No es la primera vez que me siento así. Mañana va a ser peor. Me encuentro en medio de una playa vacía, tendida en la arena, como apunto de morir. El sol cegaba todo, los poros me hervían. Mi corazón se secaba de tanto dolor y tanta ilusión. Era un vertedero de ilusiones rotas. Me sangraba la cara, como si alguien me hubiese golpeado con fuerza, como si alguien hubiese maltratado un rostro que vivía en el suelo. La arena se juntaba en mi pecho, como sepultando los sentimientos que me quedaban. Entonces, y en contra de mis escasas fuerzas, me levanté.
Un niño recién nacido, como Dios lo trajo al mundo, se hallaba tendido. Debajo de su cuerpo canela y sus ojos tornasol había una mantilla de algodón, de la blancura más potente. Traté de cargarlo. Lloraba a garganta descubierta. Sus lágrimas curaron mis heridas, me ardía tanta ternura e inocencia. Tenía deseos de ser como esa criatura. Quería retroceder el tiempo para analizar lo que esta vida me ha dejado.
Un hombre sesentón se acerca a mí. Tenía la piel ardiente y los ojos de fogata. Era el Diablo. Con su mano ácida recogió mis cabellos y su boca resbaló por mi cuello, con energía, jadeante, triunfal. No podía moverme, las piernas no obedecieron. Seguía aferrada a ese cuerpecito blando y angelical. El Diablo me seguía besando, ese ser viejo me recorría y yo no hacía nada. Sólo sabía que me estaba muriendo. Fue cuando la guagua desapareció de mis manos. Y en un abrir y cerrar de ojos se transformó en un joven alto y guapo, que me besaba con ternura. Con la misma ternura, como cuando era bebé. Y las heridas sangraban. Corrían esas gotas de sangre y esas gotas de temor. El Diablo ahora era una estatua, petrificado con tanto amor a su alrededor. Te quedaste ahí, joven bello, con esos ojos de confusión, con ese mirar que congela todo lo que se llama vida. Y la mía... ¿dónde queda?
Luego de una agradable visita en tu casa, me despido besándote en la mejilla, con la esperanza de que mis lágrimas de necesidad y soledad desaparezcan al amanecer. Tus ojos brillan entre las luces de la calle. Los míos se apagan en la fantasía de una playa cualquiera. |