Abrí la caja de mudanza dentro de la que me encontraba y cuando pude salir por completo de allí me di cuenta de que estaba en mitad del puente de Triana; era de noche y había mucha bruma cubriendo el río y los edificios cercanos. La noche tenía un aire fantasmagórico que me hizo encogerme instintivamente. Eché la caja blanca rodeada de cinta aislante a un lado de una patada y, de pronto, el puente pareció empezar a inclinarse por ambos lados como si de un tobogán se tratase, no podía dar crédito, pero tampoco había mucho tiempo para plantearse si era lógico lo que ocurría, así que eché a correr, no sin dificultad, hacia uno de los extremos y giré a la derecha. Estaba a salvo.
Un arrullo proveniente de una esquina de la calle me hizo girar sobresaltada, allí, como pude ver gracias a la luz amarillenta de una antigua farola oxidada, se encontraba una paloma con gabardina grisácea y un gorro de ala del mismo color. Mirándome directamente a los ojos y mientras se aproximaba, se despojó de la gabardina para dejar al descubierto su blanco plumaje inmaculado de no ser porque una negra mancha cubría su pecho. Yo había visto eso antes en otras palomas de la ciudad. Más arrullos. Venían a buscarme lo leía en sus –ruuu-. Las piernas echaron a correr y por no despegarse de ellas dado la amistad que los unía, mi cuerpo las siguió; a mis espaldas miles de plumas y arrullos llenaban la fría atmósfera invernal.
Llegando a la altura de la puerta de mi casa comprobé que del fondo de la calle venía una multitud, haciendo buen uso de mis lentes de contacto y parpadeando varias veces ví cómo un verde-amarillento higo chumbo de enormes dimensiones y repletito de espinas, con brazos, piernas y una puntiaguda nariz, levantaba aleatoriamente brazos y piernas, una vez la pierna derecha y el brazo izquierdo y la vez siguiente sus contrarios, era un baile hipnótico, sinuoso, provocativo, estaba… ¡estaba bailando samba!. Detrás de él venían dos colosales cabezas olmecas de basalto con gruesos labios, orejeras y una enigmática mueca que le seguían el ritmo; algo más atrás tres o cuatro (no alcancé a contarlas, porque inmediatamente busqué refugio) pequeñas figurillas en piedra de mujeres semidesnudas que movían su barriga y gritaban -¡saaamba!-.
No me hizo falta buscar las llaves de casa (tampoco las llevaba nunca), entré sin más y busqué el cálido refugio de mi habitación. En la cama un cojín en forma de corazón abría y cerraba sus brazos pareciendo invitarme a un abrazo eterno del que probablemente jamás me libraría, ante tal propuesta, opté por el fresco aire del río para refrescar mis ideas. Abrí las puertas del balcón y ya más relajada apoyé el cuerpo en la barandilla, pero alguien me escupió agua -¡estúpido pato! ¿qué crees que haces?-. Sobre una piedra y con cara de mosqueo un precioso ejemplar de plumas pardas y cabeza verde azulada me espetó - ¿a ti te parece normal que no nos ayudes cuando vienen los pescadores y nos pegan mamporros en la cabeza con sus cañas para que no nos comamos los gusanos de sus anzuelos?-. No le dio tiempo a acabar la frase, no estaba dispuesta a continuar con los reproches y encima los samberos habían reaparecido usando como tambor la caja de mudanza, llevando gabardinas cubiertas de blancas plumas e invitando a unírseles a todo aquel que lo deseara. Cerré la puerta de cristal de golpe. Seguro que en cuanto me tumbase en la cama todo pasaría.
Me pareció ver que un cerdo que reposa sobre la pantalla de mi ordenador me guiñaba un ojo, también que un marco de foto corría habitación arriba y abajo, pero ya nada me sorprendía. Me tumbé y decidí no volver a cerrar lo ojos más. ¡Para que luego digan que dormir es bueno para la salud!.
(Dedicado a Pablo, el de la esquina superior derecha) |