PRESENTACIOLOGÍA.
En República Dominicana, al menos, hay 6 formas de presentar un libro. Algunas resultan graciosas y odiosas, mientras que otras, sólo odiosas, y alguna que otra, sólo graciosa. Suponga el lector que está sentado en la primera o segunda fila de un acto de lanzamiento de varias obras escritas, y que cada una tiene un tipo de presentador distinto. Veamos el drama.
Un primer presentador es de los que acostumbran, a la hora de presentar un libro, a dedicarle un análisis supuesta o pretendidamente profundo de los contenidos, las formas, los elementos que lo hacen un texto ubicado en determinada escuela literaria, filosófica, religiosa o de otra índole. Pero si les preguntaran a los asistentes qué ellos esperan de la presentación de un libro, tendrían que despertar del sueño que les produce este sujeto para poder responder.
Otro tipo de petulante comienza diciendo que el autor les pidió presentar ese su obra, y eso lo sorprendió, y por ello no ha podido hurgar en las profundidades del mismo debido a que se lo informó muy tarde, muy cerca del día de la puesta en circulación. A causa de ello, no va a poder hacer un análisis sopesado del mismo. Dirá entonces dos o tres superficialidades. Y el resto del tiempo lo dedicará a elogiarse él mismo, a hablar de sus creaciones propias, en vez de cumplir la misión que le solicitaron. Con esta forma, ridiculiza al autor, que pasa la verguenza de aparecer ante su público rogando a alguien que le presentara lo que escribió, y por si fuera poco se lo dijo tarde, como si no tuviera suficiente valor para hallar a una persona que se ofreciera a hacerlo.
Tenemos una tercera caricatura. Aquel deshonesto, que sabe que el libro no le gusta. Que se considera mejor autor. Y entonces, procede a esconder su deshonestidad desarrollando una perorata de tal vez unos 55 minutos, mostrando su sapiencia sobre el tema, hablando de sus viajes, conferencias, estudios, escritos. Y finalmente, cuando faltan 4 o 5 minutos para completar una hora, y ya hasta la mesa de honor anda buscando guantes, para no darle con los puños a secas, él se acuerda de que era presentando un libro que estaba. Entonces dice que el libro en cuestión, del autor de marras -eso porque no se acuerda del nombre de ninguno de los dos- es muy interesante. Y claro, interesante no es un juicio de valor bueno ni malo. Tan interesante es lo que dice un ignorante -porque nos permite conocer la naturaleza de su deficiencia- como lo que señala un sabio -ya que nos ayuda a conocer más del tema que trata y a comprobar su conocimiento-. De modo que interesante no es calificativo que motive a nadie a leer algo. Hay un cuarto fariseo presentador. Lo hace sólo citando a otros autores que hayan hablado del libro, para no comprometerse con el contenido, los juicios de valor, los elogios. También lee fragmentos del libro mismo que se pone a circular. Con todo esto busca cumplir el compromiso con el amigo, y dejar limpia su página como literato, de modo que cuando pasen los años no aparezca ningún escrito donde él elogiara a un libro que en el fondo de su alma considera pobre, malo, mediocre, cuartocre y hasta centecimócre en algunos casos. O puede que todo esto se deba a que no ha leído el libro y está improvisando para salir del paso.
El más indecente y sucio de todos estos personajillos es el enemigo del autor. Éste se ha equivocado al escoger al presentador, y busca a uno famoso, reconocido como escritor, autoridad en la materia, de modo que con eso se da un lujo. Pero el lujo le sale caro y falso. Porque la supuesta autoridad en la materia es necio, indecente, envidioso, sin principios, escaso de alma e impotente de cuerpo, y se aparece con un texto o dice oralmente una serie de barbaridades sobre autor y texto. Algunas veces de forma indirecta, otras de manera directa y brutal. Es casi siempre perdonado por la decencia del autor, quien se traga su amargura, consciente de que el principal culpable fue él por invitarlo, por escogerlo para la presentación del libro.
El más sádico de todos es el conspirador de las ausencias. Dice que va a presentar el libro, pero desde antes de iniciar esa promesa, empieza a incumplirla. Sabe que no le gusta el libro. O que no va a tener tiempo de leerlo. O que tiene algo contra el autor: desprecio, rencor guardado, envidia, prejuicios. Pero es un diplomático de la más baja escuela internacional de la diplomacia engañosa. Por eso dice que sí sabiendo que es no. El día de nona, no aparece ni en los centros materialistas, y no digamos espiritistas. Todo el mundo se queda esperándolo, y un buen amigo se para, y en homenaje a la amistad, el decoro y respeto al público y afecto al autor, improvisa unas palabras que por mal dichas que fuesen, están muy bien, porque vienen del amor, que es superior a la sabiduría y la diplomacia.
El sexto presentador, por suerte, existe. No vayan a creer que todos son sabihondos, estúpidos, indecentes, ignorantes, irresponsables, fariseos o sádicos. No. También los hay como yo. Que no tenemos ínfulas de sabios ni buscamos salidas hipócritas -porque si el libro no nos gusta encontramos una forma no ofensiva de comunicarle al autor que no lo presentaremos- pues no somos tan indecentes como para usar la coronación del rey para tirarle lodo o echarle jabón al sancocho. Somos de los que además de amar el arte de escribir, adoramos al más importante de los artes que amerita el autor de un libro: el de ser lector. Los que gozamos con la lectura, que no la hacemos como trabajo sino como gusto. Que no la ejercemos para mostrar que hemos leído tal o cual libro famoso, sino para que cuando nos moramos llevarnos en la caja todos los goces que tuvimos con las obras, y que las llevamos grabadas en las neuronas que se van con nosotros. Los que nos holgamos de que nuestros ojos caminen por las letras. Los que derrochamos el gusto de que nuestro pensamiento reinvente y reescriba y recree lo que escribió el creador. Los que nos consideramos coautores. cogozadores, codisfrutadores, coinspirados, copartícipes en la creación de la obra escrita, sí sabemos cómo se presenta un libro. Que es invitando al lector al paraíso que contiene. Que lo llevamos por la experiencia de nuestro viaje, no como narradores sino como un amigo que va junto a lector por los pasadizos del libro, deteniéndonos en los paisajes más bellos, mostrándole los más complejos, de modo que vea incluso las partes más complejas como un disfrute, desayunando junto a los personajes y compartiendo su cena con los lectores, quienes los escuchan hablar y discuten con ellos y los personajes sus sueños, sus ansias, sus aspiraciones y psicopatías. Nos acostamos en la cama tocando las caricias que intercambian los personajes que hacen el amor, y suspiramos con ellos, jadeamos, nos movemos, gritamos y quedamos exhaustos cuando termina el acto, porque hemos participado en él, de la misma manera con que tememos a los disparos que describe el autor, y nos asustan las cuchilladas, vivimos el suspenso de los que acechan, pues estamos en su ropa y llevamos sus zapatos, nos hieren los tiros que matan al que fusilan y morimos con él al mismo tiempo que nos convertimos en el que ordena al batallón que dispare, y también somos el batallón, que mata sin saber por qué mata, pero que sabe cuál es su rol. Pero en todo ese goce que comunicarmos a los lectores asistentes a la puesta en circulación, dejamos unas zonas oscuras, algunos paisajes a medio describir, unos que otros pechos insinuados, este puvis envuelto escondido en nuestras sospechosas manos, aquella batalla o la otra de la guerra pendiente de sus detalle. Dramas en suspenso, para que el lector entre al libro a buscarlos, a hacer su propio viaje como coprotagonista de las peripecias, y finalmente, sea el Odiseo, llegue a su Itaca y se abrace con su Penélope de dolor o de alegría y sea alegre o tristemente feliz. |