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A NUSHIÑO, MÁS ALLÁ DE ARAJUNO


Llegamos al terminal de Cumandá a las 9:25 h para comprar pasaje al Puyo, donde —según mi viejo— el cielo posee las estrellas más brillantes, pues debo visitar los Centros Infantiles que están construyendo algunos Municipios y el Consejo Provincial de la provincia de Pastaza en convenio con el Programa NUESTROS NIÑOS. Es lunes 18 de marzo de 2002. ¡ Que pena, el próximo turno de la “Baños” es a las 11:30 h ¡ y debemos estar temprano, porque nos cierran la oficina de ORI a las 5:00 h.

La San Francisco Oriental sale a las 10:00 h, así que, tercera fila, lado derecho, asientos 11 y 12, partimos con Fabián Garzón, un ingeniero civil que hace rato pasó los cincuenta y que conversa como de ochenta (es decir, necesita desesperadamente ser escuchado), rumbo a la ciudad cuyo nombre significa “neblina” en kichwa. Hasta Baños, no doy pié con bola, porque Fabián, o ha trabajado o ha traído algo para todos los poblados que hemos pasado desde que salimos de Quito hasta el “Pedazo de Cielo” y eso que antes de Alóag entré en una “ruca” casi comatosa y que me duró hasta más allá de Salcedo, frustrando por casi hora y media a mi locuaz compañero, que sólo podía conversar con el vidrio de la ventana, pues yo iba al pasillo.

Pero sólo le di chance para sobrarse, hasta Baños, desde donde contraataqué, ya que Fabián no había viajado por allí en años y tomé pista sacando a relucir mis recuerdos del viaje anterior, de mediados del 2000, con lo cual mi compañero no abría mucho la boca, y eso que se anotó un tanto, recordando la cascada del “Velo de novia”, unos kilómetros después de Agoyán, que no la tenía en mis recuerdos.

Antes, habíamos cruzado los túneles nuevos, de 600 y de 900 metros de largo, excavados en roca pura, aunque algunos tramos (pocos) tienen la bóveda de hormigón armado. Se me presentan ciertos brotes de claustrofobia que, primero me asustan al cruzarlos, y luego me preocupan. Algo habrá que hacer al respecto. Luego, Mera, Shell y finalmente a las 15:00 h, Puyo, donde quien debía esperarnos, brilla por su ausencia. Hacemos las gestiones pertinentes en ORI con Herminia Petroche, la Coordinadora Provincial y definimos que el martes —mañana— vamos a Palora, el miércoles a Arajuno y el jueves a Santa Clara. Fácil —me digo para mis adentros—, ya que Arajuno es lo único que aún no conozco. Así que, vamos al hotel, almorzamos como a las 18:00 h, baño, una vueltita de confianza por las calles aledañas y a la pieza, ya que mañana nos recogen muy temprano. Antes de dormir, unas pocas páginas de “La Guerra del Fin del Mundo” de Vargas Llosa, que está excelente y que por ahora, tiene a los Pajeú, Vilanova, los dos Joao y Macambira, defendiendo Canudos, de Moreira César, bajo la égida del Consejero.

El vehículo de ORI nos deja en Palora luego de hora veinte de viaje —con parada y foto en el puente metálico colgante sobre el río Pastaza incluidas—, a las 8:00 h en los bajos del municipio, con una puntualidad que asusta. Contactamos a María Inés Pazmiño, funcionaria de ORI Morona-Santiago, que es la encargada de los Centros Infantiles del sector. Antes de partir hacia Arapicos, buscamos donde desayunar y encontramos un lugar donde Fabián bebe su café, religión mañanera en él, y yo me despacho una “agüita de vieja” con unas empanadas de queso, que saben muy bien. Palora, de nombre aborigen Metzera, es un cantón ganadero, donde el más pobre posee 180 cabezas de ganado, —según nos dice María Inés— de calles amplias, rectas y ordenadas, y que en mi visita de octubre del 2000 identifiqué como el lugar donde podríamos fundar Zurrilandia con el Muchachín: pero eso es otra historia.

Luego, con María Inés —una mujer alta, cercana a la cincuentena, gordita voluptuosa—recorremos los Centros Infantiles en una camioneta de ORI Morona-Santiago (en la que ella ha insistido en ir en el balde, mojándose, porque llueve como llueve en el Oriente), mientras con Fabián completamos la cabina junto a don Carlos Vega, conductor, un cuencano afincado en Macas hace ya 18 años y que le lleva la caña a Fabián (a quien de ahora en adelante identificaré como Locutín, como fácilmente comprenderán ustedes). Con María Inés va Antonio Rivadeneira, también de ORI Morona-Santiago (quien de Centro en Centro va realizando la antropometría a los niños y otros quehaceres de su trabajo). Pasamos por Arapicos, la Colonia Azuay, Sangay y luego, en 16 de Agosto, entrando al Centro Infantil, me topo con una señora, de más de cuarenta y menos de cincuenta, a quien se le nota una belleza otoñal y que tiene una inconfundible “pinta” manabita.

—Aura Narcisa Mendoza de la Cruz— me confirma, cuando por las dudas le pregunto el nombre.

Y Locutín completa, con una puntería muy de su saber:

—¡de Junín! (Que provoca en ella una sonrisa amplia y franca, y un “Para servirle”— tan sincero como su origen.)

Me dice que hace veintitrés años que, viuda, vino por acá. Y hubo un “orientano pilas” que la conquistó. Y ya tiene dos hijos con él, más los cuatro de su primer compromiso, que ayudan a poblar esta rica zona. No ha regresado a su tierra y me pregunta con nostalgia sobre nuestro “Manabí querido” y le digo que la familia de mi abuela paterna es también de Junín. Resulta que ha oído hablar alguna vez de mi tío, “Puro” Bravo, quien hizo mucho honor a su nombre, pues tuvo un trapiche muy famoso por el tan conocido “puro de Junín”: legendario aguardiente de la “tierra hermosa de mis sueños”.

Luego de terminar el recorrido, don Carlos Vega, con un par de cachos contados de por medio, nos deja a las 15:30 h en Mushullacta, en la vía Puyo-Macas donde esperaremos a la San Francisco que viene desde la “Flor del Oriente” y que, según Cecilia Condo —la señora que me vende una cajetilla del “rompepecho” Full Blanco, en el quiosco frente al parque— pasa a las cuatro.

Atrás de la fila de quioscos hay un coliseo cubierto, con pequeños graderíos, donde se practica el deporte nacional —nuestro “Ecuavoley”: tan popular— y, además, se baila en las fiestas patronales (aunque Cecilia dice que ella no, que no sabe los bailes modernos, ¡y eso, que no pasa de los treinta!).

Hace rato que ha salido el sol. Y la gaseosa helada, nos refresca el gaznate “que da contento”. Aunque mejor hubiera sido una “bielita” que no hay, porque —siempre según Cecilia— “no ha pasado el carro que viene del Puyo, para reponer las jabas vacías”.

Me pongo al acecho del transporte porque veo que hay varias personas esperándolo. Y no quiero hacer el viaje de hora y pico, de pie.

Con una puntualidad que vuelve a asustarme (a las 16:00 h exactas) llega el bus amarillo y azul. Y corremos con Locutín para alcanzar asiento. Por suerte, hay espacio para todos. Y, al último momento, escojo una fila del fondo, con uno de los asientos ocupados. Dejo que Fabián vaya adelante, para no escuchar su conversación achilenada (estudió y trabajó dieciocho años en la patria de Neruda, y a la décima palabra de su conversación empieza a soltar sus “estai” y “hueón”), mientras camino hacia el asiento escogido. Cuando me acomodo en él, miro hacia delante y ya Locutín ha soltado su jarabe de pico para su compañero de asiento: un “orientano” veterano, que parece ser del mismo lote: ¡o sea, bueno para el parloteo!

En Puyo, alcanzamos a la gente de ORI que nos confirma la salida para Arajuno el día siguiente, a las 6:30 h.

En el hotel, me hago amigo de la señora que cocina y le pido un pescado al vapor:

—Sólo hay bagre de aquí del oriente— me dice, mientras me muestra su dentadura blanquísima, esta morena regordeta y que tiene buena sazón (como ya comprobé en la merienda de anoche).

—Y no se si le guste.

—No se preocupe, pescado es pescado.

Y termino pidiéndole una ensalada cruda y papas cocinadas, para acompañar, ya que lo frito no es mi onda.

Luego de la comida y de un baño reparador, salgo a dar una vuelta, solo, pues Locutín debe estar regresando a Quito, y me llego al «New Bar», a la vuelta del hotel, donde con el Cacho Tapia ya nos habíamos tomado unas cervezas en el viaje del 2000 (que tiene música chévere y suave, de los ’80, en inglés, y una tranquilidad reparadora). Dos frascos más tarde y enterándome de la derrota de Moreira César y la muerte de Galileo Gall en “La Guerra del ....”, me voy a dormir porque mañana, la salida es temprano, como a las seis.

Me recogen: Patricio Robalino, conductor y Herminia Petroche, Coordinadora Provincial de ORI y vamos a cargar gasolina, para luego encontrarnos con un técnico de ORI, que nos acompañará hasta Arajuno y se quedará un día más por allá.

El técnico es Méntor Gabriel Núñez —descendiente de Vasco Núñez de Balboa, según bromea— que viniendo de Riobamba, se quedó por acá hace más de veinte años y se considera un “orientano”, que cantará hasta la muerte, según confiesa. Mientras, voy descubriendo un camino que antes no he transitado y que empieza a subir una cordillera, estribación de la Oriental de los Andes y que mientras la cruzamos, a nuestra derecha, nos enseña un hermoso valle que tiene al río Huapuno como su Don. Bajando, ya el terreno se hace plano y Patricio me cuenta que donde vamos, hace mucho calor y que ojalá no haya un día soleado. Pienso que su deseo se va a cumplir, porque a las 7:30 h, está oscuro, muy oscuro. A las 8:10 h, en pleno Arajuno, sin haber aclarado mucho, enfilamos al primer Centro Infantil, “Valij Wawa” —Niño valiente, en este kichwa con grafía shuar, que es muy común en Pastaza y Morona-Santiago— que está en construcción mediante un convenio con el Municipio del lugar y constatamos que están atrasados, muy atrasados, con el cronograma. Lo mismo encontramos en el segundo Centro, “Wawa Wasi” (Casa de los Niños) y Herminia me dice que sólo nos queda ir al Centro “Curi Wawa (Niño de Oro), en Nushiño, donde a principios de febrero, ya tenían la madera lista para construir.

— ¡Camina Catalina¡ — le digo a mis acompañantes, usando la expresión coloquial extraída de una vieja canción cubana y Patricio, sonriendo con un dejecito burlón, me espeta:

—bien dicho, porque hay una hora de camino.

Herminia sonríe y yo, como subimos al Trooper me quedo picado, sin entender. Avanzamos unos diez minutos por un camino veranero, plano y sinuoso, hasta que se acaba. A nuestra izquierda hemos visto, abandonada, una estructura de madera, de una construcción de dos pisos, de lo que fue la escuela Luciano Trinquero, en muy buen estado, pero sin piso, techo, ni paredes. Cuando bajamos del vehículo, estamos en la puerta de una finca que, para mis adentros, luce abandonada. Veo lo que parece un pozo y Patricio me confirma que efectivamente lo es y de extracción de petróleo, y que, él siempre lo ha visto sellado. Estamos en Santa Bárbara del Pozo, hasta donde se puede llegar en cuatro llantas y empieza a llover pertinazmente. Ahora entiendo, el resto del camino es a pie y yo pienso, estos se van a estrellar conmigo, ya que mis cuatro años de caminar de tres a cuatro veces por semana durante casi una hora, me mantienen en forma, con el ego levantado y una incipiente panza, controlada.

Nos adentramos en la selva por un camino de piedra, de un metro veinte de ancho, con piedras más anchas a lo largo de los bordes y las más pequeñas al centro, y escucho a Patricio alegrarse de que no hace sol. Él, va vestido con un blue jean, camiseta y zapatos deportivos, de suela adecuada para la ocasión, Herminia va con indumentaria parecida, al igual que yo, salvo que calzo mis botas de trabajo —de cuero, con suela antideslizante— recién reparadas pues se me habían destapado hace un mes en la provincia de El Oro (y con todos mis viajes como palmarés). Además, llevo mi portafolio de nylon, recubierto interiormente de lona, que lo vuelve impermeable y así, protege mis papeles de apuntes, mi cámara fotográfica y mi celular, que “porsiaca” no he querido dejar en el hotel.

El que me sorprende, es Méntor, que usa camisa, pantalón de vestir y zapatos de cuero —negros y como para fiesta— , para colmo, “puntudos” (como decimos nosotros). Además, nos acompaña un paraguas, que Herminia previsoramente ha llevado y que se lo entregamos a Méntor, para que lo lleve, junto con mi portafolios, para proteger su contenido.

Me adelanto rápidamente, con Patricio a mis espaldas y los otros dos, más atrás. Salvamos varios esteros, cruzándolos sobre las piedras y maderos que forman parte de este camino que algunas mingas han construido y que se ve deteriorado a medida que avanzamos. A nuestra derecha vemos un río de seis a ocho metros de ancho, algo correntoso y que es el Nushiño, afluente del Curaray por la margen izquierda y con este, del Napo, por la margen derecha, ya en territorio peruano. Ya vamos empapados cuando siento que no es lo mismo, el hormigón de las calles y aceras de mi ciudadela Guayacanes en Guayaquil, que las piedras de este camino, que sin esforzarse mucho, hincan las plantas de mis pies a cada paso, pero igual, no molestan mucho. En un recodo del camino, Patricio me ha rebasado y ya sólo le veo las espaldas unos cincuenta metros adelante mientras Herminia y Méntor, de seguro están atrás, bastante más lejos, ya que al voltear mi cabeza, no los veo, hace rato. La vegetación es muy tupida, no permite ver el cielo, pero si el paso del agua de lluvia y no varía en todo el recorrido. Sólo reconozco algunos guarumos, pues las otras especies no constan en mi memoria y no pregunto, por no perder el paso. Al río Nushiño ya no se le ve arena en la orilla, sino, un cauce raudo con algunos pequeños troncos y ramas que se deslizan en su lomo que ya tiene unos doce metros de ancho. El camino es más ancho, las piedras han dado paso al lodo, los esteros que cruzamos tienen aún poco caudal, pero la lluvia sigue igualita: constante y refrescante.

Durante un trecho, no veo a Patricio adelante ni a Méntor y Herminia, atrás. Me pregunto si lo que empiezo a sentir es miedo y como me sentiría perdido en la selva. Decido pensar en otra cosa y sigo avanzando, chapoteando ya de charco en charco y algunas veces apartándome de la trocha, para evitar el fango, aunque mis botas ya tienen su color y mis medias y mis pies ya están rodeados de agua dentro de ellas. Me acuerdo de mi sobrina Chaby, ávida de aventuras, quien daría la vida por estar aquí y a quien torturé toda la semana anterior, ufanándome de mi viaje a Pastaza e invitándola, cuando yo se que no puede venir, pues su trabajo no se lo permite.

En eso, a mi derecha, veo a alguien que cruza de regreso, un puente, desde una comunidad, que, me enteraré después, se llama Celiano Monge. Sigo avanzando a buen paso y diez minutos mas tarde y dos mil setecientos treinta y dos hincones más en las plantas de mis pies, casi me choco con Patricio, que regresa y me dice que no, que por allí no es, así que regresamos hasta una “Y”, de la cual habíamos tomado ambos el ramal izquierdo —yo, porque creía que el derecho sólo me llevaba al río y él porque se confundió—, donde encontramos a Herminia y Mentor, que llegaban. Tomamos por la derecha y llegamos a una playa, donde vemos un par de niños, a quienes Patricio se acerca y convence a uno, el que porta paraguas, de unos siete años, para que nos guíe a nuestro destino, que efectivamente, esta cerca y que alcanzamos luego de caminar unos cien metros por la margen izquierda e internarnos otros cincuenta en la selva: Santa Elena de Nushiño.

Entramos al poblado, un descampado con una planicie como una cancha de fútbol, que al inicio tiene un centro de salud, cerrado, lamentablemente y que se llama “Santa Catalina”, una construcción octogonal, con paredes de bloque, ventanas de madera, que es sin duda, la mejor edificación del sitio. A la derecha, con paredes de tabla de algo más de un metro de alto, estructura de madera y cubierta de zinc, el aula de recreación de los niños del Centro de Desarrollo Infantil “Curi Wawa” , atendidos por una Madre Comunitaria que me sorprende por su pulcritud y lo limpio de su blanco mandil. Hacemos un alto bajo techo y descansamos de la lluvia que no ha cesado un solo momento y entre los saludos y las presentaciones de rigor, me parece ver preocupación en la cara de Herminia, pero no le paro mucha bola, porque pienso que puede ser también cansancio.

Han transcurrido una hora y diez minutos desde Santa Bárbara del Pozo y todos parecemos “chagüis mojados”, como nos decía la mamá Lila, de pelados, en los inviernos de Portoviejo, al regresar embarraditos luego de jugar pelota en la lluvia, en la cancha de la ”Corroncha”. El panorama lo completan, al final de la explanada: un par de construcciones pequeñas, a la izquierda, el dormitorio de los niños y algo tirada al centro, la cocina (hacia donde me dirijo porque veo salir humo por las cañas que fungen de paredes). Además veo, arrumados en varios sitios, tablones que servirán para la construcción del Centro Infantil que el Municipio de Arajuno todavía no empieza. Le pido al niño que nos ha guiado, que me acompañe hasta la cocina y al llegar, la madre que prepara los alimentos, me brinda un jugo de naranjilla, más caliente que tibio, que me sabe a gloria y me compone el espíritu. Le pido otro vaso para el niño, quien al preguntarle su nombre, me responde: —Juan Alberto— con una voz apenas audible, los labios moraditos y temblorosos, tiritando de frío, ya que aunque ha estado siempre con paraguas, está tan empapado como nosotros. Se toma el jugo, se calma un poco y su amplia sonrisa paga el haber llegado hasta aquí. Después se acercan Herminia, Méntor y Patricio y ahora si me convenzo que ella está preocupada, ya que todos han probado el juguito milagroso y su ceño, es lo único fruncido. Tomo las fotos de rigor, que prueban nuestra estancia, rechazo un guineo que me brindan con todo el cariño de la gente sencilla y humilde de estos lares, se que ya hemos hecho lo que nos trajo hasta aquí, verifico que mi celular está seco y de nuevo, la expresión de campaña:

—¡ camina Catalina ¡ — a la vez que Herminia me suelta, de sopetón:
—los esteros deben haber crecido, apurémonos—

Recién caigo en cuenta que eso puede provocar el que durmamos allí, en Santa Elena, si uno o varios de los muchos esteros que hemos salvado, ha querido dejar de ser estero, para ser río, aunque sea por unas horas. Recuerdo que el primero que cruzamos estaba de un ancho significativo. El cielo, ahora que lo podemos ver, desde que estamos en el poblado, está “panza de burro” o sea, entre gris y negro y el ambiente, como la canción del Haitiano, “Llueve que llueve”. Emprendemos el retorno y los preocupados, ya somos cuatro.

Para aliviar la tensión, pienso en voz alta y me escucho decir:

—Tranquilos, que todo va a salir bien— y me lo creo.

No se si lo creen los demás, pero ahora vamos todos juntos, más despacio que a la ida. Nada ha cambiado en la ruta, excepto que cada estero que encontramos, está más ancho, pero salvamos todos, ya no pisando piedras o troncos, sino, directamente sobre el agua, hasta los tobillos, pues en cada uno, sólo se ve agua. Méntor es un hombre menudo, cincuentón y camina sin prisa, pero sin pausa y sigue llevando el paraguas y mi portafolios. Herminia es una mujer de estatura mediana para nuestro medio, algo gruesa y no ha desfruncido su ceño en todo el regreso, pero apura el paso y la escucho decir algunas veces que ojalá no haya crecido el primer estero que encontramos , el más ancho que recordamos. Ahora a nuestra izquierda, el río Nushiño sigue bajando raudo y correntoso, con más navegantes en su lomo que los que ya habíamos visto y suena fuerte. Llueve tanto, que hemos pasado la entrada a Celiano Monge sin darnos cuenta y cuando ya han transcurrido como cincuenta minutos, en un recodo aparece desafiante, correntoso, muy oscuro y de unos seis metros de ancho, el estero que Herminia no quería encontrar y que a unos diez metros a nuestra izquierda, alimenta al Nushiño. Aminoramos el paso y mirándonos las caras entre todos, con una mezcla de incertidumbre y esperanza, llegamos a la orilla. No tenemos convicción de que podemos pasar. El camino se hunde unos noventa centímetros para llegar a la orilla y unos cinco metros aguas abajo, un guarumo atravesado parece ser nuestra salvación ya que se apoya en ambas orillas aunque en el centro de su longitud, se ha formado una palizada, que pugna por llevárselo. Nos detenemos a reflexionar y para pensar más tranquilos, saco mi paquete de Full Blanco, —mis queridos rompepechos— del cual todos extraemos uno, y nos disponemos a encender, pero la humedad hace que mi encendedor ni se mosquee y ya saben ustedes que en momentos así, un cigarrillo inspira y hasta tranquiliza. Hago varios intentos, hasta que, casi al darme por vencido, la llama alcanza a salir y enciendo el mío, del que aspirando una gran bocanada, separo de mis labios y lo doy a Patricio para que encienda el suyo y luego los de Herminia y Méntor. Algo más tranquilos, Patricio se mete en el estero y a los dos pasos, con el agua hasta medio muslo, voltea y grita: «¡está muy fuerte la corriente, Doña Herminia no pasará. A dormir en Nushiño”!» medio en broma, medio en serio.

Regresa y Herminia nos dice que esperemos un rato que la lluvia ya mismo pasa y que el nivel del agua bajará. No me lo creo, porque el cielo no deja apreciar que eso pueda suceder, pero no digo nada, para no echar leña al fuego de nuestras dudas. Méntor, mientras tanto, se ha ido, adentrándose en la selva, aguas arriba por la orilla, para ver si puede encontrar un sitio angosto por el cual podamos pasar, pero regresa antes de cinco minutos con la noticia que encontró otro estero que alimenta al nuestro y que por ese lado, no se podrá. Patricio se cuelga mi portafolios al hombro, y haciéndolo descansar sobre su espalda, se dirige al guarumo, a nuestra izquierda, para tratar de cruzarlo caminando. Llega, y al intentarlo, resbala y cae al agua. Doy un respingo, pues el portafolios queda sumergido unos diez centímetros y ya imagino mi celular y mi cámara, empapados. Patricio sale del agua e intenta cruzar el estero, a horcajadas sobre el guarumo y le va con éxito, hasta la mitad, donde la palizada le impide seguir y cada vez pugna con más fuerza por arrastrar al tronco salvador y llevárselo consigo hasta el Nushiño, lo que hace regresar a Patricio, con una cara de frustración que nos contagia. «A dormir en la selva»», me digo para mis adentros, y algo me tranquilizo cuando constato que mi cámara y mi celular están secos. Patricio se da tiempo para decir que en la noche, en la selva, no se ve ni la punta de la nariz. Aprovecho y tomo un par de fotos «para la posteridad, pienso»— donde espero, no se refleje el miedo.

Comentamos entre los varones, que nosotros si pasamos el estero, pero a Herminia, no la mueve ni un terremoto, cuando Méntor, decide intentar el cruce, él solo. Está es eso cuando, a nuestras espaldas, aparecen en el recodo que lleva a donde nos encontramos, dos lugareños, uno más alto y grueso que el otro, seguidos de un caballo, de color beige, flaco y no muy grande y un perro negro, con una pequeña mancha blanca en su cabeza. Ellos sonríen y nosotros saludamos. El caballo pasa a mi lado sin darme ni la hora —lo miro y me parece salido de un cuento de García Márquez, pues tiene los ojos azules, tirando a celeste— y se mete al agua, seguido por el más bajo de nuestros inesperados visitantes y cruza el estero, mojándose apenas la panza, más fresco que una lechuga, llegando al otro lado en tres patadas. Nos invade una sensación de alivio que parece iluminar el día —son las doce y media y fácil se diría que son las seis de la tarde— y sin decir nada, enfilamos hacia la orilla. Méntor logra llegar al otro lado porque ya estaba en el agua, yo lo alcanzo rápidamente y Patricio y el lugareño alto, ayudan a Herminia, que pasa sin problemas.

Ya en la orilla anhelada, vemos que el perro hace varios intentos por echarse al agua y no se atreve. Casi estoy convencido que se queda, viendo su cara de angustia y escuchando sus quejidos de miedo y en eso se lanza por el sitio que no me imaginaba, hacia el guarumo y la corriente se lo lleva y él, mucho más instintivo que nosotros, se pega al tronco y salva el estero, incluida la palizada. Llega, donde nosotros ya tenemos otras caras y expresiones y ahora sí, todos felices y tranquilos, reemprendemos la marcha. Nuestros salvadores son Felipe Andi, el más grande y Sergio Andi, su padre, kichwas de Celiano Monge, su perro Pinina y el caballo sin nombre y de ojos azules, que avanza unos cinco metros adelante nuestro.

Unos minutos más tarde, llegamos a Santa Bárbara, donde el Trooper, espera para regresarnos a Arajuno. No bien arrancamos, nos detienen unos gritos en el camino. Es Juan Álvarez, Supervisor de Educación de la zona, conocido de Herminia, que nos pide le llevemos a Arajuno. Lo hacemos y resulta ser otra versión de Locutín, felizmente sin el deje chileno. Conversador incansable, Juan nos lleva a almorzar a un pequeño restaurante de Arajuno, donde un caldo de bolas de verde, rellenas de atún, está más sabroso que mandado a hacer. Se lo comento, y Juan me cuenta que allí, siempre se come bien. Con el corazón contento, enfilamos al municipio del cantón y luego a Puyo, donde la rutina desestresante del «New Bar» resulta un bálsamo para mi organismo. Antes, he llamado a mi Flaca y le he dicho que he vivido una aventura increíble. Mientras, leyendo “La guerra del Fin del Mundo” me entero que Canudos está sitiada y parece inminente su caída, y que Joao Abade le ha pedido al Enano, le relate la «Terrible y Ejemplar historia de Roberto el Diablo», antes de entrar en un profundo y reparador sueño.

Al día siguiente, jueves, vamos a Santa Clara, todo bien, pero como —según Facundo Cabral— lo seguro ya no tiene misterio, sólo disfruto mi trabajo. El viernes, mientras adormilado estoy yendo en la San Francisco Oriental, de Puyo a Quito, tercera fila, lado derecho, asiento 11, más allá de Lasso veo que un rayo se descuelga espectacular a mi derecha, acariciando las faldas del Cotopaxi, y como de costumbre, me extasío y pienso que, esta semana, jamás se borrará de mi memoria.



Bernardo Romero Hidrovo
Guayaquil, marzo 28 de 2002

Texto agregado el 14-07-2003, y leído por 673 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-07-2003 Es bueno, lo sabe usted, me agrada leer lo suyo. Reciba mis cordiales saludos. cao
 
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