Estaba a punto de entrar a la universidad, pero aún no sabía qué camino elegir, así que un tanto para sacar de quicio a papá, (quería que estudiara derecho igual que él) y otro tanto para alejarme de la “protección” que da la familia, escogí licenciatura en letras, una carrera que las universidades de la localidad no tenían. Tuve que mudarme al vecino estado de Nuevo León, para ser más precisa, a la ciudad de Monterrey.
Después de varias semanas de buscar un lugar donde vivir, me topé con una casa de dimensiones aceptables, sala, cocina, baño, recamara grande, un pequeño cuarto de trebejos y patio al fondo. Estaba ubicada en la colonia Caracol y tenía la única desventaja de estar un poco lejos de la facultad. No me importó.
Al poco tiempo me sentía como esos perros de casa que los tienen encerrados todo el tiempo y el día que los sacan a pasear, el día que por fin les sueltan la correa no saben ni para dónde correr. Los antros, los cines, centros comerciales, la macroplaza, wow, la neta no sabía ni por donde comenzar. Eso sí era vivir.
La escuela era aburrida como en todos lados, aunque la idea de aprender latín no me desagradaba del todo.
Con el paso del tiempo me di cuenta de que gastaba más de lo que debía así que me anuncié en el periódico, necesitaba compañeras que me ayudaran a pagar la renta, además, ya no disfrutaba del todo estar sola.
No tardaron mucho en aparecer varias chicas interesadas en compartir conmigo la casa, aunque yo hubiera preferido que fueran chicos, si eso pasaba mis papas pondrían el grito en el cielo.
Así que después de haber rechazado a una limpiadora compulsiva y varias monjas de falda corta, se quedaron conmigo Lizeth, una punketa reventada, y Ana, introvertida onda tipo dark que lo primero que hizo fue preguntarme si podía pintar su habitación de negro.
Ninguna de las dos me causaba mayor problema, de hecho al final del primer mes ya éramos buenas amigas.
Una noche, Lizeth me invitó a cenar lo cual me sorprendió mucho porque ella no era muy dada a ese tipo de atenciones, a pesar de que no nació en Monterrey era bastante coda.
-¿Sabes?- me dijo cuando regresábamos a casa- no me gusta compartir el cuarto con Ana
Con esas simples palabras todo se aclaró para mi, su gesto de generosidad no era más que un simple pretexto para hablar sobre asuntos desagradables. Para intrigar contra Ana.
Cuando las acepté en la casa, les cedí mi habitación y me mudé al cuarto de trebejos que mide tres por tres, yo sólo necesitaba un lugar donde poner mi cama y mi ropa, todo lo demás no me importaba.
-Mira, yo sé que paga a tiempo, asea la casa cuando le toca y a veces hasta hace de comer para todas, pero la verdad hay algo en ella que no termina de gustarme, es un poco. . . rara
-¿A que te refieres?
-Es que tú nunca estas, no te das cuenta de lo que hace.
-No te azotes, Liz, lo más seguro es que estés exagerando.
-Bueno, ¿ya conociste a su “amiga” Marion?.
-¿A quién?.
-Marion.
-No.
-Pues, ¿por qué no platicas con ella y después me dices lo que piensas?.
-Está bien lo haré cuando pueda.
Esa noche me fui a la cama con una mezcla tanto en el estómago como en la mente. Había cenado mucho y todas las palabras que Liz dijo seguían tratando de perforar mi entendimiento.
“Se me hace que Liz lo único que quiere es quedarse con toda la habitación, aunque por otro lado, los libros que lee Ana, lo que pinta en sus cuadros, no sé, tal vez la única rara aquí sea yo por hacerle caso a Liz, todos somos diferentes y. . . ”
Y con esos pensamientos me quedé dormida.
Cuando desperté ya era un poco tarde, pasaban de las once de la mañana, Lizeth no estaba en casa, pero Ana si. Pintaba un cuadro, como siempre abstracto, nunca había podido hacer comentarios buenos acerca de su arte porque en realidad no sabía ni qué demonios era lo que pintaba. Yo sólo veía un montón de manchas de colores acompañadas de garabatos sin ton ni son, como los que hacía yo cuando estaba en el kinder. Platicamos un rato y por más que buscaba no podía encontrar nada raro o bueno, nada fuera de la rareza habitual que la caracterizaba.
Dispuesta a no perder más el tiempo con una teoría mal fundada, me despedí de Ana.
-¿Ya conoces a mi amiga Marion?-dijo sin tomar en cuenta mis palabras.
No sé porqué un frío me golpeó la piel al momento que mis oídos escucharon su voz.
-No- le contesté titubeando, - ¿quién es?.
No pronunció respuesta pero se puso de rodillas, levantó la colcha de la cama y pude ver un montón de cajas blancas, como de zapatos. Entonces me pregunté por qué siempre traía los mismos tenis viejos y despintados.
Sacó la última del lado izquierdo, dentro de ella estaba Marion. Era una muñeca lindisima de porcelana con traje de holandesa, cabello largo de color castaño peinado en dos trenzas, piel blanca, ojos café claro, pestañas largas y rizadas. Así era Marion
-Mamá nunca me regaló una muñeca, ahora me gustaría tener toda una colección.
Por dentro comencé a reírme. Lo que para Liz era una abominación para mí no era más que un gesto de infantilismo. Y entendí perfectamente por que las tenía escondidas en cajas, no iban con su imagen de niña mala.
Con el tiempo, Liz se volvió hipocondríaca. Constantemente iba al doctor y decía que le dolía algunas partes del cuerpo; yo la acompañé varias veces, pero el diagnóstico siempre era el mismo: estaba completamente sana.
El siguiente paso fue convertirse en paranoica, creía que Ana le estaba haciendo brujería.
-Ya me cansé de decirte Liz, si crees en esas tonterías podrán hacerte daño, la magia negra no existe, entiéndelo de una vez.
En ese momento, ella bajó la mirada y creí ver en sus ojos un rastro de compasión mezclada con malicia.
Se estaba volviendo loca, y la neta, ya no aguantaba más sus delirios, así que tomé la decisión de echarla de la casa pero ella se me adelantó, se fue con la barrota de que ya no podía seguir pagando la renta.
Continúe en mi cuarto de tres por tres y Ana siguió respetando la parte de habitación que era de Lizeth.
Los días que siguieron fueron un descanso, desde que Liz se había ido me sentía mejor, no más presión, no más preocupaciones, por fin lograba dormir tranquila. Pero mi vida no podía ser tranquila, no, para mí eso era sinónimo de aburrición. Así que llené mi tiempo con múltiples actividades, sí, las tareas, el antro del viernes por la noche, los ensayos por escribir, las reuniones con los amigos, el cine, el agarrar la jarra entre semana, los libros que tenía que leer, de esa forma aceleré cuanto pude mi ritmo de vida preguntándome cuanto tiempo podría soportar.
A veces sentía punzadas en la espalda y los hombros, a veces no podía ni levantarme de la cama, me pasaba lo mismo que a Lizeth, pero todo lo atribuía al cansancio y la falta de sueño
“Si, es eso- me decía con frecuencia- entre mi vida social y la escuela no puedo dormir ni una noche completa, sólo necesito descansar”
Una tarde al salir de una heladería me topé con la sorpresa de que Liz caminaba por la misma acera. Me acerqué para saludarla y platicamos un buen rato. Me invitó a conocer el lugar donde ahora vivía.
Era una casa pequeña común y ordinaria. Al entrar, me ofreció una bebida, según era un vampirito, pero yo no le sentí sabor eso, de todos modos me lo tomé. El alcohol en cualquiera de sus presentaciones era siempre bien recibido.
-Quiero enseñarte algo- me dijo caminando a su recámara.
Debajo de su cama tenía cajas, cajas blancas, como de zapatos y no sé porqué pero sentí miedo.
Me mostró una muñeca de porcelana, de pelo negro igual al mío, aperlada, ojos negros, casi sin pestañas. Vestía una cuera tamaulipeca.
-¿Qué clase de broma absurda es ésta?.
Entonces volví a ver en sus ojos la malicia, pero esta vez no había compasión.
Mis manos temblaron y el vaso que sostenía se me resbaló, el poco líquido que aún quedaba manchó el piso de un rojo descolorido.
Sin saber porqué tomé la muñeca con las dos manos. En ese momento, una fuerza extraña comenzó a moverse alrededor de mí, por instantes me daba energía, al siguiente me la quitaba, era como una pelea, pero yo sabía que estaba perdiendo.
La neta no sé qué fue lo que pasó, poco a poco mi visión se tornó gris y todo se volvió confusión, al parecer me desmayé o algo por el estilo.
Cuando volví en mí, estaba acostada, sólo podía ver el techo, intenté enfocar mis ojos en otra dirección pero no lo logré, quise levantarme pero mi cuerpo no reaccionaba
De pronto, Liz apareció en mi campo de visión, se sentó junto a mí y tomó el teléfono. Mientras esperaba a que tomaran su llamada, me acarició suavemente el cabello. Sonreía. Yo no entendía bien la situación pero entonces, Liz habló.
-¿Maestro? ¿Recuerda la muñeca que tanto deseaba? ¡Sorpresa! Ya la conseguí. Se la llevaré en cuanto pueda.
Y entonces colgó.
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