A veces te echo de menos, palabra que es cierto, con ello te darás cuenta lo realmente bruto que soy. Casi sin darme cuenta se me humedecen los ojos cuando te recuerdo recorriendo la casa con tu paso enérgico, con ese genio tuyo tan inestable, tan pronto delicada y complaciente y de súbito transformada en una violenta tempestad que me hacía salir a dar vueltas la manzana hasta que amainara tu furia, ya que contigo en medio del vendaval, no se podía, palabra que no se podía. Cuando lo intentaba, mis razonamientos pasaban de largo sin introducirse en tus tercos oídos y tus respuestas llovían sobre mí a modo de figuritas de porcelana, platos, floreros y todo lo que se te ocurriese como un buen argumento para zanjar de una vez la discusión. Nuestros hijos, indiferentes a todo, continuaban en sus menesteres, ya demasiado habituados a este tipo de comunicación. El dinero era el principal detonante de todos estos altercados pero ahora pienso que más bien era una pobre excusa para descargar esta energía, después de la cual, ambos quedábamos tan malparados. Hasta pienso que siempre necesitamos un tratamiento clínico, tú, para descartar ese agudo cuadro de síndrome pre-menstrual que te afectaba y yo, para aprender a conocer tu verdadera esencia. El asunto fue que empezamos a aborrecernos, a gruñirnos con una simultaneidad espantosa, comencé a desear que salieras, adonde fuera pero que salieras y yo me quedaba apoltronado, volándome con mis lecturas o pegado a ese rectángulo luminoso que llamamos televisión, en ambos casos eludiendo lo que pudo haber sido una sanadora conversación, una terapia que nos restableciera como pareja. Bueno, la conversación surgió después, pero fue de parte tuya para decirme que había otro, alguien que llenaba los espacios de tu alma con mucha mayor eficiencia que yo. Allí se me vino abajo el mundo, nunca pensé que las cosas desembocarían de ese modo, palabra que no. Me anunciaste que te irías y allí estalló ese caudal de lágrimas que tenía guardado para cualquier otra pena pero no para esa, para esa no. Te imploré que no te fueras, que esto podía arreglarse y tú sonreíste tristemente, claro, las figuritas aquellas que esquivaba con cierta maestría, pronto eran pegoteadas y recobraban su precaria forma, los floreros, la misma cosa, pero esta relación, quebrantada a golpe de insultos, maldiciones y agresiones de todo tipo, esa pieza destrozada en mil pedazos, era ya imposible repararla. Bueno, al final ambos coincidimos que era así. Te fuiste y tal como lo grafican las canciones romanticotas, yo transitaba por la casa como un alma en pena. Aparecía ante mis ojos algún detalle que te rememoraba y desolado y atacado a mansalva por ese pasado reciente, me arrojaba a la cama a llorar con desesperación. Así pasaron tres meses, así se fueron sucediendo los días y ahora, a casi seis años de aquella dolorosa despedida, siento que ya estoy restablecido, converso contigo y ya no nos ladramos, los hijos nos han unido en la distancia, hasta aprendiste a reír con mi humor un tanto negro, me cuentas tus cosas y yo escucho sin que nada de lo que te evoque me duela demasiado. Salvo ayer cuando me dijiste: -Lo siento, perdóname, confieso que me equivoqué. Tú eres un hombre bueno. Te iba a responder cualquier cosa, tal vez darte las gracias. Pero algo que se había negado a abandonar mi congoja ya olvidada, un nudo estúpido artero y malicioso, subió por mi garganta, apretándola. No pude responderte nada…
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