Sus últimos sentimientos fueron el miedo y el espanto. La vida de José había transcurrido en la negrura de interminables noches, como una oscura pesadilla albergada en lo recóndito de su alma que nunca terminaba. El reloj marcaba las tres cuando sus ojos se alejaron de la vida, mientras apresado a una red de humos distantes y de conjeturas inventadas por la psiquis, sus párpados volvían del abismo a esa misma hora ante la humanidad. Afuera el sol seguía prescindiendo de sus pasos y las calles aún confluían en eternos caminantes de miradas ajenas. La soledad se había apegado a él como un legado de los Dioses, ante esa continua búsqueda hacia la superficie, en una confluencia de voces abnegadas o la tibieza de esa mano acariciándole su rostro. Desde el trasluz de los sentidos, su cuerpo comenzó la cuenta regresiva de esa espera, para resurgir al mundo de las cosas. Fue astronauta, combatiente, inmortal, humano, fantasma, piel, agua, vegetal, tierra, sonrisa, hasta que sus labios hermanados de misericordia, nuevamente modularon: “Mamá, he vuelto”.
Ana Cecilia.
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