Los minutos corren rabiosos entre figuras y señales perdidas, activas simbologías de sombras perdidas que ya nadie extraña, ni siquiera vos. Cuando ya no pienso en nada y salgo a la calle a caminar, salgo a buscarnos entre la polución, entre palabras vacías de contenido; cuando pienso en todo y recuerdo cómo íbamos vestidos entre el reflejo rebelde de los cristales, recuerdo el tiempo a la deriva y cómo lo usábamos, y los versos ahora insignificantes del juego de esquivarnos bajo la ropa empapada por esa lluvia que se aferraba a las sábanas de tu rostro. Fue en esa esquina tan llena de resignación donde alguien me entregó una carta manuscrita en la cual tu nombre sólo figuraba como las mismas letras que hablaban de la perdición y de un tesoro intacto violado en el mismo instante en que dejamos de tocarnos y todo comenzó. Sólo vos sabés de qué manera la incertidumbre dominaba mis pasos pero sucede que si te lo pregunto sos incapaz de responderme quién criminalizó mis tribulaciones y esa absurda necesidad de encontrar algo un poco más allá del asfalto. Y sé que muchas veces te reíste con inusitada insolencia reprochando mis descargos hacia la fragmentación pero también recuerdo las mañanas infames en que desaparecías y mis llamadas se sabían en vano porque jamás te habías imaginado tener que responderme. Casi lo olvido, pero no, cuando me preguntabas acerca de la existencia de Dios, cuando me interrogabas sobre el argumento de la democracia y te burlabas de esa dudosa necesidad de llevar siempre en los bolsillos un puñado de billetes. Te hablaba del valor de la nada y me contestabas que esa nada era algo que yo mismo estaba gestando y si acaso sólo la nada tenía valor ergo todo lo que intentaba hacer, desesperado por no caer en la inutilidad, carecía de importancia. Claro que cuando nos mirábamos a los ojos y sonreíamos con complicidad, ninguno hacía mención al beneficio; entonces descubríamos todos los días en diferentes momentos lo valioso de tenernos al lado aunque la maraña de brazos, las risas, los juegos que culminaban a los golpes derramando siempre un vaso de vino tinto sobre mi saco favorito tal vez no nos permitían hacer nada excepto descubrir que no estábamos solos y que nos estábamos portando tan mal que no deseábamos finalizar esos juegos en los que sólo hacíamos lo que queríamos y nada más. Nunca te lo dije pero me parecías una extraña ciénaga y una deliciosa isla, y quizás te resulte improductiva esta confesión tan inapropiada en momentos como este pero aún necesito tus huellas en mi cuello en medio de esta fragancia a nada, una nada infértil.
Es que ya no puedo volver la mirada hacia el ayer que se perdía en tus colmillos, rezongando histérica porque el día se te escapaba de las manos y se perdía entre tus piernas, porque a vos te molestaba el tiempo y a mí las obligaciones, y entonces nos arrojábamos al césped a manipular las nubes con soberana ternura y la irrevocable libertad de llorar un sábado y reírnos a carcajadas un miércoles, yo con mi saco manchado de vino tinto y vos con tus cabellos en los ojos dejándote guiar por el poder metafísico de tus uñas. Nos tomábamos una pausa y lentamente olíamos las frutas del mercado, buscando las mejores del barrio para salpicarnos las mejillas en la cama desnuda, en el frío de un nuevo verano. Viajábamos en colectivo sólo para contemplar el paisaje de la ciudad y me hacías notar con tu indecorosa percepción que a medida que pasaban las semanas llegábamos más rápido a destino sin detenernos a observar que Buenos Aires cambiaba de forma de semana en semana. Y ahí cerca de la fábrica abandonada te perdía en las páginas de tu novela favorita y me dabas tiempo para componer nuevas poesías, bastante absurdas ahora que lo recuerdo, pero imposibles de divorciar de nuestra presencia sin sentido. Entonces rezongabas de nuevo y nos acariciábamos en el cine viendo una película subtitulada a las apuradas pero tan real que no aceptábamos los créditos finales hasta terminada la discusión en ese bar de Avenida de Mayo que era siempre una antesala a las piedras que arrojábamos con histórica travesura frente al Ministerio de Economía.
Pero ocurre que ahora todo te da lo mismo. Resulta que ya no te molesta la antagónica presencia de los edificios, ni siquiera los comentarios utilitaristas, o la soledad. Sin siquiera haberte visto, como una conjura anacrónica, sólo me bastaba mencionar tu nombre para barrer la mugre de mis pasos, y ahora que la pasión olvidó su esencia, ahora que las lágrimas y las risas son obligaciones que nos hacen perder el tiempo, te llamo y no estás, te araño y no te duele, te pregunto y ya te fuiste, te recuerdo y nunca exististe, te saludo con fervor y, por mi parte, sigo esperando a alguien que mira tus ojos con la rabia de la presencia y que se fue con tu estela, para que te diga que hay algo nuevo bajo las sábanas de tu rostro, algo que parece trasmitirme todo; pero por supuesto no alcanza. |