaba y no contemplaba siempre el rededor. Hasta que un día, durante el vuelo, se quedó parada en el centro del cielo mirando hacia la lejanía, a un anciano de pelos y dientes dorados. Parecía estar comiendo choclos maduros y tener cristales áuricos en su cabellera. Quiso saber quién era; El Sol –le respondieron-.
Quiso, desde entonces, llegar a poner su cola candorosa en el rostro incandescente del viejo que sonreía meciéndose en su centelleo. Trató y trató, sin lograr salir siquiera de su caja redonda. Un día casi sale de la periferia, cuando sintió un temor inhóspito; el calor. Si el viejo sonreía tan intensamente era porque en él había un calor, una inocencia, una vejez, una maldad y quietud enorme.
Entonces, la mariposa de arrecifes purpúreos en su cola apagó sus ojos, juntó sus alas y se dejó caer hacia donde el viento la llevara. ¡Pobre!, Jamás supo que el Sol por las noches no sonreía; Se iba llorando a su rincón afelpado a contar cuántas plumas había perdido durante el día. |
Texto agregado el 26-01-2005, y leído por 111
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Lectores Opinan |
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11-05-2005 |
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bonita fábula... si pudieras sustituir esos desastrosos: "hasta que un día..." atropos |
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