Alas y Ella
_ Alas… ¿estas ahí?
_ Sí madre –dijo él con voz entrecortada- aquí estoy, justo al lado tuyo, como siempre he de estar.
Al decir esto puso su ala sobre la figura agónica de la madre, tratando de entregarle todo el cariño que podía.
_ Te amo hijo, no sabes cuanto te amo, pero en este momento debo dejarte por un tiempo, sólo por un instante; hasta cuando tu llegues donde estaré yo, ansiosa de verte.
_ Pero madre –dijo Alas- no quiero perderte, te quiero aquí, junto a mí, siempre.
El muchacho la quería tanto que no entendía porque la muerte le arrebataba a su madre. Querían estar con ella por la eternidad, felices como lo habían estado hasta este fatal día en el que la vejez y el cansancio reclamaban un cuerpo, el de ella… justo ahora.
Ya no había tiempo… no se lo daban.
En un último suspiro y juntando toda la fuerza que podía tener, la madre dijo:
_ Alas… búscala… búscala. Ella esta ahí, esperándote, como siempre lo has soñado. Ve… tu corazón te guía.
No quedó tiempo para decir nada más.
Ya sabía que hacer, lo sabía muy bien. No hacían falta más palabras que aquellas. Entendía, comprendía. Se lo había dicho su propio corazón cientos de veces con anterioridad; sabía que había alguien en el mundo hecho apara él. Lo sentía dentro de su alma en cada noche de tristeza en que se alegraba pensando en ese ser, estaba seguro de que Ella miraba la misma estrella que el miraba, suspiraba al mismo tiempo que él lo hacía; pensaba lo mismo que él pensaba.
Las palabras de su madre fueron sabias: dijeron justo lo que tenían que decir.
Le importó donde iría y que haría, le importó poco que comería y como sobreviviría, le importó poco el otoño y el invierno que comenzaba. Sólo había en ese instante una sola cosa que le importaba y es que era su amor tan grande, tan puro y tan sincero que no dudo nunca, ni un solo momento en ir en búsqueda del ser que le había quitado el sueño tantas noches y que ahora sentía más cerca que nunca.
Se asomó fuera del árbol, miró la estrella que siempre observaba y emprendió el vuelo hacia lo desconocido.
Llevaba ya tres días de incesante vuelo con el único objetivo de encontrarla, de besarla de decirle que la amaba.
Los animales a los cuales se acercaba le decían muchas cosas, unas esperanzadoras y otras no tanto. Muchas de ellas crueles, tanto así, que destruirían la fe de cualquier ente en este planeta. Mas él no hacía caso, su temple estaba formado y su ánimo mas fuerte que cualquier temor que quisieran infundirle.
Viajaba de noche, sólo de noche, en dirección a la estrella, dirigiéndose hacia ella con todo el alma y el corazón. Cada vez más cerca ya podía sentir su grandeza, sus brillos, sus colores. No perdía que Ella, el amor de su vida estaría ahí esperándolo, bajo su luz, hasta que él llegase.
El invierno azotó con todo las tierras que él sobrevolaba. No podía ver la estrella por las noches como antes, las nubes se lo impedían. Sus esperanzas se esfumaban. Habían pasado ya dos meses y todavía nada. Veía la muerte cerca y no quería morir sin Ella, sin verla, sin tocarla siquiera. Definitivamente sin ella no.
Rendido ya casi sin fuerzas, se dejó caer. Sobre un tronco de un árbol ya viejo y marchito fue a dar. Suspiraba triste. Había sido un viaje inmenso y nada todavía. No podía ser posible. No podía serlo. Estaba cansado, demasiado cansado.
Mas cuando iba a cerrar sus ojos para siempre, cuando ya dejaba este mundo creyó oír algo. Una voz en el viento que le hablaba, que trataba de decirle algo.
Puso atención y se percató de que era la voz de su madre, le decía:
_ Mira… mira… date cuenta… tu búsqueda ya ha terminado.
En el preciso instante en el que concluyó la frase se abrió en el cielo, esa noche, un pequeño agujero, y dejó ver justo por aquella apertura la estrella que el tanto anhelaba, ahora sí, justo sobre él. Su luz indicaba el árbol, de manera esplendorosa y brillante.
Se fijó entonces que en lo alto de aquel árbol se veía una paloma, tan blanca como la nieve. La paloma miraba atentamente la estrella… la misma que el observaba.
En un último esfuerzo voló junto a ella. La miró de frente y entendió que ella también lo había esperado. Había pasado todo el invierno en ese árbol, bajo esa estrella, sabiendo que él vendría algún día a aquél lejano lugar de polo, a ese único árbol, por ella, sólo por ella. Su cuerpo estaba frío y congelado, lamentablemente la vida no le había alcanzado para conocerlo.
Pero Alas estaba feliz. Sabía que era Ella lo que siempre había soñado. La abrazó como siempre imaginó y con el beso más cálido que puede dar un ser, le dijo que la amaba.
Se dio cuenta en ese instante que hubiese sido capaz de pasar por lo mismo un millón de veces, aunque el resultado hubiese sido idéntico.
Porque Alas entendió sin lugar a dudas que el amor no tiene fronteras, ni principio ni final y que, tarde o temprano, en el cielo estarían juntos como nunca lo estuvieron en vida.
Se quedó allí, junto a Ella, por el resto de las horas que le quedaban de vida.
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