Y aunque aquí parecía estar destinado a morir, Ricardo no perdía las esperanzas de un rescate. Los siete días anteriores habían funcionado bien. Él subía al techo de cualquier edificio justo después del almuerzo, amenazaba con matarse, llamaban a la policía, había un gran despliegue de seguridad y, al final, bajaba con claras señas de estar asustado, pero satisfecho del espectáculo que acababa de protagonizar.

Las siete veces había salido en el periódico, en secciones importantes. Muy cerca de las noticias políticas. “Casi toco a los diputados”, pensó el suicida el primer día. Así que tuvo suficiente incentivo para seguir con su rutina. Le emocionaba pensar que podía competir con los diputados y funcionarios. Quería que la gente viera algo diferente, que lo vieran a él.

Es obvio que sintió horrible cuando vio a un solo policía abajo, gritándole cosas inentendibles. Miraba las torpes manos del oficial haciéndole señas de que bajara. De repente, se alegró al ver un carro de la prensa. Pero qué sorpresa se llevó cuando vio a Amelia Méndez, la reportera menos reconocida de los medios amarillistas. Sí, esa que escribía de espectáculos nacionales y que encontraba interesante cualquier grupo “cumbiero” de tercera.

“Esto es absurdo”, pensó Ricardo, “me están insultando”. Entonces se dio la vuelta para ponerse a salvo. Después lo pensó mejor y llegó a la otra esquina del edificio. “Ajá, de este lado se verá distinto”. Así que emprendió carrera y voló hacia su fin.

Al día siguiente, la noticia apareció en el periódico sensacionalista con una foto gigante y a todo color. El texto describía con lujo de detalles (en su mayoría inventados pues Amelia no había visto nada) la caída del desgraciado Ricardo. El cuerpo del suicida nadando en su propia sangres abrió la sección de espectáculos, muy lejos de los políticos.