Aquel hombre, bajaba de la árida montaña a veces cubierta de nieve, envuelto en su poncho y al reparo del sombrero de ala ancha, ya desgreñado por mas de un invierno a cuestas, montaba su fiel zaino llevando sus alforjas, repletas de verdes botellas conteniendo el fruto del ordeñe del día.
Al llegar al pueblo, las iba distribuyendo entre sus clientes tradicionales, que como yo le dejábamos en el porche las vacías con las monedas justas.
Era como un fantasma, no importara si estuviera lloviendo o nevando, sabíamos que todas las madrugadas venía, pero nadie lo veía. Salvo al atardecer, cuando emprendía el retorno por el sendero que serpenteaba la montaña, donde ya no era consciente, como resultado de ahogar sus sueños en mas de una copa.
Ocasionalmente, algún vecino al verlo pasar se preguntaba ¿Por qué terminar así? ¡Que pena!, ¿No tendrá otras aspiraciones? Nunca se supo las respuestas, aquel rudo hombre de rostro curtido por el tiempo, no respondía, su zaino era su alma, su voz y su conciencia, en medio de pasos zigzagueantes, tenía un solo objetivo, retornar a su amo al rancho, sano y salvo.
Así transcurría los días, hasta aquella mañana del gélido invierno en que todo lo envolvía una densa niebla. Mirando al porche a través de la ventana, solo distinguía como mudo testimonio, las esfumadas siluetas, de unas botellas vacías y un puñado de monedas que ya no comprarian otra copa.
N.D.J.
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