Siempre se ha dibujado a Isaac Newton tumbado a la bartola bajo un árbol cuando, de pronto, le cayó una manzana sobre la cabeza, provocando que se le ocurriera la ley de la gravedad, en vez de pillar un mosqueo de tres pares de narices, que es lo que nos pasaría a cualquiera si nos tumbáramos bajo un árbol a dormir la siesta y nos despertara bruscamente una manzana, por muy rica que esté. Así que a mí de chaval me soprendía esta anécdota, y más cuando ví una ilustración donde se podía ver a Newton con la peluca empolvada que se usaba entonces y vestido con las galas de la moda de la época. Eso me ayudó a configurar la idea de que los científicos eran señores muy puestos y siempre dispuestos a realizar las averiguaciones más difíciles e inauditas, como el mago que es capaz de sacar un conejo de la chistera o partir a una señorita en dos sin que ésta chillara cual gorrino en una matanza.
Así que me llevé cierta decepción cuando supe que, en realidad, esa anécdota nunca ocurrió. Se la inventó el genial Voltaire como una forma gráfica de explicar tan importante descubrimiento. Vale, Voltarie me cayó siempre bien, leánse sino “Cándido” o la novela epistolar de Savater “El jardín de las delicias”. Aun así, a mí me hacía más gracia imaginarme a Newton roncando como un bendito bajo un manzano, qué quieren que les diga.
Otra anécdota que he leído y me han contado infinidad de veces es la famosa frase lapidaria que se hizo grabar Groucho Marx: “Perdonen que no me levante”. Frase realmente genial, que haría las delicias de quien compartía su humor y probablemente fastidiaría a aquellos que lo vieron como un mero chartalán feriante.
Pues bien, tampoco existe, vaya por Dios... De hecho hay una página web –no recuerdo cual, está en inglés- dedicada a mostrar lápidas y tumbas de gente famosa (para todo hay gusto, ya ven) donde se puede contemplar la insípida lápida de un Groucho judío en el panteón familiar. Y no hay grabada ninguna frase graciosa, ni ingeniosa ni original. Así que el único alivio que tenemos es que podemos ir corriendo a escribir nuestras últimas voluntades para que nos entierren con esa frasecita en nuestra lápida sin miedo a estar copiando a nadie. Aunque, realmente... da una pereza ponerse a pensar en eso... buff... mejor lo dejo para otro día, qué quieren que les diga.
Estas son dos anécdotas que siempre se han vendido como verdaderas pero que realmente eran falsas, pero... ¿qué me dicen de las leyendas que figuran en torno a ciertos acontecimientos históricos? Como, por ejemplo, que las obras de Shakespeare no las escribió él, sino Marlowe, por encargo de la reina ya que nuestro querido William era amante suyo. Los hay que siguen más allá y añaden que las obras de Marlowe no las escribió él (bastante tenía con escribir las obras de Shakespeare, faena tenía el hombre), sino el filósofo Francis Bacon. De seguir en esta línea, las obras de Bacon tampoco las escribiría él, sino el mozo de caballería de Robin Hood, que en el bosque de Sherwood siempre hay mucho tiempo libre entre asalto y asalto de ricachón asustadizo.
O que el hombre no pisó la Luna, sino un plató de televisión, porque todo era truco para dar la impresión de estar ganando la carrera espacial (los defensores de esta teoría se olvidan que hubo doce expediciones más a la Luna, siendo la número XIII la fatídica, a partir de la cual dejaron de hacerse viajes a nuestro satélite -¿recordáis la película de Tom Hnaks?-. ¿Qué pasa con las otras expediciones? ¿Todas son mentira también? En fin...). O que Jesucristo no murió en la cruz, que fue un montaje de sus amigos, entre ellos José de Arimatea –dueño de los terrenos donde lo enterraron- para ayudar a fugar a Jesucristo y que éste se fue a Cachemira, en la actual frontera entre Pakistán e India. Sobre Jesús hay más historias, como que dejó preñada a María Magdalena, que era un radical independentista judío más preocupado por el poder político que por el espiritual, e incluso que nunca llegó a existir, que en realidad la figura del Cristo tiene su origen en una alucinación que provoca un hongo, al igual que la amanita provoca a todo aquel que la consume la visión de una especie de gnomo.
En fin, que entre historias atractivas que no son ciertas, y leyendas a veces alucinadas que pretenden enturbiar las que lo son, estamos a veces rodeados más de mentiras que de certezas. Así que uno se plantea hasta qué punto podemos conocer nuestro pasado, hasta qué punto la historia es reescrita en función de quién esté mandando, en función de qué ideologías imperan o en función de qué gracioso se invente ese disparate que acaba colándose por el filtro del tiempo como verdad absoluta. Y si nos miramos al espejo con franqueza y nos ponemos a recordar anécdotas nuestras... ¿cuántas de ellas no se habrán deformado totalmente a fuerza de contarlas? Porque nadie cuenta una anécdota para provocar aburrimiento, no, todos lo hacemos para provocar risa, intriga, espanto, sorpresa o pena, no hastío o aburrimiento.
Pero... si no podemos confiar en lo que se cuenta... ¿en qué confiamos? ¿Significa eso que todo da lo mismo? ¿Qué hay que dejarse llevar por el nihilismo más derrotista?
Pues no.
Simplemente: que no hay que dejarse llevar por ninguna mitología, ni religiosa, ni secular; que no hay que creerse eso de que tener valores personales pasa por adorar a un dios sin preguntarse nada; que no hay verdades absolutas en los asuntos humanos, porque no cabe la rectitud y perfección en un ser capaz aún (y ojalá siempre) de emocionarse por la cosa más simple, aunque a veces eso nos haga comportarnos como zoquetes; y, sobre todo, que hay que tener a punto siempre –siempre-, incluso para nosotros mismos, el dedo cándido pero honesto del niño aquel que, viendo pasear sin ropa al presuntuoso emperador, gritó divertido: “¡El emperador está desnudo!”
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