Lo recuerdo como mi presente y tu mañana. Te aferré a mis manos en esa costa interminable con nuestros pies desnudos atados a la arena y los ojos perdidos en un horizonte que ostentaba cegueras. Te obligué a dirigirme la mirada. Eras tan necia que de reojo jamás te habías atrevido a prestarme atención, sólo por eso te obligué. Rocé mis labios contra los tuyos y, no se porqué, parecías tan asqueada. Sin siquiera mirarte, te tomé del cuello y arrojé tu vestido a la orilla. El viento, viejo cómplice de mis desconsuelos, se lo llevó tan lejos que tu sonrisa se me declaró provocadora. Nada parecía importarte, mi amor, nada.
Y te vi. Y contemplé una miríada de lágrimas que como estrellas sin paño resbalaban por tus mejillas enterrándose en la arena que a nuestros pies se meneaba. Tal vez fue sólo una ilusión pero me pareció ver a tu lado el nacimiento de una orquídea bañada en miles de colores, subvirtiendo su inmenso gemido de desesperación en el llanto inconsolable de la sensualidad. La arranqué de su sitio por ti, mi amor, y la coloqué sobre tu oreja. Te veías tan hermosa, tan diferente a mí que te sujeté del pelo para apoyarme sobre tu cuello repleto de ese salino gusto a mar. Lo recorrí con pasión y deseo. Deseo de no perderme en esas facciones. Y descendí con lentitud por el sendero que se formaba entre tus pechos pero tu cinismo asesino insistía en observar tan sólo ese horizonte. Tal vez no lo recuerdes pero al apoyarme sobre tu vientre comprendí tantas cosas que te repudié con todas mis fuerzas. Sabía que tus lágrimas gestaban el milagro de esa multitud de orquídeas, cada una de diferente color, floreciendo sobre la aridez de la arena. Pero no me comprendías, no querías verme y por eso te odié.
El viento inagotable extendía tus cabellos más allá de nuestro simple panorama. Ni un segundo me costó despojarte del paño que cubría tus caderas para regalárselo al mar. Y no me mirabas mi amor, no querías entregarme tus ojos. La desnudez parecía tan rígida frente al dibujo de tu figura pero no obstante la transmutación formada por nuestras pieles era sólo sedición. Retratos de la libertad que se acumulaban en la costa como espejos embarrados. Con mi puño apunté al cielo, tu giraste para buscar tu vanidoso reflejo allí donde siempre te habías contemplado pero al final, ya lo sabía de antemano mi amor, el horizonte sólo ostentaba cegueras.
Y cuando el frío parecía oprimirme, cuando la fragancia de tu cuerpo desnudo se asemejaba tanto al mío, me negué a continuar. Te veías tan hermosa con esa incapacidad para abandonar el llanto. Te presentabas tan pálida que no podía comprender tu ardiente reposo. Me alejé pero con tu mano sobre mi muñeca me obligaste a caer sobre ese campo de colores que ondulaba nuestro camino. Te recostaste sobre mí y el viento nos llevó más allá de ese horizonte. Dejamos la costa, abandonamos aquello que no podíamos observar y conjuramos la magia que nos unió definitivamente. Yo desgarrado como siempre. Tú con una orquídea bañada en miles de colores, asomando sobre tu oreja, subvirtiendo nuestro inmenso gemido de desolación en el indómito placer de la rebeldía. |