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LOS “PONCHOS HEROICOS” DE ZUÑAC

Hemos llegado a Quito, para empezar una gira de visita a Centros Infantiles de ORI y PRONEPE, que serán rehabilitados en su infraestructura, y que nos llevará al Oriente que, para mi, es como que no lo conociera ya que a mediados de los sesenta, muy niño, anduve por allá con mis padres, mi abuelita y mi tío Pepe ―quien por esa época hacía su tesis universitaria en Geografía del Ecuador―, y los recuerdos son bastante vagos. Digo hemos, porque hacemos equipo: Ricardo «Cacho» Tapia, arquitecto, que viene de Cuenca y yo, Bernardo Romero, ingeniero civil, de Portoviejo, aunque vengo desde Guayaquil y compartiremos el itinerario, las experiencias, las visitas a los Centros Infantiles de ORI y PRONEPE, y cualquier otra cosa que pueda pasar. En las oficinas del Programa NUESTROS NIÑOS, entidad a la que nos pertenecemos, este miércoles, 11 de Octubre de 2000, Pamela Rodas, nos entrega lo que previamente, Carlos Vázquez, arquitecto, guayaquileño, residente en Portoviejo y jefe inmediato nuestro ―vía Alfonso Cevallos―ha solicitado, para que en nuestro viaje, estemos bien apertrechados: botas de caucho de caña media, cantimploras metálicas, mochilas impermeables, cámaras fotográficas, linternas, sombreros de tela de ala corta ―muy apropiados para la zona, como luego comprobaremos― y ponchos de agua. Todo esto, debemos sumar a nuestro equipaje, que, como la gira es larga –Pastaza, Morona-Santiago, Cañar y Azuay en 21 días― no es muy reducido. Ricardo y yo desechamos las botas, por su peso y volumen. Ricardo lleva para el viaje, unos botines de montaña, «los zapatos de Xuxa» como ya los bautizó otro compañero, Teddy Alcívar, con quien ha compartido un par de giras, previamente. Yo, por mi parte, llevo mis botas de trabajo, de cuero y que han resultado muy buenas, desde que las compré hace ya unos cuatro años y tienen a su haber, además de tres inviernos, el último «fenómeno del Niño» en la inundada zona de «la estación de la 16» en Durán, durante tres meses de agua y lodo, sin descanso. Estamos en plena época de los “ponchos dorados”, cuestionados en la prensa y ámbito político nacionales, porque algunos de sus usuarios cotidianos, en ejercicio de funciones etno-burocráticas, han alcanzado sueldos nada comunes para el país.

Carlos y Alfonso ¾arquitecto, quiteño, a quien apodan “Paraca”¾, se unirán a nosotros en Puyo, el viernes, para acompañarnos a Macas, en Morona-Santiago y, comentan que es mejor llevar las botas porque en el Oriente, nunca se sabe, pero Ricardo y yo, duchos en estos menesteres, no nos inmutamos. El resto del día, continuamos con los preparativos y, junto con Teddy Alcívar, arquitecto, que viene de Portoviejo y Vicente Guijarro, de Chimborazo, aunque reside en Quito y es pastuso por adopción, ―que van a Sucumbíos, Orellana y Napo―, recibimos las instrucciones para cumplir con nuestro cometido: efectuar el levantamiento de los Centros Infantiles que se va a rehabilitar en las provincias nombradas. A las 17:30 h salimos de Cumandá en un bus de la San Francisco Oriental, que nos deja en Puyo, a las once de la noche.

Buscamos hotel rápidamente, y el taxista nos deja en el «Amazónico» donde dejamos el equipaje y decidimos con el Cacho, salir un rato para aflojar las piernas, después del viaje de cinco horas y media. Caminando por allí, nos damos cuenta que Puyo es una bonita ciudad, muy tranquila, donde a esta hora no se ve menores en las calles a pesar del movimiento que aún hay ―ya es medianoche― y lo muy agradable del clima. Luego de unas vueltas, nos detenemos en el «New Bar», a una cuadra del hotel, con buena música, tranquila y con unas cervecitas de por medio, el Cacho y yo le damos a la sin hueso, bromeando sobre como le irá a Carlos y ―sobre todo― Alfonso, cuando se nos unan. Alfonso se ha integrado recién al grupo, a pesar de ser nuestro compañero desde hace un año, y es la primera vez que va de gira y tendrá que pasar la “prueba”, para ser aceptado con todo rigor. Es el mayor de nosotros, creo que ya pasó la cincuentena, o la bordea muy de cerca, y a pesar de su apariencia circunspecta, resulta ―como descubriremos en el viaje― una persona muy divertida, felizmente, ya que con nosotros ser de otra forma es un problema. Además, es un fanático de la televisión y la Coca Cola, y maniático de la limpieza, tanto, que al cinto lleva siempre, en un estuche para navaja, un pequeño frasco con cloro, cuyo contenido rocía en todo cuanto puede (especialmente en cubiertos, vasos y toallas de su utilización personal, en hoteles y restaurantes). Carlos, ya ha estado en todas nuestras giras, acompañándonos en parte del recorrido, ya que siempre se ha hecho dos o tres equipos. Es viajado y también fue “mochilero”, al igual que Ricardo y yo, aunque con experiencia internacional. Ya refrescados y distendidos, nos vamos al hotel para un sueño reparador.

Al día siguiente, nos presentamos con Timoteo Zabala, el Coordinador Provincial de ORI Pastaza, que ya estaba sobre aviso. Él nos recibe atentamente, y luego de los comentarios de rigor, nos acompaña con Patricio Robalino, el conductor, y con Eulalia Arroba, Coordinadora de PRONEPE Pastaza, a efectuar el recorrido en Puyo, Mera, Shell y Madre Tierra. Todo va como se ha planeado y llegamos hasta Puerto Santana, para visitar el Centro Infantil “Los Periquitos” (el poblado me parece el último rincón del mundo), bastante pobre, al pié del río Pastaza, y desde donde, lo que se ve al otro lado ya es Morona-Santiago. Antes había un puente carrozable de hormigón armado, que permitía llegar hasta Palora, pero una correntada en el último «Niño» se lo llevó, sin miramientos. Hay un paisaje precioso, que me da la sensación que estamos en el lugar más abandonado que he visto. Antes de la visita del último Centro Infantil, luego de pasar Putuimi y la comunidad de Amazanga, se daña el «Trooper» y nos toca caminar a todos, menos a Patricio, quien se queda tratando de arreglar el desperfecto. Camino con Timoteo, a paso rápido, mientras Eulalia y Ricardo quedan atrás. A nosotros, que estamos por vez primera en estos parajes, nos parece que podríamos perdernos fácilmente por aquí. El calor y la caminata, nos provocan sed y como hay varios pozos de agua cristalina, limpia y tranquila, queremos beberla, pero Eulalia nos disuade, diciendo que mejor no, que esas aguas atraen a la temible Boa y como estamos sedientos, pero no somos giles, aguanten la sed nomás, Cachito y Bernardo. Aprovecho para conversar con «Timo», que es Shuar, cercano a los cuarenta, y conocer algo de su etnia y sobre todo de la Ayawuaska, que se dice, permite a los Shamanes tener visiones y cumplir con su trabajo, tan apreciado, en estas y otras tierras. Me cuenta que él puede llegar a ser Shamán y que le faltan, por lo menos cuatro etapas. Me explica, entre otras cosas, que en las etapas que ya ha pasado, cada vez, le ha tocado estar solo en la selva, durante varios días, ingiriendo sólo frutas, bayas y agua, meditando, escuchando el lenguaje de la jungla, para llegar a un estado síquico, físico y mental, en el cual el efecto de la Ayawuaska, es el adecuado para los elevados propósitos de los verdaderos “Shamanes” y que la mayoría de los publicitados y conocidos, no son más que charlatanes. Me dice que es cierto, que es un vegetal alucinógeno, pero muy nocivo y que no produce los resultados esperados en quien no tiene la preparación adecuada. Vamos a paso rápido y sostenido, lo cual lo sorprende por mi desempeño: Timo camina ancestralmente, como todo Shuar. Me pregunta que como así camino tan fresco, y me toca explicarle que casi todos los días, le entro a esto del caminado durante casi una hora, por mi interés de mantenerme en forma y darle mantenimiento a mi “guacho”. Llegamos como en cuarenta minutos al Centro Infantil “Carrusel” y justo nos alcanza el Trooper ya arreglado, que ya ha recogido a Eulalia y a Ricardo. Efectuamos el levantamiento respectivo en el “Carrusel” y enfilamos a Puyo, con una “parada técnica” en Tarqui, donde unas cervecitas en la tienda del lugar, nos mitigan la sed producida por la caminata y sin peligro de algún abrazo envolvente, de una Boa cariñosa. Esta oscureciendo, y la silueta del Sangay se recorta contra el cielo, hacia el sur-oeste, en este día que muere ya, despejándose, con la Luna en el Este, y sirviendo de ventana a las estrellas, que tímidamente empiezan a hacernos guiños que arroban. Sin duda, un anticipo de futuros y espléndidos encuentros, en este cielo de Pastaza.

Esa noche, el «New Bar» nos vuelve a acoger, con su buena música y su desestresante ambiente, mientras el barman-propietario nos confirma que en Puyo, la delincuencia casi no existe, que se puede andar tranquilo hasta en la madrugada y que a las diez de la noche, una sirena advierte a los menores de edad, que vayan a sus casas, so pena de ir a “cana” hasta el otro día. Nos retiramos temprano con el “Cacho” y dormimos como lirones. Al día siguiente,
viernes, recorremos la vía Puyo-Macas sin la compañía de Eulalia, hasta San Ramón en el kilómetro 55 y regresamos, pasando por Tsuratcu, Mushullacta y otros sitios de población predominantemente Shuar, con Centros Infantiles de nombres tan bellos como Uchi Jee (Hogar de Niños) y Shiram Jear (Casa Bonita). Justo en este sitio, nos brindan chicha de yuca, que empezamos a beber con recelo, porque sabemos como la preparan las mujeres de la comunidad, masticando la yuca y escurriendo el bagazo, en condiciones que harían gastar muchos metros cúbicos de Cloro a Alfonso Cevallos. Pido agua para no beber chicha, y me la dan, pero no dejan de ofrecerme el mate lleno de chicha, que también sube al gaznate, y así ando, a punta de líquidos. También nos brindan comida, estofado de pollo, y como soy vegetariano y no acepto, los Shuar me bautizan “Jempe”, que al preguntar, me cuentan que así se llama un pájaro que habita la zona, que sólo ingiere líquidos. Ya con nombre propio Shuar, salimos de allí, casi huyendo, porque la chicha ha empezado a embriagarnos y la comunidad parece muy divertida con ello.

Ya en Puyo, al filo de la noche, luego de un arduo día, nos encontramos con Carlos y Alfonso que han llegado y comentamos:

―¿Cómo estuvo su viaje, jefecito?―digo yo, imitando con gestos y ademanes a “Fallutelli”, el de la vieja tira cómica argentina, mientras el Cacho y el Paraca ríen.
―Chévere ―responde Carlos ―. Vinimos cada uno en dos asientos, porque a nosotros, nos gusta viajar cómodos.
―Así nadie me jode en las seis horas de viaje ―acota Alfonso―. No me importa pagar el doble pasaje.

Ricardo y yo nos miramos y sonreímos. «Estos manes nos sacan “pique”» pienso para mis adentros y comentamos sobre el recorrido del día siguiente, sábado, que nos llevará hasta Santa Clara, un cantón que está ubicado en la vía Puyo-Tena, limitando con la provincia de Napo.

―Compremos de una vez los pasajes a Macas, para mañana en la noche ¾dice Carlos¾: Así, llegamos de madrugada y descansamos el domingo, para iniciar el lunes el recorrido por Morona-Santiago .

―¡Buenazo! ―dice el Cacho Tapia, con su inconfundible acento cuencano―. Regresamos de Santa Clara, recogemos el equipaje y a Macas, ¡de una!
―¡Paraca! ―ordena Carlos―. Cómprame dos asientos para mi. Tú has de comprar dos para ti. Estos “manes” ―nos mira al Cacho y a mi― han de comprar sólo uno para cada uno, con lo “pijoteros” que son.

Efectivamente, Ricardo y yo compramos un boleto para cada uno y Alfonso, cuatro, dos para Carlos y dos para él, para el sábado 14 de octubre, en el turno de las 18:30 h, en la San Francisco Oriental. Carlos le recuerda a Ricardo que ha hablado con Eulalia y que mañana irá a encontrarse con él en el terminal terrestre, para que lleve unos papeles de PRONEPE, a Cuenca. Esa noche, en el «New Bar» (si hay otros sitios en Puyo, sino que, este es chévere y está a una cuadra del hotel) conversamos los cuatro y escucho que, Alfonso, también tiene su trayectoria “mochilera” y que Carlos y Ricardo ya han estado en Macas, incluso “el jechu” o “jefecito” vivió allí siendo muy niño. Yo por mi parte, cuento que soy debutante en Morona-Santiago y que espero se cumplan mis expectativas, ya que me han dicho que Macas es una ciudad bonita y apacible. Vamos a dormir temprano, porque la salida para el recorrido del día siguiente es muy por la mañana, ya que iremos a Santa Clara, en la frontera con la provincia de Napo. Este sábado nos va muy bien, sin problemas en el Trooper y aprovecho para llamar a casa desde Andinatel en Santa Clara, y le cuento a mi “Flaca”, que todo marcha de perillas y que esa misma noche partimos a la “Flor del Oriente”.

Cuando de regreso, llegamos a Puyo, vamos a recoger el equipaje a las oficinas y luego al terminal terrestre, donde Eulalia nos encuentra y entrega al Cacho los papeles que debe llevar. Como estamos con el tiempo justo, abordamos rápidamente el bus amarillo y azul de la San Francisco y ya en la carretera, cuando sabemos que no nos detendremos hasta el cruce en el río Pastaza, para hacer el trasbordo respectivo, reímos hasta más no poder: en el transporte vamos seis personas: ¡el conductor, el controlador y nosotros cuatro!, ¡ja ja,ja! Tenemos treinta y seis asientos para los cuatro, y ¡Carlos y Alfonso han pagado dos pasajes cada uno!, ¡ja ja ja!

El camino, ancho y lastrado, va sinuoso, descendiendo casi imperceptiblemente al principio y evidentemente los últimos cuatro kilómetros de esta primera parte del viaje, que ha demorado dos horas, hasta el puente metálico colgante, sólo para carros livianos, que une a Pastaza y Morona-Santiago. La noche está despejada y la luna llena, se lleva las palmas, por lo preciosa que se ve. La vegetación exuberante y gigantesca, se perfila negra contra la luz de la luna, a través de las ventanas del bus que hasta aquí nos trae. En el otro lado deberemos abordar el que nos deje en Macas. En la orilla de Pastaza (la provincia) está, como esperándonos, una camioneta, una vieja «Nissan Junior» con balde alto de madera, cargada y donde nos acomodamos los cuatro, fuera del balde, sobre el tubo metálico que funge de guardachoques, para cruzar a Morona-Santiago, en cuya orilla se divisa varias luces. Yo voy al extremo izquierdo, agarrado como puedo del balde, con mi mochila colgando sólo de mi hombro izquierdo y experimento una sensación alucinante de aventurero, mientras la camioneta rueda sobre los maderos no muy firmes del puente de unos ciento veinte metros de luz ―que se balancea cadenciosamente mientras cruzamos―. El rumor del río no vence al cantar incisivo de las chicharras y la Luna, coqueta, llena y hermosa, nos ve pasar, poniéndole un marco impresionante a la travesía. Miro hacia abajo, a mi izquierda, y más allá de los pasamanos del puente, después de un galibo de aproximadamente cuarenta metros, gracias a la claridad de la noche, puedo ver al Pastaza, que no muy parsimonioso aún, como si fuera una Anaconda al acecho, va en búsqueda del Amazonas, al que encontrará por su margen izquierda, mucho más allá de Puerto Bobonaza, ya en Perú. Las luces que hemos divisado antes, corresponden a un comedor, donde algunos parroquianos apuran una caminera de aguardiente, mientras escuchan en un pequeño equipo de música, canciones de Segundo Rosero.

Al otro lado, ya en Morona-Santiago, el otro bus, está esperándonos y, tiquete de por medio, emprendemos la segunda parte del viaje hasta Macas, que también durará dos horas, con el mismo número de pasajeros que abordamos en Puyo. Sólo han cambiado: el conductor y el controlador, porque hasta el vehículo es del mismo tipo. Y Carlos y Alfonso, en sus dos asientos cada uno, ¡ja ja ja!

Al cabo de aproximadamente treinta minutos, un frenazo algo brusco, nos saca a todos del letargo en que hemos caído, y al levantarnos, vemos que hay unos troncos de árbol, atravesados en la vía. «Asalto» pienso para mis adentros y el chofer, en voz baja y cautelosamente, nos dice:

―¡Tengan cuidado! Puede tratarse de bandidos. Ha detenido el carro a unos cinco metros del tronco de marras y, sin ponernos de acuerdo, en silencio, todos decidimos esperar, a ver que pasa. Mentalmente repaso las posibles pérdidas y me digo, casi susurrándomelo, que lo importante es la vida, que caray ―y, melómano como soy, me acuerdo de la canción de Tony Croatto y Nano Cabrera― dispuesto a no presentar resistencia alguna, si es que, de un asalto se trata. Como a los cinco minutos, viendo que todo sigue igual y los supuestos pillos no aparecen, el conductor ordena al oficial que baje y retire el tronco; lo cual hace sin mayor dificultad. Cuando regresa y sube, reiniciamos el viaje, aliviados, pero sintiendo aún, algo de “culillas”. A las once y treinta, arribamos a Macas, la “Flor del Oriente” que a esa hora, nos espera, desierta y brumosa.

Vamos al hotel “Casablanca”, nos registramos y a los cuartos, para una ducha “quitapolvo”. Alfonso ya había reservado un cuarto para él, solo, desde Quito y Carlos ―que no lo sabía―, debe pedir uno, también para él solo. Cacho y yo, una habitación compartida; yo en la cama más cercana a la puerta y él, hacia la ventana . Después de registrarnos, tenemos la sorpresa de encontrarnos con algunos compañeros del Programa NUESTROS NIÑOS, del área de Capacitación: Iván, Gabriela, Verónica y Roberto. Ellos están festejando que han terminado una de sus jornadas y el cumpleaños del dueño del hotel, David, un gordo que es a todo dar y que esa noche se pega la “juma” de su vida. Nos tomamos unos pocos tragos ya que estamos bastante cansados y aprovechamos la oportunidad para gastarle una broma a Alfonso con la complicidad de todos y le echamos el cuento que por estos días, no hay señal de televisión en Macas (nosotros sabemos que si hay y que además, hay TV por cable). No dice nada, pero en su cara se hace evidente el desencanto, y su habitual introversión, parece mucho mayor, ya que le esperan cuatro días sin ver TV. Nos retiramos pronto y cada uno toma rumbo al respectivo dormitorio. Ya estamos por dormirnos, cuando escuchamos unos golpes contundentes en la puerta, y al levantarme y abrir, me topo con un Alfonso exultante que me atropella, feliz, con una sonrisa de oreja a oreja:

―¡Esto es del putas! ―me dice, radiante, con sus ojillos saltones queriendo salir de sus cuencas y atravesar los gruesos lentes de montura de carey―. ¡En el cable, se puede sintonizar la RAI!

Alfonso, es un apasionado de Italia y de todo lo que tenga que ver con ese país y en el Ecuador, los operadores de televisión por cable, generalmente no proporcionan ningún canal de la “bota”. Creo que ha aprendido a hablar italiano de manera autodidacta y conoce sobre Italia, muchísimas cosas, sin haber estado allá jamás. Nunca lo he visto en ese estado, tan feliz y alegre.

―Bueno, bueno, voy a amanecerme viendo la TV!

Dormimos y al siguiente día, domingo, decido quedarme horizontal, mientras mis compañeros salen por la tarde, a recorrer la ciudad, no sin antes endilgarme epítetos tales como: “vago”, “cómodo”,”falto de espíritu de aventuras” y otros más, que, no hacen mella en mi firme disposición a descansar todo lo posible. Mis “panas” recorren macas, sobre todo la parte que se asoma al río Upano. Como comprobaré después, desde las instalaciones de radio Salesiana, el paisaje es abrumador por lo bello. Se puede ver kilómetros, aguas arriba y aguas abajo. La selva, densa, se extiende sin fin, camino al Amazonas...

El lunes, vamos a las oficinas de ORI Morona-Santiago y, además de concertar nuestros planes con el Coordinador Provincial, a quien en voz baja todos llaman «el guarumo» (ya he de preguntar el porqué), damos las charlas respectivas a los técnicos provinciales y alcanzamos a visitar dos Centros Infantiles cercanos: uno en Huamboya y otro en Sinaí, dejando Zuñac para el martes, Palora para el miércoles, viaje a Gualaquiza (ocho horas en carro) con un par de visitas en Limón-Indanza el jueves, y Gualaquiza propiamente dicha, para el viernes. Desde que llegamos a Macas, Alfonso no ha cesado de hablar sobre todo lo que ha visto en la RAI y nosotros, de sugerirle que se quede a vivir aquí, lo cual dice ―bromeando, claro está―, está pensando seriamente. Pero él y Carlos, sólo nos acompañarán hasta el martes, ya que el miércoles, emprenderán el retorno a Quito, una vez que Carlos haya captado in situ el estado de los Centros Infantiles de la provincia y Alfonso, vaya sabiendo de una vez en lo que se ha metido. Mientras, a Ricardo y a mi, aún nos faltan Cañar y Azuay.

Ya nos han anticipado que el martes, para ir a Zuñac, el camino no está terminado. Nos da la impresión que desean que no vayamos hasta allá: es muy lejos, no atiende muchos niños, es un sitio abandonado, etc. Pero nosotros sabemos, que es justamente el tipo de lugar al que debemos atender y donde debemos llegar, a toda costa. Es nuestra filosofía de trabajo y para allá iremos. El camino que no está terminado, pero en construcción, es la carretera Guamote-Macas, con Zuñac casi a mitad de camino, donde el equipo de trabajo que empezó en Guamote, no se encuentra todavía con el que empezó en Macas. Son veinte kilómetros de vía que faltan, en las estribaciones de la cordillera oriental de los Andes. Se supone que llegaremos en vehículo hasta donde la vía lo permite, y luego, caminaremos unos ocho kilómetros en hora y media, por una trocha que es, seguramente, un antiguo chaquiñán. Iremos con un técnico y el chofer. «¿Cómo entraremos los seis en el Vitara?», me pregunto en silencio, pero, como somos de combate, se que de alguna manera nos acomodaremos.

A pesar de que constan en nuestro equipaje, no hemos necesitado las cantimploras metálicas, pero Alfonso ha decidido llevarla la suya a Zuñac, obviamente, llena de Coca Cola, a pesar de nuestras burlas. Salimos temprano, este martes, 17 de octubre, como a las 7:00 h y en el vehículo nos acomodamos así: el chofer, el técnico y Carlos, en ese orden, adelante. Alfonso, Ricardo y yo, atrás, en el mismo orden. El día pinta más para soleado que para brumoso. No llevamos ni las linternas, ni las cantimploras (excepto Alfonso, para su Coca Cola), pero si los verdes ponchos de agua, además de la chompa y el buzo de cada uno. Sólo Alfonso y Carlos llevan sus botas “pantaneras”. Recorremos la vía durante hora y media, pasamos por 9 de Octubre, donde más tarde visitaremos un Centro Infantil, el “Pinochitos” y hasta llegar al final, sólo hemos cruzado dos riachuelos que no tienen puente, y cuyo cauce atraviesa la calzada, ya en la parte donde no hay asfalto, que es, aproximadamente, la mitad del trayecto.

Decidimos dejar el Vitara unos doscientos metros antes del final del camino y el chofer lo deja bien parqueado, hacia nuestra derecha, con la trompa hacia donde debemos regresar. El paraje es agreste, con montaña a nuestra izquierda, terraplén en el centro y abismo a nuestra derecha. El día ya es completamente nublado e incluso, nos damos cuenta que por esta zona, ha amanecido lloviendo. La vía tiene unos nueve metros de ancho y hacia delante, vemos: varios tractores grandes ―tipo D12―, tres retroexcavadoras de oruga, algunas volquetas y personal que está trabajando en la construcción de la vía. A partir del final del terraplén terminado, la vía, a pesar de seguir siendo ancha, sólo tiene espacio para que circule un vehículo, sobre lodo y todo lo demás son acumulaciones de: cascajo, piedras de variado tamaño y otros materiales propios del trabajo que allí se realiza. Cualquier lugar plano, tiene una capa de por lo menos cinco centímetros de agua lodo. El chofer y el técnico se adelantan diciéndonos que sigamos, que más adelante empieza la trocha. Alfonso, avanza primero, y lo sigue Carlos, mientras el Cacho y yo nos quedamos atrás, caminando juntos, tratando de mantener nuestro calzado, lo menos enlodado que se pueda. Alfonso toma rápidamente la delantera y ya lo separan de Carlos unos cincuenta metros, y de nosotros, setenta. Va derecho hacia la primera de las máquinas y ya ha sorteado algunos obstáculos del camino, bordeando o subiendo varios montículos. Estamos distraídos con Ricardo, cuando escuchamos la carcajada de Carlos y miramos hacia donde señala su brazo, mientras se dobla su tronco hacia delante, de la risa que no para. El Paraca está horizontal, de espaldas y trata de incorporarse sin conseguirlo. Se ha caído y lo más cómico son los resbalones que da para poder levantarse. Cuando lo consigue, nosotros tres, nos contorsionamos en medio de risas impresionantes. Alfonso no lo ha tomado a mal, una vez que se ha incorporado, ¡por fin! y nos mira desde lejos, adivinando, más que escuchando nuestras carcajadas. Carlos, en todo eso, ha sacado la cámara fotográfica y ha disparado un par de veces, mientras Alfonso se revolcaba. Cuando nos juntamos, el Paraca explica que por la botas que lleva, el lodo hizo un efecto de succión y al no poder dar un paso, cayó hacia atrás y ahora toda su chompa y su pantalón, están revestidos de fango.

Seguimos avanzando entre risas y notamos que nuestros acompañantes locales, no están al alcance de nuestras miradas. Preguntamos a alguien de los trabajadores por el camino a Zuñac y avanzamos por donde nos indican: una trocha hacia nuestra derecha, que se aparta del trazado de la vía. La tomamos y empezamos a descender lateralmente, con muchas precauciones ya que el camino es abrupto y fangoso. No transcurren sino un par de minutos, cuando repentinamente, el sendero se corta: un pequeño alud se ha llevado el sendero y debemos salvarlo, bajando aún más y volviendo a subir, del otro lado, con nuestro calzado sumergido en lodo hasta los tobillos. Escuchamos un par de explosiones y asumimos que en los trabajos para la vía, están empleando dinamita. Seguimos en camino y volvemos a ascender hacia el sendero original, una vez que moradores de Zuñac que vienen, nos han visto y nos llaman para indicarnos la verdadera vía. Salimos a ella, adelante ya de la maquinaria y la gente trabajando. Nos encontramos con personas que vienen en sentido contrario y nos confirman que si, que por allí es y que son algo como dos horas de camino. La trocha empieza a serpentear, bajando paulatinamente. Es muy irregular y en algunas partes el suelo es de piedra, en otras de tierra húmeda pero firme, en otras charcos y empieza una garúa muy tenue. En un recodo, miro atrás y puedo ver a lo lejos: la maquinaria de la construcción de la vía y el Vitara, estacionado, esperando partir hacia Macas. Ricardo toma un par de fotos y nos adentramos en la Cordillera Oriental de los Andes, rumbo a nuestro destino, ya sin nada que nos pueda detener en nuestro empeño.

Mientras caminamos, conversamos y bromeamos: aún tenemos en nuestras retinas, la soberana caída del Paraca, y el Cacho, no cesa de lanzar sus expresiones cargadas de finas ironías, muy de él. Yo me ufano ―para mis adentros― de mi buen estado físico y calculo el de mis acompañantes: Alfonso, ha sido nadador y hace ejercicio a menudo, estuvo un tiempo en las Fuerzas Especiales; a Ricardo ya lo vi en Tungurahua, que parece una cabra para trepar montañas; Carlos, es, a mi juicio, el más débil físicamente, ya que no hace ejercicio, pero en cambio, como lo conozco, sé que su espíritu indómito, no lo dejará flaquear y al fin y al cabo, no son más de siete u ocho kilómetros, así que no avizoro conato alguno de deserción. Cuando la sed hace mella, Alfonso destapa su cantimplora y nos detiene para que escuchemos el particular sonido del gas que escapa, como en propaganda de televisión y hacernos dar ganas, en un gesto que repetirá varias veces a la ida y también al regreso. En el camino encontramos hombres de montaña, sacando madera arrastrada por caballos y mulas, es una de las formas de vivir por estos lugares. El sendero es muy pintoresco y en algunos lugares nos topamos con gradas formadas con troncos colocados sobre el suelo fangoso. Siempre a nuestra izquierda está la montaña, cortada verticalmente y a la derecha, el abismo, en algunos instantes más abrupto que en otros, tanto, que cuando se puede mirar hacia abajo, es casi imposible divisar el fondo. En un sitio preciso, una cascada de agua cristalina nos permite mitigar la sed y refrescarnos. Casi dos horas más tarde, avistamos el poblado, que se ve hermoso, enclavado en la montaña. Aprovechamos para tomar aliento y el Cacho toma unas fotos para el recuerdo. Hace rato el camino se ha tornado una cuesta de pendiente ligera, y por lo que vemos ahora, la subida real empieza, pero por suerte, no es muy larga. Subimos, contentos y tranquilos y llegamos. Ya no hay garúa. El chofer y el técnico de ORI ya están aquí. Es un poblado típico de la sierra, pero con clima no tan frío, de unas treinta casas agrupadas en lo que sería el “centro” y otras tantas, algo más alejadas , de madera en su mayoría y una única tienda, que buscamos con premura porque la sed nos lleva en peso. Hasta encontrarla, ya hemos identificado al Centro Infantil y ha hemos establecido contacto algunas Madres Comunitarias, quienes precisamente nos guían a la tienda, donde nos hidratamos con gaseosas y Alfonso, feliz, dice que incluso aquí, hay su bebida favorita: Coca Cola y es más, es la única. Hacemos nuestro trabajo y luego nos reunimos con las autoridades: El Teniente Político, la Profesora de la única escuela y la madre presidenta del comité de padres de familia. Ellos nos cuentan de lo mucho que el Centro Infantil necesita y demuestran su alegría por lo que hemos venido a ofrecer. Así, se inicia una amena tertulia, en la que nos informamos de varios tópicos: Zúñac no tiene luz eléctrica ―el único de los lugares que hemos visitado en el país, que no la tiene― ; fue fundada en 1592, el mismo año que Macas, cien años después del descubrimiento de América; nunca vienen por aquí las autoridades, ni siquiera en época de elecciones; faltan doce kilómetros para que se culmine de definir el terraplén de la vía. Así, ya ha llegado la una de la tarde y nos disponemos a retornar, depositarios de la fe, la esperanza y la ilusión de un pueblo perdido entre el Oriente y la Sierra, que desea para sus niños, un atisbo de mejores días, si se mejora la calidad de la atención que se les debe brindar, por parte del estado ecuatoriano. ¡Que para ello está el sub-componente de Infraestructura del Programa NUESTROS NIÑOS! ¡Carajo!

Sintiendo el pecho henchido, por el compromiso asumido y con la seguridad de que no vamos a fallarles, el ánimo para el regreso, está más alto que el Chimborazo y, a la caminata que nos espera, la vemos como pan comido. Así que «¡Camina Catalina!», y vuelve a acompañarnos la misma garúa de la mañana, por lo que nos ponemos los ponchos de agua y nuevamente, el chofer y el técnico de ORI, nos dejan atrás, y volvemos a ser los cuatro caminantes. Todo transcurre sin novedad. Avanzamos y sentimos más barro en el camino y algo de frío en el ambiente, y al ver hacia atrás, el pueblo se va perdiendo entre la garúa y la neblina que desciende. Es en su mayor parte, de subida, lo que nos obliga a ceder ante Alfonso y pedirle que comparta el contenido de su cantimplora, que volvió a llenar de Coca Cola en Zuñac. Conversamos sobre el abandono de este sector de la patria y nos impresiona el haber conocido la antigüedad de este pueblo y sobre todo, el hecho de que no tenga luz. Es una comunidad muy unida, que en su momento, llevando los materiales a lomo de mula, construyó un puente de hormigón armado. De la misma manera llevan todas las provisiones para el pueblo. Es el perfecto ejemplo de comunidad que Infraestructura debe atender: rural, de difícil acceso y olvidada por el Estado. Avanzamos. Desde un recodo, ya podemos ver, en lontananza, el Vitara estacionado y al seguir, dado lo culebrero del camino, lo perdemos de vista y luego, una vez más, lo avistamos. Vuelve a desaparecer entre la enmarañada vegetación y de repente, nos damos, de manos a boca, con un alud. El camino se ha interrumpido por una masa de lodo que baja, moviéndose casi imperceptiblemente, desde unos treinta metros, arriba a nuestra derecha y muere, unos cuatrocientos metros hacia abajo, a nuestra izquierda, desparramándose de manera amorfa. Nos detenemos a evaluar la situación: todos creemos que podemos pasar, pero aún no estamos seguros cómo. Carlos, como nuestro jefe, inmediatamente organiza:

―Ricardo ―dice, mientras adopta un aire de expedicionario― iré primero yo, luego tú, después Alfonso y al final, Bernardo―. Carlos no iba a dejar que otro se arriesgue, si no se arriesgaba él.

Carlos empieza a cruzar, lentamente. Antes de llegar a la mitad, ya está hundido hasta las canillas y no puede avanzar. El Cacho, salva con poca dificultad (gracias a que a pesar de hundirse igual, puede forzar la marcha, pues sus botas le dan tracción y puede levantar sus pies para dar los pasos necesarios), ―pasando junto a Carlos, que no puede avanzar―, los aproximadamente veinte metros que hay hasta el otro lado, donde vuelve a empezar el camino. Se ha enterrado hasta los tobillos, sus zapatos de «Xuxa», pero llega a tierra firme exclamando:

―Ya está. ¡Carlos, ven suavito, pégate a tu derecha!

Alfonso y yo, respiramos con algo de tranquilidad mientras Carlos se esfuerza por continuar y ya está enterrado hasta las rodillas. Sus botas se chupan en el fango y le es imposible dar otro paso o sacar siquiera una pierna y lo que es peor, se hunde lentamente en el intento. El Paraca decide ir en su ayuda, mientras el Cacho trata de orientar los movimientos de Carlos y yo permanezco en mi lugar. Ricardo lleva la cámara fotográfica y dispara varias veces. En una de esas, llama la atención de Carlos y éste, increíblemente, enterrado como está, se da tiempo para “posar”, sin que deje de lado el temor que se refleja en su rostro. El momento es único, totalmente surrealista. Escuchamos una explosión: los trabajos en la vía. Me da la sensación que las ondas sonoras hacen que la velocidad del alud se incremente, imperceptiblemente. La llovizna no cesa. Empiezo a preocuparme. Para entonces, Alfonso está junto a Carlos, casi tan enterrado como él, pero de alguna manera su situación no es tan crítica. Intenta ayudarlo y se hunde. Ambos están enterrados en el lodo, casi hasta la cintura. Entonces, al ver que el Cacho busca una rama para acercarse a Carlos y tendérsela, decido cruzar para tratar de ayudar y llego sin mayores dificultades, siguiendo el camino y dando los mismos pequeños saltos que Ricardo. El Paraca, se da cuenta de la causa del problema y empieza a sacarse las botas como puede. Una vez sin ellas, tomándolas en sus manos, logra llegar al otro lado y entre los tres, junto a Ricardo y a mi, sacándonos los ponchos de agua, y haciendo una cuerda con ellos y una rama que previamente ha encontrado el Cacho, logramos tendérsela sobre el lodo a Carlos y consigue salir, gateando. Estando ya todos al otro lado, mientras comentamos con Carlos lo sucedido, Ricardo ha avanzado por el camino unos pocos metros y regresa, con muy malas noticias:

―Debemos regresar ―dice con su acento cuencano y su baja voz, ronca― . ¡Adelante hay otro alud más grande que éste!

Comienza el “debate”. Considero innecesario verificar lo que ha dicho el Cacho y pienso: «No queda otra. Regresaremos a Zuñac y dormiremos allá». El Paraca y Carlos dudan y Ricardo, una vez más, toma la iniciativa y trata de sortear el obstáculo que no hemos visto, bordeándolo yendo para arriba, pero regresa pronto, diciendo que tampoco se puede, que la vegetación y la ladera no lo permiten. Pido que votemos, para tomar una decisión: decidimos regresar ¡cruzando el mismo alud que casi se traga a Carlos y al Paraca!. Se escucha entonces otra explosión y mis temores aumentan. Creo que soy el único que se ha dado cuenta que el fango no está inmóvil, que se desplaza lenta pero inexorablemente hacia abajo, pero no digo nada.

Empezamos el regreso en orden inverso al que fuimos. Primero voy yo, que paso sin problemas. La técnica de los pequeños saltos, aunque mis botas de caña corta se entierran hasta los tobillos, funciona de maravillas. Luego Alfonso y Carlos. El Cacho se queda al último, sabiendo que no tendrá inconvenientes. Pero el Paraca y Carlos vuelven a quedarse en el mismo sitio y ahora más nerviosos, porque la llovizna empieza a hacerse lluvia y hemos escuchado un par de explosiones más, que no ayudan a mantener la calma, precisamente. Ambos, deciden sacarse las botas «pantaneras» y ponen los ponchos de agua, extendidos totalmente, donde se apoyan sobre sus manos y rodillas. Nos lanzan las botas a Ricardo y a mi, que estamos en suelo firme y a pesar de la incomodidad en que se encuentran, consiguen que caigan cerca nuestro y que no se desvíen hacia la ladera. Ricardo y yo recogemos las botas y mientras Carlos y Alfonso, en planta de medias gatean sobre los ponchos, poniendo adelante del que los sostiene, el que han terminado de pasar y así avanzan. He mirado varias veces hacia el inicio del alud y ya tengo la certeza que se desplaza, con más velocidad. Estoy sudando frío. El par, llega a tierra firme, los ponchos han quedado semienterrados en el lodo y cada uno empieza calzar sus botas.

― ¡Ufffffff! ―resopla Carlos.
― ¡Que hijueputa! ―rezonga el Paraca― Hoy me he enterrado tres veces. ¡Para acá no regreso más!
―Estuvo duro ―dice el Cacho.
―¡Durísimo! ―completa Carlos―. ¿Qué dicen, muchachos?. ¿A Zuñac o a Macas?.

El coro no se hace esperar:

― ¡A Macas!
― Retrocedamos para ver por donde podemos subir al sendero correcto ―concluye Carlos.

Los ponchos quedaron allí, en el alud, tendidos, extendidos totalmente, con las huellas de los pies de los enterrados, marcadas claramente, de mudos testigos de nuestras peripecias y firmemente adheridos al fango, desplazándose imperceptiblemente hacia el despeñadero. Nosotros, con menos intranquilidad encima, volvemos sobre nuestros pasos unos cien metros y Alfonso nos detiene, diciendo que subamos por la casi vertical ladera que tenemos a nuestra izquierda, y que se nota firme, además de estar cubierta de matorrales. Alfonso y Carlos van en planta de medias, ya que no soportan sus botas con mucho lodo por dentro y la piedrecillas les cortan las plantas de los pies. Nos agarramos de los matorrales y como resisten nuestro peso, empezamos a subir, uno tras otro, escalando la montaña. Es difícil y en más de una ocasión, nos toca rodear algún sector, debido a la falta de firmeza de la tierra. Escuchamos un par de explosiones más y la montaña tiembla, con nosotros encima. Cuando hemos subido alrededor de ochenta metros, llegamos justo al final de la vía que viene desde Macas, donde esta se corta frente a la montaña. El primero es Ricardo, luego yo y al final Carlos y el Paraca. No tenemos un pedazo de ropa que esté limpia. Mis lentes casi no permiten el paso de mi visión, de lo enlodados que están. Empieza a bajar una densa neblina. Ricardo empieza a caminar rápidamente de regreso y me adelanta unos cuarenta metros, mientras yo camino muy despacio esperando por Alfonso y Carlos, que una vez arriba, optan por tomar aliento y sacar el lodo de dentro de sus botas, para calzarlas nuevamente, deteniéndose unos cinco minutos. Sigo caminando, sobre la superficie plana y ancha, viendo a lo lejos las retroexcavadoras y los tractores, con el Cacho bastante más lejos ya, cuando de manera insólita, dos rocas de aproximadamente cuarenta centímetros de diámetro, pasan saltando más que rodando, un par de metros delante mío, perpendicularmente al eje longitudinal de la vía, dejándome estupefacto e inmóvil, por unos cuántos segundos. Me detengo. Mi mente no coordina: «¿Qué pasa? No he escuchado explosión alguna y sin embargo estas piedras están rodando. ¿Qué carajo pasa?». Miro a todos lados y me doy cuenta que ninguno de mis compañeros ha podido ver lo que yo. Casi no diviso a Carlos y Alfonso, porque la neblina no me lo permite y, además, está muy oscuro. Ricardo va muy adelante. Siento miedo que empiecen a caer rocas más grandes. Mirando hacia atrás, emito un chiflido y grito:

―¡Muéeeeeevanla, están cayendo piedras!

Un silencio pavoroso es la única respuesta. Sigo caminando y algunos minutos más tarde, paso entre las máquinas y unos pocos trabajadores, que sonríen al ver mi aspecto, todo embarrado, y sin duda, el miedo en mi expresión. Ya más tranquilo, avanzo y llego al «Vitara» donde Ricardo está conversando con el chofer y el técnico. Ellos también se perdieron, pero en un sector diferente al que nos tocó a nosotros, y no están muy enlodados. Llueve abiertamente y llegan los que faltaban. Ricardo le pide a quienes nos acompañan que tome unas fotos, para el recuerdo. Limpiamos y sacudimos lo que podemos de nuestra vestimenta: ponchos de agua, chompas, pantalones, botas. Estamos tiritando. Comentamos sobre lo acontecido, reímos, nos abrazamos con alivio y satisfacción. Empezamos a subir al vehículo y estando atrás Ricardo, Alfonso y yo, Carlos en la puerta, escucho al Cacho, quien dirigiéndose al Paraca, temblando de frío, con picardía, dice:

―Hace frío. ¡abrázame!
―¡Si me das una muchita! ―responde Alfonso, mientras nuestras carcajadas, imponiéndose al sonido de la lluvia, inundan de manera estentórea el andino paraje.
―Después de tantas peripecias, hasta esa mariconada te permito ―complementa Carlos y las risas nos relajan la tensión acumulada―. Muchachos, creo que este “man” si vale. Ha pasado la prueba. ¡Bienvenido a Infraestructura, Alfonso! ― concluye Carlos.

Ya todos dentro del vehículo, empezamos el retorno y al cabo de cuarenta minutos, ya estamos en territorio soleado y nos topamos con un riachuelo que cruza la carretera. Nos detenemos y decidimos asearnos. Limpio todo lo que puedo, incluso mis lentes, en el agua fría y cristalina. El sol nos alegra y tranquiliza, pero no dejamos de tiritar. El Cacho toma algunas fotos. Carlos, quien ya conocía al chofer por una estancia anterior en Macas, en ejercicio de sus funciones, recibe de él un comentario, en corto, que le hace hinchar el pecho:

―Yo creía que su equipo era un grupo de “aniñados” de ciudad, pero, han sido de combate.

Reemprendemos el viaje y nos detenemos en el CCDI “Pinochitos” de 9 de Octubre, donde efectuamos el levantamiento respectivo, compramos una caminera de aguardiente para asentar los nervios y calmar el frío y la terminamos rumbo a Macas. Allá, Alfonso, compra en la noche, un jean, en un almacén que coincidentalmente vende una mayoría de artículos de origen italiano, para poder vestir algo al día siguiente, ya que nuestra ropa está muy sucia y él, sólo ha llevado un pantalón. De regreso en el hotel, la cara de David, el dueño, cuando nos recibe, no es la del hombre bonachón que hemos conocido, sino de espanto, cuando ve las fachas en las que andamos. Seguramente piensa en las cañerías de las instalaciones sanitarias del hotel, cuando nos metamos a la duchas para quitarnos el lodo. Lavamos los zapatos y luego del baño, vamos donde Freddy, un manabita que tiene un restaurante donde se come bien. Al son de unas cervezas, reflexionamos sobre lo bien que salimos de este trance y sobre todo lo que pudo haber pasado y le brindamos una a Alfonso, quien por vez primera acepta y de muy buena gana. Definitivamente, ya es de Infraestructura... ¡salud!. Era la última gira de Carlos Vázquez y ¡casi nos vamos todos juntos!.

Al siguiente día, miércoles, Ricardo y yo vamos a Palora, de regreso por la vía Macas-Puyo. Alfonso y Carlos regresan a Quito. Volvemos a cruzar el puente sobre el río Pastaza, de día y llegamos, en la camioneta que gentilmente el Alcalde ha enviado a Macas por nosotros, conducida por Téilon Gómez, que aunque no lo parezca, no es manabita, sino macabeo. Claus Díaz, el burgomaestre, nos pone a disposición lo que necesitemos pero desea que se trabaje por los centros infantiles, cuanto antes. Palora, es un pueblo situado muy cerca del Sangay, cálido, plano, grande, de muy baja densidad poblacional. Sus calles son anchas y bien dispuestas, sin asfaltar siquiera. Me causa muy buena impresión y me recuerda las divagaciones de nuestra época universitaria con Lucho Larrea, cuando decidimos que en el oriente podría existir un lugar donde fundar Zurrilandia y creo que lo encontré, sólo que ya está fundado y me acuerdo también de Don Rodrigo Díaz de Carrera, el adelantado, el personaje de Les Luthiers, que quiso fundar Caracas, en el centro mismo de Caracas, ya fundada. Algún momento, una crónica describirá Zurrilandia, el lugar cívica y socialmente perfecto. Regresamos a Macas y el jueves, vamos a Gualaquiza, en un viaje de ocho horas, pasando por Limón y al pie del Pan de Azúcar, imponente, en otra camioneta, que esta vez ha enviado el Profesor Lauro Dávila, su alcalde, hombre amable y trabajador y que nos trata con muchas consideraciones. El chofer nos enseña, a nuestra izquierda, la Cordillera del Cóndor, que silente y verde, fue testigo de una guerra inútil y artera.

El sábado, al terminar la jornada, Lauro, como nos pide que lo llamemos, nos invita a su quinta, a comer cuyes, en las afueras de la ciudad, Tamno Viejo, al anochecer. El cielo está estrellado y como no hay luz artificial, su luminosidad es casi deslumbrante . Conversando, al son de unas cervezas heladas, nos enteramos de historias desconocidas sobre la guerra del Cenepa. Me pongo a escudriñar el firmamento y me llama la atención que no veo la Cruz del Sur, que Leonardo Cañarte alguna vez me enseñó a identificar ―como buen hijo de pescadores que es―. No quiero que se den cuenta que busco algo sin saber cómo. Al disimulo, pregunto para orientarme:

― Lauro ¿hacia dónde queda el Sur?
―¡Esto es el Sur! ―me dice, levantando la voz― ¿dónde crees que estás?.
―Si Morona-Santiago está al sur-oriente ―dice Ricardo― ¿no sabrás?

Les explico entonces lo de la Cruz del Sur, pero ya he quedado mal y me resigno a soportar las burlas, mientras Lauro y su esposa, Ricardo y yo, reímos de buena gana. Al final, entre tantas estrellas, no la encontré.

Esa noche vamos a Cuenca, y en la semana siguiente efectuamos el recorrido previsto en
Azuay y Cañar. El viernes nos avisan que debemos estar en Quito al día siguiente, para un taller del Programa junto al sub-componente de Capacitación. Allí tratamos con quien llegará a ser nuestro próximo jefe, Javier Echeverría, invitado por Carlos, como consultor de equipamiento. Pasamos el día como podemos, hasta terminar el taller y luego, cada uno para su casa. ¡Son veintiún días fuera de ella!.

En los días posteriores, cuando Carlos y Alfonso devuelven los implementos de viaje a Pamela Rodas, y justifican la pérdida de los ponchos de agua con el memo MC MBS/BID 364/2000, dirigido a Rodrigo Albuja, el Monsieur, Director Administrativo raya Financiero del Programa NUESTROS NIÑOS, motivan un comentario de su parte, que cae como un dardo certero, en su voz gruesa, nasal e irrepetible, que sin haberla escuchado, la conservo en mi memoria auditiva:

―¡Carlitos! ¡En esta época de los “ponchos dorados”, esos que se perdieron, son los “Ponchos Heroicos” de Zuñac!.



Bernardo Romero Hidrovo
Guayaquil, junio 29 de 2002

Texto agregado el 14-07-2003, y leído por 1191 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-02-2007 MUY BONITO EL CUENTO. kristina
 
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