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Al principio vio solamente la claridad mugrienta de la ventana que flotaba a una distancia imprecisa pero después se acercó a la masa rígida y sacra que la sostenía por centurias repetidas, con una cierta vehemencia en sus pies, algo ingenua y algo inconsciente. La Catedral se erigía imponente sobre ese sempiterno horizonte amarillo de la ciudad y su arquitectónica esfera parecía menearse por encima de su propia base, jugando a fabricar melodías desenfrenadas con los acordes de la campana decimonónica que la transformaba en una inmensa e inútil alarma para el pueblo, y esa cruz que apuñalaba la negrura dantesca del cielo.
Se acercó, entonces, a mirar más de cerca una obra que escapaba al pulgar creador de esa Historia que extrañamente bifurca sus rutas indefinidas trasladando aquel monumento de los oscuros años góticos a un desolado y eternamente olvidado pueblito de la provincia de Buenos Aires.
El no sabía qué significaba la epifanía pero aquella catedral se le reveló a sus plantas en un llanto desconsolado que amenazaba con desafiar en un mano a mano a la rotación ininterrumpida de los astros, las nebulosas y esas nubes de alquitrán. El no conocía muchas cosas, nadie en su pueblo conocía demasiado. Pero sus venas sangraban melancolía y carencia, y sabía que en ese atardecer se estaba gestando la única solución posible, aquella que el desenfado furioso del cielo vomitaría en verbos apócrifos para regalarle a esa pobre alma devaluada lo que la sequía de décadas disfrutaba prohibiendo. Y aunque se hincara a rezar afiebrado ante el altar enlutado, necesitaba imperiosamente del milagro panteísta de ver reflejadas las ojeras de Dios en el rostro de alguno de sus vecinos. Por eso cuando aquel viejo criollo, malevo y exquisito, de facciones distorsionadas y mirada añeja se acercó hacía él con una damajuana en la mano a escuchar algo que, aunque lo ignorara, requería de su recepción y a su vez no deseaba escuchar; el hombre sobre el barro seco sintió que el prodigio de la creación atribulada lo levantaba de su sitio y se arrodillaba ante él.
- Parece que va a llover – le comentó
Pero sucede que el viejo criollo al escucharlo se enjugó una lágrima que rodó desde el cielo, bebió un sorbo del vino purificador y le pidió con sublime gentileza:
- No me rompás las pelotas. |
Texto agregado el 14-07-2003, y leído por 188
visitantes. (2 votos)
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Lectores Opinan |
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22-11-2004 |
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Muy bueno, che! Realmente muy bueno. Lo primero que leo de pleimovil (muy buen nick, muy buena bio). Y creo que continuaré leyendolo en mis próximas y continuadas visitas. Mis Cinco. Oliveria |
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14-07-2003 |
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Buen relato, me gustó. Saludos pedromarca |
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14-07-2003 |
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Está excelente, muy bien hecho, me enganchó el hiperrealismo de algunas imágenes, muy bien llevado. Felicitaciones. cao |
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