Saliendo al alba y cabalgando a buen paso desde la ciudad de Hécate, se llega en un día a un centro de peregrinación hundido en un valle. La quietud del viento y la humedad del aire, genera una espesa niebla que no se disipa. Lo primero que se distingue al acercarse, es la punta de una altísima torre y, al pie de esa torre, un monasterio donde ejercen sus funciones una congregación que suele ser llamada monjes papás, aunque en realidad son los oficiantes de la Liturgia del Extraño.
Aunque los monjes papás sea una orden masculina, el puesto de mayor responsabilidad siempre ha sido para una mujer. Esta mujer dedica buena parte de su vida a convivir con con un niño especial, elegido en el momento de su nacimiento según determinadas señales secretas. Se busca en el recién nacido una inteligencia excepcional y una forma particular de manejar esa inteligencia y siempre se encuentra, a pesar de las pistas falsas de aquellos que creen haber advertido tales cualidades en sus propios hijos.
La misión de la madre adoptiva es educar a este niño en aspectos ordinarios como la higiene, leer y escribir con soltura o adquirir ciertos horarios, pero siempre respetando la voluntad final del pequeño. Conseguir educarle sin amenazas o premios, simplemente provocando su curiosidad, es ciertamente difícil. Pero lo más duro que debe hacer esta madre es no inculcarle los conceptos de lo bueno y lo malo. La fortaleza de carácter de estas mujeres debe ser previamente entrenada para no demostrar en sus gestos o en su tono de voz un mínimo asomo de desdén cuando el niño se masturba sin parar, les escupe o desmembra un pájaro caído. Para estas mujeres, el principio que prima es el amor hacía el niño y sus escrúpulos o creencias particulares deben estar supeditadas a mantener encendida lo que conciben como una frágil llama que brota a través del niño.
Pero la llama no se apaga, según dicen, cuando un niño se ha consumido, otro niño empieza a arder en algún lugar. La llama existe por sí misma, no es atributo de nadie.
(continuará...)
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