Hacer el amor, otra vez ®
Esta es mi segunda carta de hoy. La primera va dirigida al oscuro funcionario de inspección que practicará el levantamiento de mi cadáver, luego de que algún vecino lo encuentre dentro de dos o tres días. Me voy a suicidar y la vida que me queda es la que dure escribiendo estas líneas, así que prefiero que sean pocas. O tal vez en el fondo de mi alma –la que, de ser ciertas las clases de catecismo, se separará de mi cuerpo para dirigirse al infierno mientras me depositan en la fosa de un cementerio no católico– desee alargarla un poco. Esta carta es para mí, aunque supongo que también será leída con morbo por el oscuro funcionario de inspección y por el juez que la declarará reserva del sumario y la dejará apolillarse en un viejo anaquel. Pero, en este momento, es para mí. Para ser escrita mientras me hacen efecto las dos docenas y media de pastillas que tengo a mi lado y tomaré con una jarrada de jugo de curuba. Así que es probable que al final –de las líneas y de mi vida– sea algo incoherente, como ha sido toda mi vida en estos treinta y ocho años. He sido feliz. No mucho, pero sí puedo decirme que he sido feliz. Como quiero escribir lo que iré sintiendo a medida que la mente y la vista se nublen, también dejo constancia de que aquí hice una pausa y me quedé pensando, tratando de medir, de inventar una escala para estimar qué tanto he sido feliz. Pero no se me ocurre, como no se me había ocurrido hacerlo antes. De la misma manera como he sido feliz, he tenido momentos tristes, de angustia, de desesperanza. No es por éstos que decidí suicidarme, no. Es porque no quiero vivir más. Simple y llanamente. No hay suicidas en mi familia que me hagan seguir su ejemplo o dejaran en herencia esa disposición. No lo hago por una desilusión amorosa o por hallarme sumido en la miseria económica, las dos más comunes razones de quienes deciden pegarse un tiro o colgarse de la rama de un árbol. Tampoco por considerar que cumplí todos los objetivos de mi vida o porque sea imposible alcanzarlos. Me suicido por pereza. Mi vida se ha convertido en un levantarme cada día, temprano y sin afanes, vestirme pulcramente después de tomar un baño con agua caliente y afeitarme con una barbera antigua de cacha de marfil que heredé de mi padre quien a su vez la había heredado de mi abuelo; salir en un carro de modelo reciente, de color azul y radio estereofónico en el que escucho una de las tres emisoras clásicas de la ciudad; dirigirme a la oficina a ocupar un cargo ejecutivo entre las ocho y treinta de la mañana y las seis de la tarde; después, comer en un restaurante e ir al cine o al teatro –me gusta la ópera, en especial Mozart, pero aquí presentan pocas–. Tengo una amante: joven, hermosa, de grandes ojos y senos muy pequeños, inteligente y culta. Me gusta leerle poesía y beber vino español aunque ella prefiere el chileno. Hacemos el amor a menudo, con pasión pero sin mucho amor. No debo hablar en presente de cosas y hechos pasados, así que en lugar de “me gusta leerle” deberé escribir “me gustaba leerle” y a cambio de “hacemos el amor”, “hacíamos el amor”. Esto, porque como mi decisión es suicidarme mientras acabo de redactar esta segunda carta, no habrá más presentes, no habrá futuro y por lo tanto todo se reducirá a un pasado incierto del que no quedan constancias. Sólo una: mi hijo, a quien no veo hace casi dos años pero de quien tengo noticias permanentemente porque se las solicito a su madre.
Reinicio mi monólogo con la máquina como testigo, luego de haberme levantado a encender un cigarrillo que se consumió lento, elevando una delgada y caprichosa columna de humo apenas interrumpida en cuatro ocasiones por las bocanadas que yo lanzaba con fuerza. Me tomé las primeras diez pastillas de diez miligramos de Diazepam, pero no las pasé con jugo de curuba como tenía previsto sino con vino, porque al mencionarlo antes cambié de parecer. No estoy asustado ni arrepentido. Tampoco experimento ninguna sensación extraña, como temía, y en su lugar me asaltan un placer tímido y algo de calor. Cerré las dos ventanas desde las cuales miré por última vez las luces que empiezan a encenderse en la ciudad, en un atardecer sin sol ni luna, con sombras. ¿Una premonición? Sea lo que sea, no dejaré que me embargue temor alguno. Así que mejor escucho las notas que hace quince años le arrancó un inglés a su guitarra eléctrica y quedaron grabadas sobre el plástico negro y rígido de un disco. Las notas se liberan coquetas y caprichosas, lindas. Es como si flotaran y mi cuerpo las persiguiera en un juego parecido al del primer amor, al de la primera vez que hice el amor a los 17 años. Sólo que a la música no le pago un centavo y a la muchacha de grandes caderas y nalgas fofas, sí. Volví a visitarla varias veces e incluso llegamos a ser amigos, amantes. Ya no me cobraba y así era mejor, aunque yo tenía para pagarle si me lo hubiera exigido. Creo que incluso llegué a quererla, pero con compasión. Era hermosa, joven, con el cabello claro, las piernas fuertes que me abrazaban y la boca grande en la que aprendí a besar. Sonrío al pensar que aún me emociona recordarla y que mi sexo se ha puesto rígido como la primera vez. El calor, el recuerdo de esos amores intensos y esos senos blandos de tantas caricias, o la inminencia de la muerte, han provocado la erección. Alguna vez leí que el deseo se despierta en esas circunstancias, como una respuesta de vida a la muerte. Es probable, pero no me interesa ahora disertar al respecto sino simplemente sentir el placer que me produce la fuerza de mi virilidad.
Interrumpí el diálogo para desnudarme, para estar libre como cuando nací. Creo que tardé unos cinco minutos porque fui a servir otro vaso de vino y a tomarme otras diez pastillas. Encendí un cigarrillo que despedía su humo fastidiándome, así que lo apagué con fuerza porque al fin y al cabo mis últimos momentos quiero pasarlos bien. Me refresco con un poco de vino que tomo despacio, siguiendo el rito mágico de un catador. Contemplo mis manos al presionar las teclas negras con caracteres blancos: las uñas arregladas por una experta en la peluquería mientras un marica me cortaba el pelo, mis dedos huesudos, la cicatriz del yeso sobre la muñeca izquierda desde los seis años cuando me caí de un árbol, mi reloj impreciso que cada día pierde 43 segundos con respecto al de la catedral. Estoy mareado. Ligeramente mareado y me cuesta trabajo concentrarme para escribir, para escribirme, porque ahora más que antes no me importan el oscuro funcionario de inspección ni el juez que declarará estas líneas reserva del sumario. Pero no quiero dejar de pensar, racionando cada instante, disfrutándolo. Como disfruté ese primer amor del que no entiendo porqué vengo a acordarme y no de los otros tantos que pasaron por mi vida. Acabo de percibir una frustración, la de no poder hacer el amor otra vez, con pasión y, aunque sea, con un poco de amor. Tengo la certeza de que con la única con quien lograría hacerlo sería con esa muchacha cuyo nombre no puedo recordar, sino sólo sus muslos y su sexo húmedo y dulce. Siento celos de saber que estará durmiendo con otro, de pensar que algún marido fugado por una noche estará negociando su valor, justo en este instante. Desnudo y solo, tan infinitamente desnudo y solo. Debería vestirme, buscarla, pelear con el marido infiel que pretende usarla y poseerla, yo, con ternura. Con ternura, por primera vez en la vida. Preciso cuando he dado dos pasos para terminar con mi vida. Contemplo mi desnudez reflejada en la ventana sin cortinas y me parezco ridículo. Mi virilidad quiere explotar pero tocarme sería infantil porque seguramente eso es lo que hace mi hijo que no conoce mujer en sus doce años y nueve meses. Mi hijo, a quien no volveré a ver y que sería el único motivo por el cual diera pie atrás en mi decisión. Pero nunca hemos sido amigos; es más, tampoco convivimos nunca y es probable que hasta me odie por no haberlo hecho. No creo que se alegre con mi muerte, pero no me extrañará. No mucho. Es la segunda frustración y tal vez deba interrumpir esta carta para dedicarle unas líneas o pedirle al juez que le permita leerla, pero eso implicaría un cambio en el manejo del lenguaje, porque pasaría al de un diálogo. Un diálogo que nunca existió. Es más, no sé si debería tutearlo o tratarlo de usted. Así que prefiero seguir conmigo mismo, sin remordimientos, después de humedecerme los labios con vino, porque la saliva se había secado. Tengo sed. El licor de la vendimia española se acabó, así que debo seguir con el chileno de mi amante. A ella, a sus ojos y su sexo negros, a su pasión también debería escribirles una despedida. ¡Una despedida! Definitivamente no, porque esta carta en ningún momento pretende serlo. Por el contrario, es un saludo. Un saludo para mí. De modo que me disculpo y me autorizo para ir a servirme otro vaso.
Vi en el bar las diez pastillas que me restan para morir. Era el momento para tomármelas, una a una, mordiendo la última, pero no lo hice. Quiero seguir escribiendo un poco más, lo cual no quiere decir que quiera seguir viviendo un poco más. Es su lugar encendí otro cigarrillo que aspiré con ansiedad, parado en la mitad de la sala mirando el original de un cuadro al óleo que me obsequió el autor. Reemplacé la música del guitarrista inglés por los compases decididos de la última sinfonía beethoviana. Me angustia pensar que siento angustia, que pudiera cambiar mi decisión. Aunque fuera por poco tiempo, el suficiente para deleitarme con la pureza de las voces que también quedaron plasmadas sobre el plástico negro y rígido de un disco. Pero no sé qué hacer para detener –siquiera por un momento– el efecto de la droga.
Otros cinco minutos sin escribir, pero pensando. Fui a la pequeña cocina de soltero donde preparé un tinto cargado que tomo sin azúcar. Miré por la ventana las luces que siguen encendiéndose, las que se mueven por pares empujadas por los carros, la de la tenue luna creciente. No hay estrellas en el cielo. Sólo nubes. La música continúa jugando en mis oídos, pero aún no se deciden las voces a iniciar su Oda. Estoy ansioso, tal vez llame a la madre de mi hijo a preguntarle por él. No le contaré nada de lo que estoy haciendo, dejaré que lo sepa por los periódicos dentro de dos o tres días. La lengua y los párpados me pesan, el sexo está fláccido. Vuelvo a pensar y a desear a la muchacha del amor comprado a los 17 años, otra vez la amo. Desearía buscarla, protegerla, amarla, con pasión, con amor, después de dejar a mi amante del vino chileno, renunciar al cargo ejecutivo entre las ocho y treinta de la mañana y las seis de la tarde, vender el carro azul y llevármela a otra ciudad, a otro país, desde donde pudiera llamar a mi hijo. Los dedos escriben cada vez más lento, varias veces he tenido que tachonar las palabras, lo que me desordena las ideas. Me apena hacer planes ahora, cuando la música es ajena a lo que me ocurre, cuando el tercer cigarrillo se consume solo, cuando me muero porque así lo decidí. ¡Maldita sea, creo que me estoy arrepintiendo! Creo que, por primera vez en mi vida, quiero vivir, quiero nacer, quiero parirme, escuchar la música que vagamente viene a mí, hacerle el amor a la muchacha de la primera vez, así la encuentre marchita. Voy a buscarla.
Oscuro funcionario de inspección, señor juez:
Esta es mi primera carta de hoy. Me voy a suicidar y la vida que me queda es la que dure escribiendo estas líneas, así que prefiero –yo sí– que sean pocas. Soy escritor y creo poder resumirles el motivo por el cual tomé dos docenas y media de pastillas de diez miligramos de Diazepam. Empecé, hace dos horas, a escribir la historia de un suicida, perezoso de la vida, padre soltero de un hijo varón, amante sin amor de una joven hermosa de grandes ojos y senos muy pequeños. Bueno, ya lo leyeron ustedes. Él decidió nacer otra vez, pero en mi historia inicial el suicidio se consumaba. Soy, como él, feliz. Pero no me queda más remedio que concluir lo iniciado, no tengo salida diferente a ocupar su lugar. Me estoy muriendo por voluntad propia, consciente de lo que hago y –debo confesarlo– con mucho miedo. Pero para no flaquear a última hora, firmaré esta carta y me recostaré a escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven hasta cuando mis oídos, buenamente, me permitan hacerlo. Tomaré un vino y cerraré los ojos, para que así sean encontrados dentro de dos o tres días por algún vecino.
JAVIER CORREA CORREA
Chía, Colombia, agosto de 1998
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