En la loma hay un tranvía reluciente junto a la parada que tiene por origen y término. El conductor da la vuelta al cordón umbilical que le une al tendido eléctrico, prolongando los afanes de movimiento de los viajeros, y tras situarse en su puesto, de nuevo, vuelve a comenzar el trayecto.
La calle es empinada, se diría que no finaliza nunca y desde lo alto se divisa una magnífica vista de toda la ciudad.
La línea treinta y uno tiene un recorrido único; con la punta de los dedos sus pasajeros pueden tocar el cielo durante unos instantes. Hace años que ya no lo hago. Su conductor es un viejo barbudo y canoso, afable y servicial, se diría que acabado de salir de una cabaña de leñadores si no fuese por su uniforme azul con botones dorados, sus divisas sobre los hombros y el gorro con una pequeña visera sobre la cual adorna un cordón igualmente dorado.
El final del treinta y uno, agotados los espacios ruidosos de la ciudad, es un tránsito hacia la paz. La palabra tránsito adquiere una significación relevante que no puede dejar de subrayarse en esas cuestas que invaden el recorrido final acaparando los resuellos y ahogos de los ciudadanos que han preferido ahorrarse unas pesetas dando rienda suelta a sus esfuerzos. El treinta y uno es ubicuo; viaja por todas partes multiplicando sus vías como si alguien se detuviese a tenderlas a la vez que el tranvía avanza en su trayecto. Recorre todas las calles, vías y avenidas entre la Plaza de España y el Polígono de las Margaritas, en un peregrinar casi ascético por la parte más amplia de la ciudad. Sus raíles, semienterrados en el asfalto y el empedrado de las calles más vetustas, son largos dedos que se enredan entre los adoquines, extendiendo los traqueteos a modo de quejido anhelante y sonoro.
Y la imagen de su conductor no es menos heroica que la del capitán de un bajel de la armada curtido a batallas. Sin embargo, su rostro desteñido es afable, aunque se agarrota su semblante cada vez que suspira pensando en la jubilación y se pregunta qué será de su compañero de trabajo. La garra del tiempo, demoledora y cruel, ha hecho mella en la madera quebrada del vehículo y en los espacios rasgados de su interior. Y del mismo modo que el barco necesita ser llevado a dique seco para ser calafateado, el viejo treinta y uno se lamenta en silencio suspirando por una nueva capa de pintura que le retorne el esplendor perdido de su límpido azul.
Allá en el horizonte del tiempo, cuando la carcoma corroe las carnes y los alientos de los enterrados, yo me pregunto dónde estará mi treinta y uno, aquél que sobre la loma, en el Polígono de las Margaritas, me esperaba bajo el amparo fiel de su conductor con uniforme de botones dorados al que sólo le faltaban las charreteras, en un instante de juventud perdido y ya irrecuperable
Luis Vea García,1999 ©
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