Los frutos destellan dispuestos sobre la mesa ceremonial. Su brillo se refleja en los rostros de las mujeres que organizan los preparativos. Una rama de flores de amaranto rojo corona el recinto adornado con seda teñida. Suaves campanas hacen olvidar el ajetreo. La ceremonia de Heng Ugo está vedada a los hombres.
Desde su habitación, Bai-hua observa a las demás cantando y poniendo las ceras, los platos. Bai-hua se muerde las uñas, se toca las cicatrices del cuerpo que sólo al tacto se notan. Busca manchas en su piel, alguna que no haya visto. Busca y no encuentra.
El día de Heng Ugo es día de cosecha, día de fertilidad. Las mujeres se apuran, cortan los frutos del albaricoquero repleto, preparan el festival en la aldea. La luna aparece para recibir las galas.
Bai-hua observa todo. Se pasea de un lado a otro, se desviste, se vuelve a vestir. Ni siquiera se percata de que han comenzado los fuegos artificiales. Su cuerpo se ilumina con cada estallido.
La luna es grande. Es luna llena, luna de liebre, luna elixir de la vida. La música se detiene. Yi-hsi, la esposa del bonzo, recita un discurso de agradecimiento. Todas miran en silencio. Bai-hua mira en la sombra. El otoño que empieza mueve las hojas de los árboles y estremece los adentros felices de las convidantes.
Los frutos y los granos se reparten. La mesa queda desierta. Yi-hsi, la esposa del bonzo, palmea dos veces. Luego suena un gong. Aparece Bai-hua, que avanza hacia la mesa. Se sube de un salto. Las otras la miran, algunas con envidia.
Bai-hua se quita la ropa. Su piel deslumbra, la luz de la luna deslumbra su piel. Bai-hua es la luna. No existen manchas, lunares ni pecas, sólo la piel transparente y blanca. Yi-hsi la examina. Todo es perfecto en esa piel monocroma. Dos mujeres la bañan con agua perfumada. La luna sonríe, se lleva una fresa a la boca. |