La impermanencia de las cosas, las personas, las situaciones...
Un tibio sol de abril sorprendió sus zapatos casi escolares pisando el pavimento de su calle. A quince cuadras del metro, dos estaciones y ya está: La facultad de Química de la Universidad de Santiago. Quedaron atrás los abrazos cálidos de su compañero Roberto que ayer en la noche, oliendo su pelo, le había dicho que era maravillosa.
Las clases, la hora de ayudantía con el pedante del profe, a quien le corregía las pruebas y preparaba los ejercicios por unos míseros pesos que apenas le alcanzaban para pagarse las fotocopias.
En la tarde, cruzó desprevenida la avenida de dos pistas, un enorme bus casi la embiste como un rinoceronte desbocado en aquella selva de cemento. Qué hacía ella ahí, qué hacía?. Añoraba los tiempos de colegio, llegar a las tres y media, meterse en la cama de su mamá para almorzar tardíamente, mientras ésta dormía la siesta con un ojo, y con el otro veían juntas la teleserie.
Quería que la ciudad, fría y desapegada, a esas horas, la envolviera como un gran útero acuoso, del cual nunca debió haber salido. 18, 20, 23 años, de qué servía crecer si seguía siendo una niña desamparada de pelo desgreñado y ojos enormes.
De pronto revolvió el bolso y contó los piticlines. Sí le alcanzaba, bajó a la estación del metro y caminó hasta el Portal Lyon, entró a la tienda y lo pidió: en su hombro derecho, un pequeño dragón negro sentado en monedas de oro que no eran otra cosa que su gran tesoro inerte: un montón de pequeños momentos en que sintió la piel de alguién, en que esa piel se pegó humedamente a su piel y le dijo a murmullos estas viva, encarnada en el planeta tierra, sentimos.
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