La tranquila y solariega caminata por las angostas calles del pueblo fue interrumpida por un súbito y casi imperceptible temblor, que Don Inocencio despidió con una oportuna persignada. Pese a ello y luego de unos segundos el temblor inicial fue acompañado por otro de mayor intensidad, que motivó la preocupación de los pobladores, incluyendo la de Don Inocencio que multiplicó las señales de la cruz. Al ver, al sentir que aquellas venias no eran suficiente y que los ímpetus de la naturaleza arreciaban con mayor fuerza, se decidió por medidas más drásticas; se puso a orar.
Sin embargo sus pleitesías no se hacían escuchar: el temblor, cada vez más fuerte, cada vez más violento, amenazaba en convertirse en un terremoto. Lejos de contagiarse con el desaliento y la desesperación que se propagaba cuan epidemia en la población, entró a la vieja iglesia, con la certidumbre que el fenómeno geológico respetaría el refugio de Dios. Dentro de ella y al ver como las paredes temblaban, y como los cuadros se caían, se puso de rodillas y siguió orando.
Sus oraciones, más que para él, eran para la masa de pecadores que en los momentos de prueba se habían olvidado del Señor. Él no, él; a pesar de los manifiestos telúricos que (ya nadie dudaba de ello) en cualquier momento desencadenaría en un terremoto de consecuencias catastróficas; se sentía seguro en la sacrosanta morada de Dios, al amparo de la presencia divina de San pedro, simbolizado en una colosal escultura.
Luego de ocho Padrenuestros, nueves Credos, muchas Avemarías; además de otras oraciones de uso litúrgicos, algunas otras de una revista religiosa (que el mismo publicaba) y unas dos o tres que por inspiración del Espiritusanto improvisó en pleno arrebato de la tierra. El Todopoderoso, conmovido por el infeliz Don Inocencio, en un acto de infinita y nunca tardía misericordia, decidió mover la uña del dedo meñique para facilitar el milagro.
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Minutos después, el movimiento sísmico no dejó de ser más que un gran susto para los pobladores. Sin victimas ni daños materiales que lamentar ni reparar. Excepto, claro, el derrumbe de una iglesia a punto de ser demolida y la absurda muerte de un incauto feligrés, en una misteriosa posición fetal, debajo de una enorme escultura de granito.
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