Ciudad de Buenos Aires, ciudad encantada, lugar en que los mares de personas tienen sus corrientes encontradas, donde la gente se cruza en marejadas, en olas de corrientes cálidas y frías: algunos te pisan, te empujan, no te ven ni se disculpan; algunos no te reconocen o hacen como sino lo hicieran; otros te ceden el paso como recordando tiempos mejores o más antiguos.
Unos te dicen piropos, otros te insultan sin motivo. Los hay que hablan solos o con sus celulares conversan más que con los presentes, algunos caminan sin mirar más allá que el mensaje de texto que han de enviar.
Personas apuradas por costumbre, otros que se contagian del ritmo vertiginoso, otros miran vidrieras mientras los de atrás se desesperan por su lentitud. Colas, filas interminables frente a los cajeros el día de cobro, que impide reencontrarse con el dinero que te pertenece, lo mismo para abonar facturas el día de vencimiento, uno suspira, se queja pero no apura el tiempo con ello.
Personajes insólitos, disfrazados de un mundo irreal, corriendo tras su destino, que parece más moderno que el de los demás, concierto de peinados y vestimentas llamativas, se derraman como cataratas en algunos barrios de la Capital.
Espejos sicodélicos en las galerías que relucen ropas de Europa, mientras muchos indigentes duermen frente a sus vidrieras. Carnaval de desigualdades en un mismo paisaje, mugre junto al dinero igualmente reflejado en un mismo ámbito.
Mientras las olas de individuos apurados van y vienen; amanece en la city carros de cartoneros, recolectores de basura, colectiveros enfadados, trenes atestados, semáforos desconectados, veredas rotas y calles con pozos inmensos; la Urbe no perdona se fagocita la historia de cada cual como si nada ocurriera, como si vivir así fuera la única manera.
Dedicado a los ágora fóbicos y a los que se cansan de tanto stress urbano...
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