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Encendí la radio. Alguien dijo que estabas aquí, en mi país. Alguien deslizó que sólo nos separaban trescientos kilómetros. Temí por mí. Vamos, me dije. Otra vez tu imaginación. Y dejé de pensar. Me dediqué a limpiar la casa, a pasear por las calles de Rosario, a telefonear a alguna amiga para que me contara alguna historia real. Nunca había sentido tanta sed de historias reales como aquel jueves. Esta vez no, mente ladina, me dije. Esta vez no vas a salirte con la tuya. Estoy harta de fabricarme mundos que se diluyen como sueños. Esta vez no voy a darte el gusto.
Llamé a mi amiga. Ella suspendió una clase para venir a verme. Fuimos a tomar un café. Era uno más de los innumerables días húmedos de Rosario. No recuerdo qué tenía puesto ninguna de las dos. Sólo sé que ella estaba empecinada en contarme en detalle cómo su psiquiatra había pasado a ser su amante. Yo, hace años, era incapaz de imaginar las escenas de un relato. De un tiempo a esta parte, sin embargo, VEO todo lo que me cuentan; y decididamente, ser la espectadora imaginaria de ese romance entre muros me ponía muy incómoda. De cualquier modo, yo había pedido historias reales, y allí, generosamente, había alguien dispuesto a saturarme de realidad para ayudarme a combatir los fantasmas hertzianos de aquella mañana.
Terminada la velada, decidí que a primera hora de la mañana siguiente viajaría a Venado Tuerto. No estaba dispuesta a consentir que la radio volviera a burlarse de mí.
Así lo hice. Viajé temprano, y no sé qué misteriosa mano sobrenatural se encargó de que tolerara, entre sueño y paciencia, las tres largas horas sin fumar que el viaje me imponía.
Llegué a casa. Ni bien estuve aquí, ataqué con desesperación la traducción que mi hermano me había encargado. Por fortuna, la traumatología y las sirenas radiales no hacen buenas migas, y pude terminar el día en paz, satisfecha conmigo misma: esta vez, las piedritas de colores de mi mente no habían logrado que me desprendiera del oro de mi trabajo, en un trueque que tantas otras veces me había dejado sumida en la miseria de la vida coticiana, una vez esfumados los duendes brillantes de mi fantasía.
Me acosté. Desde hace algunos años, cuando algo toca a fondo mi sensibilidad, siento una corriente de energía fluir por todo mi cuerpo; una extraña mezcla fugaz de piel de gallina y placer. Hacía varios meses que no me sucedía. La última vez fue cuando tomé un libro de dibujos premonitorios que, como tantos milagros más, anda circulando por entre la gente sin que nadie se dé cuenta de que está auscultando el corazón de un tesoro.
Me asomé a la ventana, desnuda de la cintura para arriba. Me extrañó la persiana de mi cuarto. Recordaba que se izaba y arreaba como una bandera. Sin embargo, allí estaba yo, abriendo una de sus hojas con un movimiento horizontal.
El escalofrío familiar recorrió mi cuerpo.
Cuando me desperté, me di cuenta de que era la primera vez que me sucedía en sueños. Me acerqué a la ventana. Se abría como siempre, y yo estaba púdicamente cubierta con un largo camisón azul.
Bajé las escaleras, tomé un poco de agua y me mojé el cuerpo, para que el agua se llevara el último recuerdo de la corriente eléctrica que unos minutos antes asaltara mi sueño.
A la mañana siguiente abrí el diario, y allí estaba la noticia: realmente estabas aquí, a sólo unos kilómetros de mi refugio.
Perdoné a mi radio rosarina, y sobre todo, me perdoné a mí misma; alguna vez leí que los adultos estamos más predispuestos a aceptar lo horrible que lo maravilloso.
Tu contacto, tu contacto de esa noche, dentro de mi sueño, desterró de mí el último resabio de temor a estar alucinando. Es cierto, tenía sed de historias reales. Pero nada tan real como la caricia de tu sueño urdiendo el mío. Gracias.

Texto agregado el 23-01-2005, y leído por 2127 visitantes. (0 votos)


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