Dedicado a todas las mujeres, que día a día hacen de sus sueños una realidad, aún cuando están en sus casas, cuidando a sus hijos y su hogar; están cumpliendo el sueño de María Gracia... puesto que hoy les es permitido escoger...
RINCÓN ROSA
UNO
“Observa Maria Gracia, así se hace; tienes que mantenerte erguida y equilibrar tu cuerpo cuando caminas. Uno, dos, tres, mirando hacia delante, vista al frente, derechita, derechita. Verás que serás una señorita”. La voz de doña Carlota, mi institutriz, retumbaba en mis oídos, una y otra vez.
Ciertamente estaba exhausta. No tenía ganas de continuar con la lección, así que una vez más, fingí estar enferma y le pedí que siguiéramos otro día. Entonces subí a mi refugio de rosa, mi dormitorio. Me encantaba estar en él. Tanta lección ¿para qué? Para ser una señorita digna de un caballero... ¡pamplinas! No tenía intenciones de casarme antes de los 20, aunque a mi madre le diera un ataque y tuviéramos que llamar una vez más al Dr. Flores.
Estaba cansada de tanta cosa. Francés, piano, modales, etc. Lo mío era jugar a pie pelado o a “pata pelá” como decía la Tere, hija de mi nana. Con ella éramos amigas desde chiquititas, pero claramente nuestras vidas eran tan antagónicas como la luz y la oscuridad.
En ocasiones ansiaba tanto su libertad, y mis ganas de vivir al aire libre me invitaban a jugar, aunque fuera desde la ventana de mi cuarto. Desde ahí observaba cómo saltaba la Tere. Ella y Manuel, el hijo del capataz.
DOS
María Ignacia, es hora de tu siesta, debes ir a descansar. “Ay mamá, déjame jugar por favor. Tengo tantas ganas de salir al parque y jugar con los niños de la casa vieja”. “Pero, cómo se te ocurre, ellos son nuestros inquilinos, ¿quieres que a tu padre le de un ataque? No, no, no señorita, Ud. a lo suyo y ellos a lo de ellos. No tenemos nada en común. Es la ley de la vida. Es lo que nos tocó a nosotros”.
Y ahí estaba yo, en medio de aquella habitación, enfrentando mis fantasmas, jugando con mis propios miedos e intentando liberarme de éstos.
Habían pasado los años, y yo todavía sentía que mi refugio rosa me cobijaba. Aún cuando éste formaba parte de las habitaciones de otra casa, la mía y de José Patricio; y, ahora era yo quien estaba instruyendo a mi hija María Graciela, para ser una mujer de sociedad.
Sí, mi hija había crecido, y era tan parecida a mí a su edad, no sólo físicamente, sino que también en sus ansias de volar. Cuando la observaba conversando con los hijos de nuestros inquilinos, podía dilucidar quién era yo realmente.
Vislumbraba su futuro y la pena angustiaba mi alma. Se casaría con un hombre de bien, de familia distinguida y conocida; negaría sus inquietudes intelectuales y sociales; vestiría ropas finas y viajaría atravezando el océano en algún barco de lujo para conocer parajes lejanos. Sí, su vida sería como la mía; tan plana como la línea del horizonte. Atrás quedarían sus sueños, sus juegos.
Tal vez su verdadero amor partirá lejos, como el mío, en busca de oportunidades; quizá también se alejará de ella para siempre, para no pensarla, para no sufrirla. Quién sabe si tendrá la fortuna de conocer la pasión de un beso de amor verdadero. Al menos eso me gustaría que lo viviera... este pensamiento es el que me alegra el alma en tardes como esta.
TRES
“María, María Gracia”. “Si, mamá, dígame”. “Hoy viene José Patricio junto a sus padres. Sabes que son muy amigos de tu padre, y que a él le gustaría muchísimo que Uds. se conocieran; prepárate porque hoy a la hora del té, quién sabe, quizás conozcas a tu futuro marido”.
“Ay, madre, no diga esas cosas. No estoy preparada para ello todavía”. “Pero cómo, ya tienes 17 años; a tu edad yo ya me había casado con tu padre, y ves lo felices que hemos sido durante todos estos años”. “Sí, mamá, lo sé. No te preocupes, estaré lista a la hora del té”.
Mi madre salió de la habitación. Un rayo de luz inundaba mi rincón rosa. Me asomé nuevamente a la ventana y pude observar cómo se escapaba mi vida montando el caballo de mi amado Manuel. Quien me dio mi primer y único beso de amor, detrás del sauce cerca del arroyo peligroso, ese en el que no me dejaban jugar.
Mis pensamientos invitaron a mi sueños a refugiarse en un futuro por explorar. Había mucho por andar y con seguridad en unos años más todo iba a ser distinto. Mientras descendía las escaleras de mármol de la casa de mis padres, mi rostro se iluminaba al imaginar que algún día las mujeres íbamos a poder desarrollarnos más.
José Patricio, quien en una semana después habría de pedir mi mano, para desposarme sólo dos meses más tarde, esperaba paciente en la sala de estar junto a mi padre, quien había despedido al padre de Manuel de nuestra hacienda, por considerar que ya no era necesario un capataz de lsu edad.
©® Carolina Aldunce |