La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
Eugenio Montejo.
El Jefe levantó la mano cerrando el puño. Casi todos los que tenían que ver la señal la vieron, y los que no, fueron avisados por el estridente sonido de un pito enfurecido que pese a lo disonante y agudo no iba mal con la música que, todo alrededor, explotaba en golpes. El Jefe volvió a levantar su mano izquierda con el puño cerrado, y esta vez sí fue vista por todos. De repente la música empezó a crecer: ya no brotaba sólo de esos dieciséis hombres y esa única mujer, sino que salía del golpetear de todos los corazones presentes, de la escuela ahí al lado, de la nieve artificial cayendo desde cielos artificiales, de las para nada agraciadas mujeres que bailaban semidesnudas en la calle sucia; la música salía, por vez primera, del pueblo. Aturdía el golpeteo, el martilleo incesante que no pudo ni podrá borrar la sonrisa de mi rostro. La música iba in crecendo, y a una señal del Jefe el silencio cayó sobre la exigua multitud como un baldazo de agua. Un segundo duró ese silencio espectral, y luego unos pocos aplausos acompañaron a la comparsa a un micro chico y maltratado.
Dos señoras gordas sentadas a una mesa custodiaban la Puerta, y un tarrito con monedas chicas parecía ser el símbolo de la decepción. La esperanza de entrar se deshizo cuando recordé mi carencia total y absoluta de dinero: había salido rápido de casa, sin tiempo para agarrar la billetera. “¿Para qué?” me había preguntado, y ahí estaba la respuesta. -Pasá, total ya termina- dijo una de las gordas sonriendo.
Fue difícil acostumbrarme a la idea; la gente iba y venía con esa libertad y soltura que dan los lugares propios. Y yo, un extraño en la multitud, caminé unas cuadras mirándolo todo sin comprender del todo. Recordé los tambores de Montevideo, las noches de Tapalqué. Recordé la murga del colegio, y la Murga del Tiempo de Dolina. Y entre tantos recuerdos, un escalofrío me recorrió. Una nena descalza bailaba sobre la calle mal asfaltada. Atrás, un hombre alto, con un par de días de barba, caminaba de espaldas. Sólo miraba a sus hombres y su mujer, y ni siquiera los miraba a ellos. Se veía a si mismo en ellos. Entonces la señal.
para el Corso de City Bell, hijo de febrero y pobreza.
para sus paupérrimos y ricos habitantes.
y, claro, para la comparsa Sueño Dorado, que cerró aquella noche y tantas otras cosas. |