Desde hace demasiado, mi vida es como un domingo por la mañana. Nunca pasa nada. El tiempo simplemente transcurre, llenando los minutos de segundos, las horas de minutos, los días de horas. Amanece siempre a las 7 en punto, sea primavera, verano, otoño u invierno; haga frío o calor.
La alarma del móvil ni siquiera me sorprende dormido porque a las seis y cincuenta mi cerebro empieza a despertar, sin prisa, siguiendo puntualmente el mismo rito de cada mañana, esperando paciente a que suenen los pitidos aburridos, agudos y en otra vida molestos.
Suenan tres veces, ni dos ni cuatro, antes de que mi mano derecha pulse el botón que detiene el zumbido y efectivamente vuelva el silencio. Mirada al techo, parpadeo rápido y en pie camino del baño. Allí me espera la ducha de 13 minutos.
El trece es mi número favorito. O al menos de eso trato de convencerme desde que me lo asignaron en el equipo de fútbol de mi colegio: El San Mateo. Portero suplente, claro. Y no es lo mismo ser suplente que ser portero suplente, porque de un dorsal 12, 14 ó 15 nadie espera demasiado. Si salen en la segunda parte es porque hay alguien que juega mejor, así que no importa si resbalan o si no tocan la pelota en todo el partido. Siendo portero suplente ni siquiera te queda el placer del anonimato. Si sales y te meten un gol (o te lo metes tú mismo) eres un fracasado y si no sales, ya de por sí eres un fracasado. Por eso muy pocos niños quieren ser porteros de fútbol y por eso ninguno quiere ser portero suplente.
Casi se me olvida encender el calentador. Por suerte hay una extraña conexión entre el pijama y el gas por la que cada vez que me quito la primera manga se activa la parte de mi cerebro destinada a recordar que hay que mover la llave de paso y prender el testigo del calentador. Así que me dirijo a la cocina con una manga al viento y supero la primera prueba del día.
De vuelta a la ducha advierto que olvidé ponerme las zapatillas. Le quito importancia pensando que no me voy a resfriar por eso y no me resfrío. Esa es una de mis habilidades. Estoy casi convencido de que las cosas suceden porque, muy en el fondo, quieres que sucedan. Es como cuando tienes una barba muy cerrada y le comentas a un imberbe lo afortunado que es por no tener que afeitarse todos los días. Sabes perfectamente que cuando tu carita era fina como el culo de un bebé temías que nunca asomara ni un pelo por debajo de tu nariz. Deseaste profundamente esa barba para parecer más hombre y ahora tienes que pagar por ello afeitándote todos los días. Por eso sé que no me voy a resfriar, porque lo deseo con todas mis fuerzas.
Levanto el mando hacia arriba y hacia la izquierda. Espero un par de segundos a que el agua tome la temperatura y cuelgo el teléfono en la toma demasiado baja de la pared.
Dejo que las gotas dibujen mi silueta, cierro los ojos y flexionando algo las rodillas coloco la cabeza justo debajo del chorro. Se me tapan las orejas y me gusta esa sensación. Agarro el champú, no queda mucho en el frasco. Vierto demasiado sobre la palma de la mano y lamentando que se pierda parte del líquido viscoso me empiezo a amasar el cuero cabelludo.
En un esfuerzo por mantenerme despierto tomo el gel de baño y me froto el cuerpo sin esponja, rápida y mecánicamente. Pienso que me estoy entreteniendo demasiado. Me quito el champú pasando las dos manos desde las cejas al cogote una y otra vez. Odio no poder quedarme así el resto de mi vida y bajo el mando de la ducha hasta que el agua deja de caer.
Si pudiera cambiar una sola cosa de este mundo cambiaría esa sensación. Me refiero a cuando el agua deja de caer. Es un segundo que si dependiera de mí eliminaría del total de segundos de mi vida. Preferiría morir 13 minutos antes si a cambio no tuviera que soportar la sensación del agua dejando de caer. Es como despertar en una mañana de frío perfectamente cubierto por una manta de esas que pesa poco pero que abriga mucho y que te la arrebaten de golpe, sin tiempo para acostumbrarte a la temperatura que hay en el exterior. El agua es así de cruel. Se retira de golpe y te deja el frío.
Corro la cortina como si fuera el telón de mi nuevo día y busco la toalla procurando no mojar el suelo. Casi lo consigo. Me seco poco la cabeza, me seco el cuerpo hasta las pantorrillas. Los pies sobre la alfombra de baño dejan dos grandes marcas de humedad. Arrastro la toalla por el suelo hasta colocarla justo delante del espejo, completamente cubierto por el vaho. Adivino mi silueta.
Trato de convencerme de que no está tan mal. Pero el vaho no es niebla londinense. Inevitablemente aparece ese flotador rodeando mi cintura. Me pregunto qué día se instaló allí. Hay cosas que están desde siempre, no sé, los ojos son mis ojos y más o menos tienen el mismo aspecto que cuando era niño. Otras, como ese flotador fofo, no aciertas a recordar cuando empezaron y temes que sean eternas. Seguro que tiene que haber un culpable: un bocadillo, una galleta de mantequilla o un helado de chocolate. Quizás una bolsa de patatas chips. No sé en qué momento mi cintura adquirió ese blando anillo de Saturno y tengo que confesar que eso me molesta.
Con un peine elimino el exceso de agua de mis cabellos. Serán las 7 y catorce minutos cuando devuelvo el desodorante al pequeño armario del baño. Totalmente desnudo cruzo el pasillo.
Distraídamente me doy cuenta de que una ventana está abierta de par en par. Todavía demasiado dormido para tener vergüenza y confiando en que sea demasiado temprano para que me vean los vecinos decido cerrarla. Me equivoco.
Unos trece metros delante, en el edificio del otro lado de la calle, aparece la preciosa figura de una mujer completamente desnuda. Parece que ella también olvidó la ventana abierta. Nos miramos a los ojos. Noto un calor que me sube por las entrañas hasta la cara y las orejas. Sin embargo, en vez de avergonzarme, quedo completamente inmóvil contemplando el suave paisaje de su cuerpo. Ella sonríe entre pícara y tímida.
Pienso en presentarme como el nuevo vecino. Pienso en invitarla a cenar. Pienso en acostarme con ella. Por primera vez en mucho tiempo me descubro perdidamente enamorado. Trato de adaptar mis reticencias al amor a primera vista para explicar lo inexplicable, pero no puedo.
Mientras tanto ella se ha cubierto con una toalla y hace ademán de darse la vuelta. Preso por el pánico de perderla para siempre levanto mi mano y la saludo.
Un día el portero titular se torció un tobillo y tuve que salir a falta de dos minutos para terminar el partido. Ganábamos 2 a 1 y Julián, el número 14, trató de arrebatarle la pelota al delantero contrario.
Me encuentro ridículo moviendo la mano abierta de izquierda a derecha pero me alegro de haber llamado la atención lo suficiente para detener su giro.
El árbitro pitó penalty. Julián puso cara de puré de verduras y rompió a llorar.
Es preciosa. Me enamoro aún más. Sin quererlo mis labios se abren y se llenan mis pulmones. Tengo una probabilidad entre un millón, pero trato de adivinar su nombre:
- ¿Elvira?
Su sonrisa se convierte en carcajada. Olvida por un instante que la toalla le servía de escudo y deja un pecho al descubierto.
El delantero colocó el balón en el punto fatídico. Cogió carrerilla y chutó con todas sus fuerzas. Yo cerré los ojos y me tiré hacia mi izquierda.
- ¿Cómo lo sabes?
No sé muy bien cómo pasó, pero yo, indiscutible portero suplente del Colegio San Mateo, paré ese penalty. Julián se convirtió en mi mejor amigo y todos mis compañeros me abrazaron como si fuese el mesías.
¿Quién sabe? Quizás el 13 también sea el número favorito de Elvira.
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