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De más lejos



a don Enrique Wernicke


Entre las dos raíces de eucalipto que empezaban a quemarse, así de grandes todavía, en el hueco del medio, abajo, ardió furiosamente un tronco más chico, que hacía un rato habían tirado al fuego. Ardió en llamas altas y se perdió.
—Los troncos arden más que nunca justo antes de gastarse para siempre —dijo en voz alta Belisario, el que fue maestro de la escuela siete. Se lo miró, como a cada uno que hablaba.
—No sabía que también te llamabas Roldán —le dijo Lombardero, ese flaco altísimo que había sido rubio, y que hace unos años vino a pasar unos días en una quintita que tiene por acá, y ya nunca volvió a pasar del boliche, para el pueblo. Las hijas vienen a verlo, de vez en cuando.
—Lo dice por un poeta que hubo —dijo Arispe, que con los años había aprendido que para tener boliche hay que ser traductor.
Pero ese día estaba el loco Toledo, o algún otro loco —que siempre venimos— y se lo dijo, como sabiendo:
—No veo el chiste —dijeron, uno dijo—, hablar así no es ser poeta, sino decir la verdad —y todo el mundo se quedó callado un rato, como Dios venía mandando.
Esa vez, no llovía.
—Repita, entonces —dijo Arispe, por fin.
—Que el tronco arde más que nunca justo cuando se está por consumir para siempre —dijo Belisario.
—Antes no dijo consumir pero valga —terció un tercero, el de los botes, haciendo sonar las botas de goma, una contra otra, con ese chirrido insoportable que ya conocíamos y a veces hasta nos asustaba. Y después:
—La pucha que se nos ha puesto observador —dijo, sin mucho entusiasmo en la be.
—Todos nos hemos puesto —dijo Arispe, y señaló el fuego—. O serán los años.
Podía tener razón con las palabras, pero con el dedo estuvo más cerca. Eran los años y ese fogón con tiraje afuera, que Arispe había hecho hacer en el boliche después que le contaron que la boite del pueblo tiene uno. Justo en el rincón de la pared de la ventana y de la pared sin nada, que da para el lado del pueblo. Desde hacía un invierno y algo, desde que se quemaban esos troncos en el fondo, como en casa de ricos, nos íbamos a mirar las llamaradas, y todos los callábamos más o hablábamos más.
A la mayoría se les había dado por llegar a la tardecita, cuando empezaba el frío y había que prender el fuego. Era un momento raro, entreverado: todos decían que la leña así y las ramitas asá. Pero a la primera luz alta pegando en los ladrillos, había una parte alegre y triste, un tajo en el tiempo que los hacía callar. Y después de ese tajo, antes de volver a callarse, todos hablaban a la vez. Así que con los días hubo que ordenar las cosas. A veces, cada uno imaginaba lo que quería y hablaba lo que quería; otras, de entrada nomás, y por votación, se marcaba a qué se parecían los troncos que empezaban a arder y, de hablar, se los hacía dentro de la historia. Otras veces se permitía que la historia fuera cambiando. Que los que habían empezado siendo caballos fueran hombres, de repente. El loco Toledo siempre veía caballos; Arispe, mujeres. Eran los que más discutían, los que más peleaban. Así que casi siempre, en el fuego, había mujeres y caballos. Pero vaya a saber qué pensaba cada uno, qué cosas callaba cada uno, después. El peón de San Manuel y el puestero, los de las barajas, al costado de todo, se lo pasaban apostando entre ellos: que qué tronco se quemaba antes, que para qué lado se iban a caer.
Era día de Arispe. Los troncos eran, o habían sido, como mujer y hombre prendidos. Arispe dijo:
—El fuego da lo que ya no sirve para nada —y medio se durmió.
—El humo —iba a decir dos o tres días más tarde, cuando le preguntaran, pero esa vez se durmió.
Hizo ruidos, el fuego, y los dos troncos grandes —esas raíces retorcidas, con brazos para todos lados; esa tormenta de ojos, caras, cuerpos, animales, montañas, campos, amaneceres y atardeceres, que habíamos simplificado en un hombre y una mujer— se juntaron suavemente. El otro tronco, la mujer, se le acomodó. En el pecho, se acomodó.
Por eso no supimos que había entrado el hombre. El fuego nos iba distrayendo del mundo, como decía Arispe. Pero mejor. Ahora que se piensa bien ni era d noche. A veces pasa. Por el rebenque, el hombre había venido de a caballo. Ni los galopes sentíamos, de tanto ruido a tronco en tren de quemarse, como decía el Francés, cuando venía.
—Sírvase usted —le dijo el de los botes, y siguió mirando el fuego, después de señalar a Arispe, que cabeceaba.
Pero el hombre quería que lo miráramos, qué embromar. Venía de lejos, y quería que lo miráramos. Se acomodó en la mitad de la luz, frente al mostrador, y pegó con el talero en el estaño, entre los vasos. Arispe se despertó. Antes lo hubiera sentado de un sopapo. Ahora le dijo:
—Mejor espere, don.
Y se vino hasta el fuego, acomodó una rama, la vio crepitar, retorcerse, desaparecer entre los troncos grandes, ser ceniza. Quiere decir que oyó el ruido de prenderse, el ruido de irse consumiendo, el ruidito final. Entonces, recién, se dio vuelta. El otro todavía lo estaba mirando y le dijo:
—Está bien, don Arispe, ya esperé.
Pero Arispe no le preguntó de dónde sabía su nombre. Nosotros tampoco. Arispe le sirvió, y el otro no preguntó cómo sabía que tomaba ginebra. Se miraron.
—Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia —dijo el hombre. Tenía una camisa como azul, abierta adelante, y faja negra, de vasco. Pero todavía no le mirábamos la cara. Al rato dijo —Y que se la escucha, me dijeron.
Arispe le dijo que a veces sí. En la estufa, el caballo del Loco se montaba a la mujer que había sido de Arispe. La mujer iba cediendo, dulce, duramente. El Loco estiró uno de los fierros y acomodó mejor su caballo.
—Ahora el fuego se tiene que reflejar en el fierro y dar color rojizo —dijo el Loco, para disimular.
—Se refleja —dijo desde el mostrador el que había llegado—. Como mi víbora.
Así que Arispe le dijo:
—¿A ver?
—Que de noche sueño que acá adentro me está creciendo una víbora —dijo el hombre—, y que cada noche se hace más grande y más grande y a mí no me importa y lo único que quiero saber es si cuando de tan grande que sea la víbora yo muera, lo único que quiero saber es si la víbora vivirá.
Nos miramos.
—Puede vivir o no, quién le dice —dijo Arispe.
—Además no se refleja —dijo Toledo.
—Por ahora —alcanzó a decir el forastero, al final.



Miguel Briante

Texto agregado el 17-01-2005, y leído por 627 visitantes. (0 votos)


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