Ezequiel intoduce a llave en la cerradura. Abre la puerta, entra al cuarto, arroja sobre la silla su corbata azul con pequeños lunares amarillos.Enciende el televisor, acomoda las almohadas, se recuesta.
El vestido de seda salmón yace sobre la alfombra.
Insiste con los botones del control remoto en búsqueda de noticias.
Nada.
Se observa en el ancho espejo que adorna el frente de la cama.
¿ Dónde está el hombre de pulcra camisa, impecable traje gris claro y cabellos tratados con imperceptible descuido?
La imagen se va transformano en un laberinto, sus rasgos adquieren profundidad.Oscuros destellos lo devoran.
Ya no es él.
Algo lo envuelve y la arrasa. Trata desesperadamente de asirse a su sombra. Resbala. Lo ahoga un olor nauseabundo. Una suave muselina envuelve su cuerpo desnudo.
La mirada triste y la boca sonriente de un rostro de mujer se le acerca.
- ¿ Recuerdas? Se oye a los labios decir. Estira los dedos para alcanzar esos labio que sabía amados.Sus dedos se vuelven filosas hojas de metal. El brillo hace parpadear los ojos tristes. Intenta acariciar el rostro blanquecino.
-¡Qué tibias son tus caricias! Balbucea la boca sonriente mientras hilos colorados comienzan a deslizarse por las comisuras.La lengua de Ezequiel hace un esfuerzo por recogerlos.
- ¿ Dónde está tu aliento? Implora.
Un sabor salado inunda su paladar. El vértigo lo sacude. Rueda. Lo detiene un callejón húmedo, adoquinado.
Resbala.
Callejuelas.
Paredones.
Ventanas cerradas.
La sonrisa de mujer vuelve a acercarse. Hace un gesto de desprecio.
-¡Pobre niño! Susurra.
Voces burlonas salen de los rincones. Sus huesos avanzan. La muselina cae como cabellera sobre la espalda. Siente los labios rozar los suyos.
Una melodía llega de algún lugar.
De las entrañas de Ezequiel surgen gemidos que sacuden su cuerpo.
Lentamente se desmorona sobre el lecho.
Analía parece saludarlo desde un marco de peltrina que adorna la mesa de luz..