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La mañana nos había tomado por asalto, cubriéndonos del frío irreverente del amanecer. Ella estaba allí, enfrente mío, de rodillas en ese colchón sin sábanas que habíamos arrojado de apuro al suelo. Pero sin embargo, la extrañaba. Tal vez era el frío o quizás el tiempo que se asemejaba tanto a un cementerio esquivando la pax eterna con esa mueca pavorosa del desamor y el olvido, y a veces también de la memoria deshilachada de aquella fortuna ignota, pero lo cierto era que la echaba de menos. Ella parecía inmóvil, inconmovible ante todo lo que había sucedido. Nos dolía terriblemente el cuerpo, la boca, palpábamos el ardor de la piel pero a la vez la sentíamos enfriarse por las circunstancias que propician una mañana inerte. Ocurre que su imagen me dictaba ciertos recortes de planos estrechamente ligados a la confusión, a esa cosa de color rojo que sacudía en su mano y yo nunca antes había visto. Creo que nunca antes la había visto. Pero al mismo tiempo ella me parecía tan desconocida que entonces ya no había tiempo de nada, y había ciertas cuestiones en el aire perfumado que aseguraban lo vano de ser cuestionadas, afirmaban que ya no existen detalles –la mayoría- capaces de observar y compartir porque está preconfigurado, el presente, y configurado, el pasado, de manera tal que quede justificado y arraigado en las tradiciones el estado de cosas actual. Habíamos perdido las ganas de entrometernos en los detalles porque quizás habían perdido sentido. Pensaba porqué la amaba o porqué vivíamos en un lugar llamado Argentina y tras pensarlo puntillosamente, todo parecía perder su valor semántico. Trataba de buscar el fragmento de su significado más allá de lo que está dado como sobreentendido y entonces parecía que el todo desaparecía, que nunca había estado, que en realidad yo había inventado el termino amor o Argentina, y nunca se pronuncian, sólo se expresan con reticencias. Pero en verdad no se trataba de su inexistencia sino que no estábamos acostumbrados a escaparnos de los sofismas que rigen el mundo. Y los detalles, al estar allí listos para ser indagados, para sumergirse en ellos huyendo de la contingencia y el gregarismo, nos hacen tambalear, parece que desaparecemos pero sólo modificamos la forma en que nos conjugamos y nos perdemos en los pliegues rotos sin siquiera tener nuestra parte.
Entonces ella me mostró esa cosa roja que tenía en la mano. Era pequeña, de aproximadamente unos seis centímetros. Poseía una pequeña cabeza de metal gris y una palanca roja que se accionaba para hacer aparecer algo parecido a un fuego, a un cono azul en su base y amarillo en su cima. Algo que se asemejaba tanto a esos ojos mirándome, declarándose dueños del brillo del vacío, ese extraño fulgor que aparece cada tanto y yo no podía completar porque todo lo que ella sentía era una mera extrapolación de ciertas casualidades novelescas que siempre derivan en juegos, y los juegos se juegan ya que sólo se abandonan cuando uno crece de golpe, y para dos niños como nosotros el juego no podía culminar así. Le acerqué un cigarrillo a esa cosa roja y ese cono que quebraba la tautología macabra del departamento, la repetición incesante de los paralelogramos sombríos de la ciudad. El frío se burlaba de nuestra piel de gallina y sucede que la necesitaba, nos necesitábamos al menos para nunca dejar de buscar, para alejarnos, para demandarnos pero negando tanto la felicidad que el desamparo no se solucionaría de un día para el otro si el mundo en el fondo debe ser una enorme frazada que nos obliga a patear, pegar, lastimar e ignorar para cobijarnos definitivamente. Entonces ese mundo y la Historia son incapaces de discriminar un juego que se juega con pasión, y una locura que el loco no comprende pero el cuerdo no vive, y una dulce estimulación y todo eso que tanto duele, para hacernos crecer de golpe y ya está. Lo deposité en su boca, comencé a observar meticulosamente cada instancia de ese pucho. Cómo lo encendía, cómo inhalaba el humo y cómo lo exhalaba, vida o muerte, el filtro mojado, los labios secos, los pulmones recibiendo aire caliente, tos, cáncer, frases hechas, el humo surcando el dormitorio en círculos, el silencio es salud, activos y pasivos, la impostura silenciosa de las décadas, el frío que se vuelve calor de la pasión, los lagrimales a punto de estallar, el sudor de ella atravesando el caluroso otoño del deseo delimitando su figura en el colchón desnudo, miedo, timidez, poca ropa y unas caderas filosas esculpidas en detalle por el mejor artesano, el cigarrillo golpeando el suelo del cenicero, el colchón que no resiste, un silencio que cobra sentido lentamente en su chillido, pura literatura arrojada al tacho de basura por un simple artefacto de seis centímetros, de color eventualmente rojo, que al ser presionado emite un gas que se mezcla con la fricción de la piedrita depositada en esa misma cabeza de metal gris, golpeándose, descubriendo el fuego.

Texto agregado el 13-07-2003, y leído por 203 visitantes. (0 votos)


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