Ley de juego
1
–Porque el vino es de entrar pero no de salir –dijo el hombre, y el otro lo miró.
–¿De qué almanaque lo habrán soltado? –habló, como al pasar.
–De aquí–, y sacó una taba. Fue un gesto silencioso, tan viejo que el otro se levantó. Afuera, el sol se iba cayendo, seguro. En la punta de los pastos empezaba la noche. El de la taba, tiró.
–Culo –gritó el que no había tirado.
–Usted tiene mala vista –comentó el otro, caminando. Serio, metió la taba en el tirador y casi como si no se moviera llegó hasta un rosillo alto, de patas oscuras, y casi como si no se moviera se acomodó en el recado.
Cuando ya no se veía más que un montón de polvo, y no mucho, el que se había quedado clavó la vista en Arispe y le dijo:
–Ya nos vamos a encontrar de vuelta.
Arispe se sirvió una ginebra. Era tarde. Le dijo:
–Moro, cierro.
El que se había quedado dijo:
–De entrar, Arispe, pero no de salir.
Arispe apagó el sol de noche. Hubo esa última llamita, final.
2
El Moro estaba apoyado contra el mostrador cuando vio entrar al hombre. Tenía el mismo tirador de cuero de carpincho, de otras tierras, y la misma mirada forastera de aquella vez, cuando lo de la taba. Arispe, que venía de las piezas, le dijo, bajo:
–Moro, quieto –y el Moro se tanteó la parte de atrás, sintió el mango y descubrió que de golpe le habían empezado a sudar las manos.
–Se le va a resbalar si suda tanto –dijo el otro, tocándose el ala del sombrero, en saludo.
–Tardes –dijo el Moro, y se agarró al vaso de ginebra, y agregó: –Yo sabía que nos íbamos a volver a encontrar.
–No charquee, paisano –dijo el hombre, y con un gesto de la mano izquierda imitó el gesto de la mano izquierda del Moro sobre el vaso de ginebra, y con la voz dijo: –A encontrar.
El Moro alejó la mano del cuchillo, la sostuvo un rato en el aire, para que se viera que estaba limpia, chasqueó los dedos antes de cerrar la mano y la cerró y cuando la abrió Arispe le puso una taba en la mano. El Moro miró a Arispe con agradecimiento y con rabia.
–Bueno –dijo el otro, y de un manotazo se quitó el sombrero. Tenía tierra en las uñas y ese tranquilo, salvaje olor de otros lugares. –Salgamos. La noche empieza en la punta de los pastos –dijo–, y va ser mejor ir saliendo.
El Moro, ya en la puerta, dijo como si hiciera falta:
–Tiro yo.
El hombre concedió con la boca, a media sonrisa. El Moro tanteó, profesional, la taba; a través de la mano le llegó, hasta la boca, un gusto raro, como de acero que se iba pudriendo hacia la carne. La dio vuelta; el hueso, del lado opuesto al metal, estaba tibio, pegajoso. Tuvo miedo.
–A usted le tocaba –dijo el forastero.
3
Así que el Moro tiró. Según dirían después, se le fue la mano en ese tiro. Sintió que la muñeca le quemaba, supo que se le iban los huesos y la carne, pero no quiso mirar, todavía. La taba dio sus necesarias vueltas en el aire y cayó con suerte y el Moro, dolorido pero triunfal, se dio vuelta y le dijo al otro:
–A usted.
El otro lo miró, ladino, incomprensible como siempre, y le contestó, con una voz que Arispe, parado en la puerta del boliche, medio lejos, se acordaría para siempre:
–No, así no vale. Usted la acompañó, don.
El Moro se miró el muñón, miró la mano caída contra el pasto, muy cerca de la taba, miró la taba caída contra el pasto, muy cerca de la mano y brillante, ganadora, y con la mano que le quedaba sacó el cuchillo.
El otro se abrió de piernas, se acomodó en el mundo como si le quedara chico y, sonriendo, lo esperó.
Miguel Briante
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