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Dos veces sonó aún en mi retina. "No escupas al cielo", "No escupas al cielo". El resto de la frase la olvidé para siempre, como queriendo ponerme el parche antes de la herida (quién sabe)...

El asunto es que escupí una, dos y más veces en dirección hacia las nubes. Y un pájaro distraído que ansiaba escapar del Invierno recibió el impacto en la majestuosidad de sus alas desplegadas.

Tosió, agitó sus plumas y cayó, cayó, cayó. Y mientras caía, adquiría una velocidad impresionante. Y sus alas parecieron de fuego mismo, y las plumas ya no eran animalescas, y el pájaro ya no era un pájaro. Era un avión que caía en llamas hacia el naranja círculo que reinaba, soberano, sobre la ciudad...

Terrorismo orgánico. Mi saliva, mientras subía -pensé- debió haberse llenado del odio que se olía en el aire. Quizás convertido en misil teledirigido por mis pensamientos, también contagiados con aquel extraño virus, dio en el corazón del piloto quien, después de cinco cafés con sacarina, sólo atinó a agitar sus manos y olvidar sus lecciones de vuelo.

La cosa es que el avión cayó y el estruendo resquebrajó el piso -aún a kilómetros de distancia- en que mis pies (y mi alma) se posaban. Y luego un temblor anunció el apocalipsis...

Muerte, sangre, destrucción. Todo se sintió en segundos, con singular rabia, como queriendo tatuarse en mi memoria, como vil recuerdo de un mal día.

Un simple escupitajo al cielo desató la barbarie más increíble de que la ciudad tenga recuerdo. Oré una plegaria de niñez, me até los zapatos y caminé hacia los restos del avión que ardía, furiosa, entre petróleo, desgarros humanos y llamas azules...

Y ahí lo increíble...

El herido mutante metálico volvió a ser un pájaro. Y no habían llamas, ni sangre ni calor. Sólo un par de plumas esparcidas y un irreproducible graznido -de enojo, sin duda- y un niño de diez años -calculo- sosteniendo un honda de madera y rogando perdón a los dioses por su mal acto...

Risas, alivio. Tomé al pájaro, limpié la tierra que ensuciaba su hermoso plumaje y lo lancé al aire. Emprendió el vuelo casi enseguida, no sin antes -lo juro que fue así- darme las gracias en un extraño castellano pajarizado. Miré al niño, le acaricié levemente su despeinada cabellera y corrí hacia la plaza donde antes estaba.

Después juré no volver a fumar de aquella cosecha maligna. Y no volver a escupir al cielo.

Texto agregado el 18-01-2005, y leído por 127 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-01-2005 Yo pensaba que si escupías al cielo te caís en la cara.... pero veo que le haz dado otro matiz al asunto... Muy entretenido natanarby
21-01-2005 ja, que bueno... tenía la incógnita de cómo iba a terminar, las palabras están muy bien escogidas y cuidadas, me gusta... y no hay q fumar tanto... chikara
18-01-2005 Impactante y sobre todo atrapante. Un buen relato desde el principio al final. Magda gmmagdalena
 
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