Sí, parece una obviedad, pero quizás no lo sea tanto. Uno va caminando por la calle y deja que el sol le de en la cara y poco que le importa. Uno se compra el periódico y juega a que sus palabras o sus actos no tienen peso y a nadie le afectan. Que puede meter la pata, cometer un pequeño desliz y bastará con dejar todo un poco de lado, barrer bajo la alfombra y por favor, un café. Todos contentos. Apoyarse en las cosas buenas, una buena comida, una buena charla con un buen amigo (o amiga), una buena tableta de valium de vez en cuando. Construir un pequeño rincón de felicidad, algo en apariencia mágico, como los discos que usas para levantarte la moral cuando parece que no entiendes al mundo, o que el mundo no te entiende a ti o que ¡oh, fatalidad! la gente no se ha dado cuenta todavía de que eres el nuevo Shakespeare, o el nuevo Spielberg o la nueva top model estrella de la pasarela de Milán. Quizás sea eso, sí, quizás sea eso. La calma e intentar que los errores sean los menos posibles, intentar mejorar poco a poco y no mandarlo todo al carajo. Intentar ser uno mismo y que a la gente le guste lo suficiente para no tener que acabar leyendo la buenaventura por los soportales. Cualquier otra solución te llevará de cabeza a trabajar en el Ministerio de Obras Públicas. Y eso, señor mío, no es una opción.
Pero íbamos diciendo, uno compra el periódico y deambula, y se pregunta qué hará esa tarde. Probablemente escribir, piensa, y se le ocurre un título que cree ingenioso y se ríe por dentro y se da palmaditas. Así que esa calle, calle arriba o calle abajo, tanto da, va tirando medio contento y escucha alguna musiquilla que le gusta y qué bueno este sol. Y luego se tumba en el césped y se lee su periódico y piensa en la gente que conoce y un poco en la que no conoce y algo más tarde en la que conoció y ya no está con él. Y se deja resbalar por el filo del tiempo y se da cuenta de que pese a todo su presente es mejor que su pasado, así que por esa regla de tres... Entonces llama por teléfono y alguien le invita a comer. Lo que tiene el azar. A veces, sin saberlo, todo está bien y es uno el que se empeña en estropearlo a base de estupideces. Al fin y al cabo las cosas que importan son tan pocas que si de vez en cuando te encuentras con alguna ocurre de golpe, y la ves relampagueando, dando vueltas, como una especie de extraño universo de luz. Y entonces no hay lugar para dudar, ni estropear un lienzo con el color incorrecto. Todo tiene entonces algo de profecía absurda, como una revelación. Como la hierba, como el sol, como los ojos de alguna mujer o cierta copa compartida en una noche insomne.
Pintaré un cuadro y lo haré arder. Y entonces al fin todo estará en orden.