Manuela apareció en mi vida una mañana medio lluviosa de final de verano. Ella salía de una cafetería al mismo tiempo que yo intentaba entrar para desayunar. Se detuvo en la puerta unos segundos mientras se despedía de alguien con la mano…

Creo que la miré demasiado, porque empezó a tirar hacia abajo y de forma atropellada de su pequeña falda.

La falda era de un color turquesa claro y contrastaba con unos muslos perfectos y morenos.

Cuando al fin se decidió a salir, su mirada risueña y la sonrisa abierta que me dedicó me hicieron perder los papeles… y nunca mejor dicho; cuando dejé de levitar me di cuenta de que mis pies estaban sobre los cheques, extractos y nóminas que había dejado caer sin darme siquiera cuenta.

Y es que Manuela olía a menta, a zumo de melocotón y a mermelada de naranja; tenía unos ojos de color chocolate y la piel como un café con poca leche; cuando se agachó para ayudarme a recoger adiviné un lunar entre sus pechos, empecé a sentir la boca seca cuando advertí un leve olor parecido al de los polvos de talco…

Cuando ya se iba, volvió la cara para regalarme una segunda sonrisa; noté un cierto temblor en los labios y un sudor frío detrás de las orejas.

Se alejaba con paso voluptuoso; sus nalgas alternándose tras la leve falda; sus piernas perfectas y bronceadas… se fue, pisando sucesivamente sobre los tacones de aguja de aquellas sandalias a juego con su camisa, con ritmo, redoblando y marcándole un compás percusionista a una cada vez más lejana melodía... sicalíptica y tribal que retumbaba en mi cabeza.

Desayuné una menta, zumo de melocotón, café y tostada con mermelada; siempre recuerdo esa melodía, pero a ella no la he vuelto a ver.