Cuando llega el verano, las gentes de ésta bendita ciudad comienzan a telefonearse rápidamente. Organizan tremendas fiestas y se besan y se saludan. Hola, que tal?, te quiero...¡ llámame !. Entonces yo me afeito con cuidado, pongo una de mis caras más miserables, guardo un paquete de puchos en el bolsillo, e inauguro mi vida social. Algunas veces aterrizo en blandas casas, en donde me reciben con aparente sorpresa, y después de saludar, me tomo unas cervezas para entonarme y ser un poco más locuaz a fin de no aburrir a la concurrencia. En otras ocasiones el éxito no es tan claro, ya que me veo metido en serias discusiones sobre el futuro del país, en lugares donde solo se sirve vino tinto, y nadie lleva corbata. Lo peor son las reuniones en que te invitan y no conoces a nadie. Siempre aparece alguien con mirada perdida, que se emborracha y acaba recordando a su mujer que lo dejó. En esos casos, me tomo algún Martini dulce y dejo que llore, no ataco al victimario ni a la víctima. Así se nos echa encima la navidad, y el cartero deja bajo la puerta un montón de felicitaciones, de personas que hemos visto hace menos de un día, o de individuos a los que no conozco y que me ofrecen su amistad o un nuevo celular o sus mejores deseos para el maldito próspero año nuevo. De este modo vivo y procuro eludir la multitud de trampas que me tienden, abandonando las fiestas por la puerta de atrás, para ir a acariciar a mi hijo, y duchándome para esperar la dulce noche del 24 con paciencia para que el ambiente se calme. Está claro que podría hacer mucho mejor las cosas, y tener una sonrisa, y disfrutar de todo. Pero no tengo tiempo, quiero ir a casa, meterme en la cama y perpetuarte un poema, que cuente lo que te extraño, después de haber soñado con vos, por enésima vez...